Javier Moro - El sari rojo

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Una gran novela de amor, traición y familia en el corazón de la India protagonizada por Sonia Gandi. Una italiana de familia humilde que, a raíz de su matrimonio con Rajiv Gandhi, vivió un cuento de hadas al pasar a formar parte de la emblemática saga de los Nehru-Gandhi.

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– ¿Cómo es posible que mi madre permita que destruyan esa zona, una de las áreas que ella misma protegió cuando los disturbios de la Partición?

Esta vez, Rajiv se atrevió a decírselo a su madre:

– El programa de embellecimiento de ciudades está causando un enorme malestar entre la población, los pobres se ven forzados a desalojar sus chabolas sin tiempo de recoger sus cosas… Se han arrasado cientos de miles de chabolas, nos llaman hasta los empleados de nuestros amigos para que hagamos algo…

Indira le escuchó sin apenas decir nada. Rajiv prosiguió:

– El abuelo convenció a esos vecinos, en su mayoría musulmanes, para que se quedasen y no huyesen a Pakistán. Eso, tú lo sabes, mamá. Les prometió protección. ¡Y ahora su nieto los está expulsando a palos!

Indira mandó llamar a Sanjay, que inmediatamente desmintió las acusaciones de su hermano.

– ¡Estupideces! -terció el joven-. A todos los desalojados se les proporciona alojamiento alternativo.

Indira le creyó.

– En este país, hay una gran resistencia a la modernización -musitó.

Siempre creía a Sanjay en temas de política, o de calle. Creía a Rajiv cuando algo se estropeaba en casa; sólo entonces su palabra valía oro.

Lo que había dicho Sanjay era una verdad a medias. En la Vieja Delhi, más de setenta mil personas, entre las que se encontraban el cocinero y el chófer de la amiga de Sonia, habían sido obligadas a punta de fusil a entrar en camiones para ser conducidas a sus nuevas «residencias», un eufemismo para designar ínfimas parcelas de tierra rodeadas de una alambrada al otro lado del río Yamuna, a unos veinte kilómetros de la ciudad. Cada familia tenía derecho a un lote de ladrillos para construirse su nuevo refugio y a tarjetas de racionamiento para comprar materiales y comida. Pero mientras, no tenían techo para guarecerse.

Al final, quien hizo ver a Indira la verdad sobre las barbaridades que estaban ocurriendo fue su amiga Pupul. Regresó escandalizada de Benarés, la ciudad sagrada a orillas del Ganges. Lo asombroso, lo maravilloso de Benarés, es que la vida seguía prácticamente igual desde el siglo VI a.C. Sin embargo, Pupul había visto con sus propios ojos cómo unas excavadoras destruían edificios antiguos para ensanchar Vishwanath Gali, una callejuela estrecha, serpenteante, pavimentada con viejas piedras de río que brillaban de una pátina producida por los pies de innumerables generaciones de peregrinos y que atravesaba el corazón de la ciudad. Una calle donde las vacas tenían preferencia desde el alba de los tiempos, y que recorrían santones con el cuerpo cubierto de ceniza y el cabello enmarañado, campesinos recién casados con sus mujeres del brazo, abuelas con sus nietos y ancianos que venían de muy lejos para llegar al templo de Vishwanath, el señor del Universo. Considerado el más sagrado del mundo por los fieles hindúes, ese templo albergaba una piedra de granito pulido, la reliquia más preciada de Benarés, el lingam original, un emblema fálico que simboliza la potencia vital del dios Shiva, representante de la fuerza y del poder regenerador de la naturaleza. Al prosternarse y al ofrecerle agua del Ganges, los fieles hindúes expresaban así una de las formas más antiguas del fervor religioso hindú. Benarés, y el templo de Vishwanath en particular, eran el centro de ese culto. Había lingams y yonis (el equivalente femenino) en todas partes, en los templos, en los pequeños altares empotrados en las fachadas de los edificios, en los peldaños de los ghats, esas escaleras monumentales de piedra que se hunden en las orillas como raíces gigantescas, sellando así la unión de Benarés con el más sagrado de los ríos. Todas las mañanas desde que el hombre tenía memoria, miles de hindúes untaban con devoción la superficie pulida de los lingams con pasta de sándalo o con aceite. Trenzaban coronas de jazmín y de claveles de la India que colocaban con esmero alrededor de la piedra erecta junto a pétalos de rosa y hojas amargas de bilva, el árbol preferido de Shiva.

– Queremos ensanchar la callejuela para que puedan circular coches -le dijo a Pupul el delegado de la corporación municipal que la acompañaba. Pupul se quedó helada.

– ¿Y qué vais a hacer con los templos, con los dioses, con todos estos altarcitos?

– Los cambiaremos de sitio, está prevista una estructura de hormigón para meterlos todos dentro.

– Pero no podéis, son los guardianes de la ciudad, no podéis cambiarlos así como así…

Pupul estaba tan indignada que no encontraba las palabras. El hombre se hacía el loco. Luego añadió, explicándose:

– Es que Sanjay quiere embellecer la ciudad.

– Pero no se puede jugar con Benarés, es la más sagrada de las ciudades sagradas… No se puede jugar con la fe de la gente.

Pupul entendió que era inútil intentar convencer al delegado, que se limitaba a cumplir instrucciones. Conmovida y nerviosa, le pidió que suspendiese toda actividad de demolición hasta que regresase a Delhi y hablase con la primera ministra. El hombre accedió.

Cuando Indira vio las fotos de Pupul y escuchó su relato, «saltó al techo» según su amiga. «Nunca la había visto tan enfurecida. Descolgó el teléfono y pidió a su secretario que le pusiese al habla con el jefe de gobierno del estado de Uttar Pradesh. Estalló cuando habló con él: "¿Es que no sabes lo que está ocurriendo en Benarés?", le preguntó, antes de ordenarle que acudiese inmediatamente a verla a Nueva Delhi. Luego colgó el aparato y se tapó la cara con las manos: "¿Qué está ocurriendo en este país?… Dios mío, nadie me cuenta nada.»

Cuando el jefe del gobierno de Uttar Pradesh se enteró de lo que intentaban hacer con Vishwanath Gali, se quedó mudo de estupefacción. Tampoco él estaba al corriente de lo que estaba pasando. ¿Quién había dado las órdenes? Todo el mundo sabía que venían de Sanjay, pero su autoridad era difusa y difícil de rastrear. Era imposible conseguir explicaciones suyas. Rara vez hablaba en público, apenas daba entrevistas y cuando lo hacía eran penosas. Su firma nunca aparecía en papeles oficiales. Era la sombra que reinaba en la oscuridad del estado de excepción. Los funcionarios subalternos, encargados de cumplir sus órdenes, redoblaban de celo para congraciarse con él e interpretaban las órdenes a su manera siendo aún más intransigentes de lo que se les exigía. A muchos se les subía el poder a la cabeza y se convertían en seres tiránicos bruscos e incontrolables.

21

En la época de la Emergency, Rajiv pasó del Avro a copiloto del Boeing 737, que de ahora en adelante compondría el grueso de la flota de Indian Airlines. Después de uno de sus vuelos a Bombay, mientras iba al hotel en la camioneta de la compañía para pasar la noche, una larga caravana de motos y coches de policía, con las sirenas ululando y las luces giratorias iluminando el aire brumoso, obligó a su vehículo a detenerse. El despliegue era impresionante. «¡VIP!», le dijo el chófer, aludiendo al paso de una personalidad importante. Cuando quiso proseguir su camino, un policía le desvió hacia una bocacalle adyacente. «¿Quién es?», preguntó el chófer al policía.

– ¡VVIP! -le respondió-. ¡Shri Sanjay Gandhi!

Rajiv, sentado en la parte trasera, alzó los ojos al cielo. Así circulaba su hermano, como si fuese el hombre más poderoso de la India, aunque no tuviera autoridad formal ni en el Partido ni en el gobierno. El chófer no perdió la ocasión de chinchar a su pasajero:

– Hermano pequeño pasa, hermano mayor desviado a las callejuelas… ¿Qué le parece?

– ¡Así es la política! -respondió Rajiv con humor, satisfecho en el fondo de no tener que formar parte de ese circo.

Inasequibles al desaliento provocado por las críticas de la oposición, Sanjay y Maneka hacían giras por el país como si de una pareja real se tratase, supervisándolo todo, dando órdenes e instrucciones y siendo adulados por obsequiosos funcionarios, ministros y jefes de gobierno regionales. La prensa se hacía eco de aquellos viajes al detalle. «Su imagen brilla con luz propia», declaraba un semanario. «Sanjay está firmemente establecido en los corazones de la gente», rezaba otro titular. La realidad era bien diferente: en aquel entonces, Sanjay era quizás el hombre más odiado de la India.

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