Javier Moro - El sari rojo

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Una gran novela de amor, traición y familia en el corazón de la India protagonizada por Sonia Gandi. Una italiana de familia humilde que, a raíz de su matrimonio con Rajiv Gandhi, vivió un cuento de hadas al pasar a formar parte de la emblemática saga de los Nehru-Gandhi.

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– Me lo creo. Estoy seguro de que lo hubiera intentado.

Pupul notó, en la penumbra del recibidor, que los ojos de Rajiv estaban empañados de lágrimas.

A medianoche, Indira salió de casa para reunirse por última vez con sus ministros y levantar el estado de excepción de manera formal después de dieciocho meses, aunque casi todas las medidas ya habían sido anuladas en la práctica. Fue una reunión breve, en la que casi nadie habló. Todos habían perdido sus escaños. Se encontraban frente a la mayor debacle que jamás había ocurrido en el partido. Por primera vez desde la independencia, el Congress no estaba en el poder. De allí, Indira se dirigió al Palacio de la Presidencia de la República. Envuelto en la neblina, los fogonazos de los fuegos artificiales iluminaban fugazmente el antiguo palacio del virrey británico. Una vez dentro, presentó oficialmente su dimisión ante el presidente.

De camino a casa, vio a la gente celebrar su derrota con júbilo -niños y mayores seguían en las calles a esas horas de la noche-, y de pronto sintió miedo. Le pareció que su casa estaba pobremente custodiada. Al llegar, se dirigió a la habitación de Rajiv y Sonia. Seguían despiertos.

– Sería prudente que os fueseis con los niños a casa de unos amigos -les propuso Indira-… esta misma noche.

– No te vamos dejar sola.

– Sólo unos días, hasta que el ambiente en la ciudad se haya calmado. Ahora hay mucho alboroto. Estaré más tranquila si os vais a otra casa.

– Vámonos todos entonces, tú también.

– No puedo. Tengo que quedarme aquí. Además Sanjay vuelve esta noche, así que no estaré sola. Marchaos, no me lo perdonaría si le ocurriese algo a los niños.

A las dos de la madrugada, Rajiv y Sonia, con Rahul y Priyanka medio dormidos y envueltos en mantas, salieron de casa como si fuesen refugiados en un país en guerra. Indira se había abstenido de decirles que unos días antes había rechazado el ofrecimiento del jefe de seguridad de traer tropas a Nueva Delhi para protegerla en caso de perder las elecciones y de que la oposición decidiese organizar una marcha contra su casa.

– La muchedumbre podría descontrolarse y asaltar su residencia… -le había dicho el jefe de seguridad.

– No se preocupe por mí -le respondió Indira-. Lo que le pido es que vele por mis hijos.

Quizás Indira no se creyó nunca que perdería, a pesar de los abrumadores indicios. Quizás se sintiese protegida por el aura de sus apellidos, casi de manera sobrenatural, para no darse cuenta de lo que se le venía encima. Quizás estaba cegada por la idea que tenía de sí misma. A la pregunta del periodista y amigo Dom Moraes de: «Señora, ¿volverá a la política?») Indira respondió: «No. Siento que me he quitado un peso de encima. Nunca volveré a la política.» Quizás el alivio que ahora sentía era porque la vida la había puesto de nuevo en contacto con la realidad. Pero era una realidad dura de encajar: a los cincuenta y nueve años, se encontraba sin trabajo, sin ingresos económicos y sin un techo sobre su cabeza. Por primera vez en su vida se daba cuenta de que no tenía nada. La casa familiar de Anand Bhawan la había donado al Estado y ahora era un museo. Aunque se la hubiera quedado, no hubiera podido mantenerla.

Eran las cuatro de la mañana cuando llegaron Sanjay y Maneka. No parecían especialmente deprimidos o afectados por la derrota. No parecían conscientes de lo que significaba. Al contrario, Maneka le contó que habían venido de Amethi en el avión privado de un amigo y pasó a relatarle cómo el propio Sanjay había cogido los mandos para aterrizar. Una maniobra perfecta, añadió. «Fue entonces cuando me di cuenta de la fuerza y del carácter del hombre con quien me había casado», escribiría más tarde. Ninguno de los dos se había enterado todavía de que los habitantes de Turkman Gate en la Vieja Delhi habían vuelto a su barrio, eufóricos, y amenazaban con esterilizar a Sanjay.

Indira les dispensó uno de sus silencios significativos y se fue a acostar. Era muy tarde y estaba exhausta cuando se dejó caer en la cama. Pensó en sus nietos. Lo importante es que estaban a salvo, por lo menos momentáneamente. A lo lejos, seguían oyéndose las explosiones de los fuegos artificiales.

22

Definitivamente, Indira era un personaje desconcertante. La naturalidad y la entereza con las que asumió su derrota dejaron perplejos a seguidores y enemigos. Pocos eran los ejemplos en la historia de gobernantes que se hubieran hecho el harakiri político con tanta integridad. Si se sentía satisfecha a pesar de todo, es porque había devuelto a la India la confianza en el poder del voto, en una nación que ahora era más estable y más próspera que antes. En lo que a ella respectaba, había cumplido su misión y tenía la conciencia tranquila. Del sufrimiento provocado por sus medidas, no se hacía responsable. La culpa la tenía el sistema, la burocracia, el juego sucio de la oposición. «Con estas elecciones, la India ha demostrado que la democracia no es un lujo que pertenezca a los ricos», dijo The New York Times en su defensa. En lo que todos los observadores coincidieron, tanto nacionales como extranjeros, fue en que la carrera política de Indira Gandhi había llegado a su fin. Todos se equivocaron, excepto una vieja colega militante de un partido de izquierda que fue a visitarla y le dijo:

– Ya verás, la gente volverá a ti…

Entonces Indira se giró hacia ella con ojos cubiertos de lágrimas y le preguntó:

– ¿Cuándo? ¿Cuando me haya muerto?

Su fiel secretaria Usha no sabía qué cara poner ni qué decir cuando fue a trabajar el día siguiente a las elecciones. Nunca había estado a favor del estado de excepción y sus comentarios al leer artículos críticos casi le habían costado el puesto, de no ser porque Sonia la avisó que no siguiera haciéndolo. No había dormido en toda la noche, la oreja pegada a la radio. Al entrar en la oficina, que estaba junto al comedor, se encontró con Indira sentada a su mesa. Sonriendo, la ex primera ministra le dijo:

– Usha, tienes que devolver la mujer gorda.

– ¿La mujer gorda?

– Sí, la estatua que nos prestaron del Museo Nacional.

Se refería a una estatua sin cabeza ni brazos, y sin mucho valor, que Indira había pedido prestada al museo para decorar el salón de su casa. Usha encontró en seguida el recibo correspondiente y se puso manos a la obra. «Sabía que la señora Gandhi había dicho eso para relajar la tensión. Era muy típico de ella.»

Había que mudarse pronto porque su sucesor, el derechista hinduista Morarji Desai, a pesar de disponer de una gran casa confortable en Dupleix Road, quería hacer de la residencia de Indira su residencia oficial. Echarla de casa era un símbolo de su victoria y a la vez una mezquindad. Indira estaba dolida. Pero ¿qué podía hacer? Ya estaban en casa los funcionarios que venían a registrar despachos y habitaciones con un inventario en la mano. Empezaron a llevarse objetos y aparatos que habían sido prerrogativas del primer ministro: teléfonos secretos, máquinas de escribir fotocopiadoras, aparatos de aire acondicionado, mesas y sillas de despacho, y todo eso mientras Usha y Sonia clasificaban documentos, guardaban archivos e intentaban desesperadamente poner orden en tanto caos.

Sonia, que a los pocos días regresó con el resto de la familia de la casa de su amiga Sabine, donde se habían refugiado, se encontró con funcionarios llevándose muebles, lámparas, cuberterías y vajillas. Toda la decoración de sus últimos nueve años estaba siendo levantada por unos tramoyistas que actuaban con la arrogancia del vencedor. La sensación de desamparo se hacía aún mayor al notar la ausencia de los sirvientes oficiales, de los secretarios puestos por el gobierno, de los guardias de la entrada y hasta de los jardineros que se esfumaban, algunos sin ni siquiera despedirse. Muerto el perro, se acababa la rabia.

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