Javier Moro - El sari rojo
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Fue aproximadamente en esa época, en pleno calor anterior a las lluvias monzónicas, cuando Indira apareció una noche tarde en casa de su amiga Pupul. Venía a visitarla a menudo, para escapar de las tensiones de casa. De nuevo Rajiv le había echado en cara que «Sanjay y Dhawan son los que te han arrastrado hasta aquí». Indira no le había contestado, limitándose a bajar la cabeza. Sabía perfectamente que la responsable última de todo lo que había ocurrido había sido ella, por eso disculpaba a Sanjay. «He venido a sentarme un rato, a disfrutar de la tranquilidad», le decía a su amiga. Y pasaba un rato en silencio, en la veranda, encontrándose con ella misma.
Otra noche de canícula llegó muy agitada y con una mirada desesperada: «Tengo información fidedigna de que quieren meter a Sanjay en la cárcel y torturarlo.» Pupul se quedó de piedra, sin saber qué decir. Indira tenía un miedo cerval. «Ni mi hijo ni yo somos el tipo de gente que se suicida, así que si aparecemos muertos, no hay que creerse lo que digan…» Que el nuevo gobierno, en sus deseos de venganza, buscaba afanosamente pruebas para vengarse de ella a través de Sanjay era un secreto a voces. Que hubiesen decidido torturar a Sanjay era más producto de su imaginación paranoica que de un plan preestablecido. Nadie mejor que Indira sabía que desde una posición de poder era relativamente fácil manipular a los servicios de información. Y la antigua emperatriz de la India se sentía desesperadamente sola. Veía a políticos que iban a visitarla diariamente, pero no podía contar con ninguno de ellos. Los que podían ayudarla no se atrevían a acercarse a su casa por temor a la vigilancia. Por otra parte, la situación financiera de la familia, con tanto gasto de abogados, se hacía insostenible. Los medios de comunicación, que tan dócilmente se habían plegado a sus exigencias cuando había impuesto la Emergency -tanto que un político de la oposición, nada más levantarse el estado de excepción, dijo del papel de la prensa: «Os pidieron que os plegaseis, y preferisteis arrastraros»-, ahora se dedicaba con ahínco a inventar historias terribles, o a exagerar rumores para hacer ver que los Gandhi eran una banda de malhechores. «Me acusan de todo tipo de crímenes, hasta de haber matado a no sé cuánta gente…», se quejaba Indira. Era cierto, el ministro del Interior había dicho en el Parlamento que Indira había «planeado matar a todos los líderes de la oposición que había mandado encarcelar durante el estado de excepción». Cinco días más tarde, el gobierno encargaba la formación de una comisión de investigación al Juez de la Corte Suprema J.C. Shah con la misión de «investigar si hubo subversión de procedimientos, abuso de autoridad, uso indebido del poder y excesos durante el estado de excepción». Otra comisión fue creada específicamente para investigar todo lo relativo al Maruti. El gobierno estaba decidido a hacer tragar a Indira y a Sanjay la misma amarga medicina que ellos habían administrado al país durante el estado de excepción.
En ese ambiente, la noticia del suicidio del coronel Anand, padre de Maneka, sonó como los primeros acordes de un drama más amplio que empezaba a desarrollarse en segundo término, como los primeros acordes de una marcha fúnebre. Su cuerpo fue encontrado de bruces en un terraplén, junto a una pistola y una nota que decía: «Preocupación Sanjay insoportable.» Al principio, no se supo bien si había sido suicidio u homicidio, aunque Maneka y los familiares próximos estaban convencidos de que el coronel se había quitado la vida. Ya había cometido un intento semejante hacía tiempo con una sobredosis de pastillas y tenía un historial de inestabilidad mental y depresión. No había podido soportar la caída en picado de su reputación y de su posición social. Sus innumerables amigos de conveniencia se habían esfumado en el aire enrarecido de Nueva Delhi. Inmediatamente surgió el rumor de que el suegro sabía demasiado sobre los negocios turbios de Sanjay y que su muerte era en realidad un homicidio disfrazado de suicidio. Pero no se pudo probar nada y en cuanto la atención mediática desapareció, el caso cayó en el olvido.
Indira quedó turbada, y Sonia también. Una muerte así, en el momento en que se produjo, infundió un miedo difuso y profundo, una mezcla de desasosiego y alarma. La caída del poder se había cobrado una víctima muy cercana. La sangre había llegado al río, y donde menos se lo esperaban. Indira se volvió aún más paranoica, relacionando inconscientemente la muerte de su consuegro con las amenazas a Sanjay. Ahora más que nunca, sentía que tenía que proteger a su hijo como fuese. La noticia del suicidio trascendió al extranjero y Sonia recibió llamadas angustiantes de su madre. Allá en Orbassano, los Maino seguían los acontecimientos con una desazón y una inquietud crecientes. Les llegaban habladurías de Nueva Delhi, rumores de que Sonia y Rajiv buscaban escapar y de que Sonia había pedido asilo en la embajada italiana…
– Mamá, nada de todo eso es cierto. Estamos bien, los niños también, pero no puedo hablar, ya te contaré…
E invariablemente, la conversación se cortaba. Sonia se abstuvo de decirle a su madre que el gobierno había incautado el pasaporte a todos los miembros de su familia política. Aunque hubieran querido, ahora no hubieran podido viajar a Italia, ni tan siquiera por una emergencia.
Indira se dedicó con ahínco a trabajar con sus abogados para defenderse de la comisión Shah, mientras públicamente mantenía una vida muy discreta. Un periodista inglés llamado James Cameron la entrevistó y la encontró «la mujer más sola y más aprensiva del mundo», según el titular que dio a su artículo. «Está resignada y no quiere hablar de nada. Parece un boxeador derrotado esperando un milagro. Pero no habrá milagro para ella», escribió en The Guardian el 21 de septiembre de 1977.
James Cameron se equivocó. El milagro que iba a hacer resurgir al ave fénix de sus cenizas se produjo en un lugar llamado Belchi, una pequeña e inaccesible aldea en el remoto estado de Bihar, rodeada de arrozales, montañas y cataratas. Un paisaje idílico que había sido el escenario de una atroz matanza. El crimen se había producido en parte por la atmósfera de impunidad propiciada por el nuevo gobierno, cuya coalición incluía elementos hindúes extremistas, y en la que hindúes de alta casta se sentían de nuevo libres de subyugar, como lo habían hecho durante miles de años antes de la independencia, a pobres campesinos intocables. En Belchi, un grupo de terratenientes había atacado a una comunidad de campesinos sin tierra, exterminando a varias familias y tirando los cuerpos al fuego. Entre las víctimas había dos bebés. La noticia tardó varios días en darse a conocer, antes de convertirse en portada de la prensa nacional. El gobierno no reaccionó. A su presidente, Morarji Desai, que consideraba la prohibición de matar vacas y de consumir alcohol como prioridades nacionales, no le parecía que esta clase de sucesos mereciesen atención prioritaria. Ni siquiera se dio prisa en condenar el crimen.
Indira vio inmediatamente la grieta en el adversario. Supo lo que debía hacer. Le pidió a Sonia que la ayudase a preparar sus cosas para ir a Belchi.
– Todo el mundo dice que Bihar es un lugar muy peligroso, que hay grupos de bandidos que asaltan a la gente… -le dijo Sonia que, en efecto, estaba bien informada. Bihar era el estado más atrasado, anárquico e inseguro de la India. Y el más pobre también-. No tienes un equipo de seguridad, es muy arriesgado -insistió la italiana.
– No voy sola, voy con un grupo de fieles del partido.
– Pero en Bihar el partido no ha conseguido un solo escaño… ¿Tendrán fuerza para protegerte?
– Claro que sí. No os preocupéis -zanjó Indira- no pasará nada.
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