Javier Moro - El sari rojo

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Una gran novela de amor, traición y familia en el corazón de la India protagonizada por Sonia Gandi. Una italiana de familia humilde que, a raíz de su matrimonio con Rajiv Gandhi, vivió un cuento de hadas al pasar a formar parte de la emblemática saga de los Nehru-Gandhi.

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Sonia no insistió. La conocía suficientemente bien para saber que nada la haría cambiar de idea. Pero se quedó preocupada. En un ambiente tan cargado de animadversión como el de aquellos días en la India, cualquier cosa podía ocurrir.

23

Cuando volvió a casa cinco días más tarde, Sonia casi no la reconoció. Indira llevaba el sari sucio, toda ella estaba cubierta de una capa de polvo y chorreaba sudor. Tenía ojeras y había adelgazado. Parecía una mendicante. Pero Sonia adivinó una chispa de luz en sus ojos, como un destello de vida. En seguida supo que el viaje a Belchi había sido un éxito. Indira le contó la odisea que acababa de vivir con todo lujo de detalles. Sonia la escuchaba, embelesada.

– Llovió tanto que todos los caminos a Belchi eran impracticables. De los quinientos simpatizantes que habían empezado el trayecto conmigo, siguiéndome en una caravana de coches, de pronto me di cuenta que sólo quedaban dos. Los demás habían tirado la toalla. Mi idea era llegar a Belchi antes del anochecer, pero las carreteras estaban tan anegadas que tuvimos que cambiar el todoterreno por un tractor, que a su vez acabó hundido en el barro unos kilómetros más adelante. Mis acompañantes insistían para que diésemos la vuelta, pero les dije que yo seguía a pie. Me miraban como si estuviera loca. Yo sabía que no me iban a dejar seguir sola, y tuve razón, se vieron obligados a acompañarme, aunque lo hicieron a regañadientes. Después de una larga caminata, rendidos y empapados, llegamos al río, y nos dimos cuenta de que era imposible vadearlo a pie. No había barcas bajo aquel temporal, ni barqueros dispuestos a pasar a gente al otro lado. Mis compañeros estaban dispuestos a regresar, pero yo pregunté a unos aldeanos que habían salido de sus chozas al vernos llegar:

«Tiene que haber una posibilidad de cruzar… ¿Hay caballos por aquí?"

«No Madam…, me dijo uno.

«¿Una mula? ¿Un burro?

«No, Madam. Sólo hay un elefante.

«¿Donde? pregunté.

«En la aldea. Es el elefante del templo.»

«¿Lo podéis traer?

«Si, Madam, pero…, el hombre parecía molesto, no le salían las palabras.

«Pero… ¿Qué? le dije.

«Es que no disponemos de howdah…, admitió por fin, como avergonzándose.

«¿Sabes lo que es el howdah? -le preguntó Indira a Sonia.

– ¿No es la torreta que se pone sobre el elefante para pasear a personalidades importantes?

– En efecto… ¡Siempre en la India, por encima de consideraciones prácticas, está la preocupación por el estatus! Parece que sea lo único que rige las relaciones entre la gente. El caso es que les dije que daba igual que no tuvieran howdah, entonces uno de ellos anunció triunfalmente que colocaría una manta.

Indira parecía una chiquilla ilusionada contándole esa aventura a Sonia. Verla tan viva y chispeante, tan directa y cercana, era como milagroso. Indira estaba transformada.

– Sabes… no me sentía cansada, y eso que estuvimos esperando más de una hora bajo la lluvia.

– ¿Qué pasó con el elefante?

– Por fin llegó, se llamaba Moti. Los campesinos me ayudaron a subir primero, y luego alzaron a uno de mis acompañantes, que se sentó detrás de mí. Cuando me di la vuelta, vi que tenía los ojos desorbitados de pavor.

Sonia se rió. Indira siguió contando:

– El otro optó por quedarse y organizar el regreso. Fue terrorífico, porque el animal se balanceaba muchísimo y las aguas del río le llegaban a la altura de la barriga. El hombre estaba agarrado a mi sari como un niño a la falda de su madre. Pensé que se iba a echar a llorar…

Ambas prorrumpieron en carcajadas. Siempre era gracioso oír historias donde las mujeres tenían el control de la situación. Luego el semblante de Indira se tornó grave.

– Era tarde cuando llegamos a Belchi -siguió contándole-. Los supervivientes de la masacre estaban refugiados en un edificio medio abandonado de dos pisos. De pronto vi salir unas antorchas que iluminaban los rostros de los que las llevaban: había ancianos con la cara llena de arrugas, jóvenes viudas, niños con grandes ojos brillantes, hombres de piel oscura, todos muy temerosos y sorprendidos… Cuando me reconocieron, se lanzaron a mis pies. Creo que me veían como una aparición divina. Yo no tenía nada que ofrecerles, excepto mi tiempo, pero aquella gente tan asustada no paraba de agradecerme que me interesase por ellos, que hubiese sorteado tantos peligros para ir a escucharlos. Decían que mi presencia era un milagro, ¿te das cuenta? Nos quedamos varias horas) y escuché historias horribles de la matanza. Salí llorando de allí… era tanta la pobreza, tanto el dolor de los campesinos al mostrarme las cenizas de la pira donde habían lanzado vivos a sus familiares que salí destrozada. Era noche cerrada cuando abandonamos Belchi. Había ruido de truenos, pero no llovía, de modo que un barquero se ofreció a pasarnos al otro lado.

«¿Sabes qué pasó entonces?

Sonia negó con la cabeza. Indira prosiguió:

– Como la carga era excesiva, al acercarse a la otra orilla, la barca volcó.

Volvieron a estallar de risa. Indira prosiguió:

– … Nos encontramos todos chapoteando en esas aguas negras. Conseguí vadear hasta la orilla. Seguimos caminando hasta la carretera principal, donde nos esperaban unos todo terreno. Estábamos empapados. Entonces ocurrió otro milagro, Sonia. Los campesinos de los alrededores que se habían enterado de mi visita empezaron a llegar. Nos traían frutas, flores y linternas. De pronto oí un ruido de tambores y unas voces de mujeres… ¿Sabes que cantaban? «Votamos en tu contra. Te traicionamos. Perdónanos.» -decían. Venían con dulces y me ofrecieron sus modestos saris secos para secarme o cambiarme. ¡Algunas me pedían hasta mi bendición!

Sonia se dio cuenta de que Indira había visto la luz al final del túnel. Había buceado en «la masa de humanidad india» y no se había sentido rechazada. Al contrario, había vuelto a encontrar su voz, y una respuesta.

Indira siguió contando que al día siguiente fue a Patna, la destartalada capital del estado de Bihar, a visitar a su antiguo enemigo J.P. Narayan, el hombre cuyo boicot la había precipitado a declarar el estado de excepción. Estaba muy viejo, casi en el lecho de muerte. Ahora que Indira había sido derrotada y vilipendiada, J.P. la perdonó. Estuvieron reunidos durante cincuenta minutos, hablando de los muchos recuerdos que compartían de los tiempos en los que la esposa de Narayan eran la mejor amiga de la madre de Indira. También hablaron de la masacre de Belchi y de la suerte de los intocables. Luego posaron para la prensa. Indira sacó de su bolsa de tela un periódico arrugado y le mostró la foto a su nuera. Era una foto importante para Indira, porque sellaba su reconciliación política. Sonia entendió que su suegra volvía al ruedo.

– ¿Pero… no decías hace menos de dos semanas que te retirabas de la política? -le preguntó Sonia.

– Todavía no he vuelto, y me gustaría no volver, pero ¿cómo puedo retirarme?… Mientras quieran la piel de Sanjay o la mía, tendré que luchar para defendernos.

Alentada, Indira decidió partir al día siguiente a su antigua circunscripción de Rae BareilIy, donde los votantes la habían rechazado contundentemente hacía menos de cuatro meses. Era arriesgado, porque podía encontrarse con multitudes hostiles, ya que ese estado había sido objetivo preferente de la campaña de esterilización, pero, ante su gran sorpresa, miles de personas acudieron a recibirla bajo un sol de justicia. También aquí supo perfectamente lo que tenía que hacer y decir. Sin ambages, pidió perdón por los excesos del estado de excepción, y luego lanzó un ataque contra la coalición Janata, que estaba en el poder. La gente la aclamó aún más cálidamente que en Belchi. Decidió hacer una gira relámpago por varios pueblos del estado, repitiendo el mismo mensaje. En todas partes, el recibimiento era multitudinario. Volvía a casa derrengada, sucia, agotada pero contenta.

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