Javier Moro - El sari rojo
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Nadar contra corriente debilitó a Indira y cayó varias veces enferma, sin conseguir recuperarse de una especie de gripe que le producía fiebres recurrentes. Los golpes que empezó a recibir de sus propios compañeros de partido la hundían aún más en la zozobra. De pronto, su ministro de Agricultura, un conocido líder de la comunidad de los intocables, desertó de sus filas para unirse a la oposición. La vida política del país pareció electrificarse. Una ola de pánico recorrió las filas del Congress. Indira se mantuvo impasible de cara a la galería, pero Sonia adivinaba lo dolida que se sentía. Aquel líder había sido un amigo personal, un compañero de ruta, un bastión del partido. Se llamaba Jagjivan Ram y había reclamado el levantamiento inmediato del estado de excepción. Más tarde, Indira descubriría que la verdadera razón por la que Ram le había dado la espalda era su oposición al límite de edad que Sanjay quería imponer para presentarse a las elecciones. A sus sesenta y ocho años, Ram -y muchos otros- quedaban así fuera de juego. Cuando Indira quiso enmendar el problema, ya era demasiado tarde. Inmediatamente después, una plétora de antiguos camaradas tomaron el mismo camino y luego siguieron los tránsfugas. «Qué extraño que os hayáis callado todos estos meses…», Les dijo Indira, que entendía que las ratas empezaban a abandonar el barco… ¿Pero no sabía ya que la política estaba hecha de traiciones? ¿No decía Churchill que había tres clases de enemigos: los enemigos, sin más; los enemigos a muerte; y los compañeros de partido? Lo que más le dolió fue que su propia tía, Viyaja Lakshmi Pandit, hermana de Nehru, abandonase su retiro político y se lanzase al ruedo denunciando que Indira y el estado de excepción habían «destruido» las instituciones democráticas. Después de hacer esas declaraciones incendiarias, ingresó en una coalición de partidos opositores que se había formado bajo las siglas de Janata Party. Para Indira, más que una traición, aquello fue una humillación. Fue entonces cuando le salió un herpes en la boca que la obligó a hacer sus discursos con medio rostro cubierto por el faldón de su sari. «Lo que me preocupa es que luego me queden cicatrices en la cara», le decía a Sonia mientras ésta le aplicaba un ungüento.
– Estoy cansada de la política -le confesó de sopetón, sin drama, sin exageración, casi sin emoción.
Ver a Indira herida en el alma hizo que Sonia se diese cuenta de que la alta política y las bajas pasiones eran las dos caras de un mismo mundo. Nunca le había atraído, pero ahora, al ver a su suegra traicionada y sufriendo, sentía un rechazo total. A su amiga Pupul, Indira le confesó: «Pelearé estas elecciones y luego dimitiré. Estoy harta. No puedo fiarme de nadie.»
Ante el fortalecimiento de la oposición, Sanjay rogó de nuevo a su madre que cancelase o por lo menos pospusiera la convocatoria. Pero ella siguió en sus trece. Su hijo entonces decidió presentarse como candidato a diputado al Parlamento por la circunscripción electoral de Amethi, vecina de la circunscripción de su madre, Rae Bareilly, en el estado de Uttar Pradesh. Era territorio de los Nehru y los Gandhi, donde la victoria estaba asegurada. De ganar un escaño, Sanjay estaría protegido de la venganza de sus innumerables enemigos por la inmunidad parlamentaria. Maneka y él eran tan ingenuos que en su primer discurso alabaron los resultados de la campaña de esterilización. Fueron abucheados por un grupo de mujeres enfurecidas:
– ¡Nos habéis convertido en viudas! -gritaron-. ¡Nuestros maridos ya no son hombres!
Indira se encontró con reacciones parecidas a lo largo y ancho del país. Un discurso suyo fue interrumpido por una campesina que la increpó: «Todo lo que nos cuenta de su preocupación sobre el bienestar de las mujeres está muy bien, pero ¿qué pasa con las vasectomías? Nuestros hombres se han hecho débiles, y nosotras sus mujeres también.» En un lugar cercano a Delhi, otra campesina a quien pedían el voto sacó a relucir el tema de la esterilización, y lo hizo en un lenguaje sugerente: «¿Señora, de qué sirve un río sin peces?» Por fin Indira se daba cuenta de que en un país de mayoría hindú, que venera el lingam (la piedra fálica) como deidad primigenia y fuente de toda vida, la campaña de esterilización masiva había sido un error monumental. Y sabía que, en política, los errores se pagan.
Después de aquellos viajes extenuantes, Indira volvía a casa con lágrimas en los ojos.
El 20 de marzo de 1977, día de la convocatoria, Pupul fue a verla a su casa. Eran las ocho de la noche y las calles de Nueva Delhi desbordaban de una alegría nunca vista desde las celebraciones de la independencia de los ingleses treinta años antes. Grupos de gente tocaban el tambor, payasos caminando sobre zancos repartían caramelos a los niños, los vecinos bailaban en las calles, olía a la pólvora de los petardos y de los fuegos artificiales… El pueblo soberano había votado y celebraba la caída de la «Emperatriz de la India».
La casa, sin embargo, estaba envuelta en un silencio inquietante. No había ajetreo ni luces ni coches aparcados fuera como en anteriores veladas de citas electorales. No se veían niños ni perros. Un secretario con cara patibular condujo a Pupul al salón decorado en tonos beige y verde claro. Indira estaba sola, y se levantó para saludarla. Había envejecido diez años. «Pupul, he perdido», dijo simplemente. Ambas tomaron asiento, y se quedaron en silencio, uno de los clamorosos silencios de Indira que hacían que las palabras sobrasen.
Sanjay y Maneka estaban en Amethi, su circunscripción. Rajiv y Sonia en su cuarto, muy preocupados. Sabían mejor que nadie en esa casa la animadversión que había producido la Emergency en la sociedad y tenían miedo de las represalias contra su madre, contra su hermano, y contra ellos también. Temían por su seguridad, ahora que Indira tenía que desalojar el poder. A esto se añadían un montón de incógnitas derivadas de la nueva situación: ¿dónde vivir?' por ejemplo, porque era necesario devolver la casa al gobierno. Pero, sobre todo, tenían mucho miedo por los niños. Sonia estaba muy afectada. Ahora sentía el zarpazo de la política en carne propia. Lo había visto venir, pero ¿qué hubiera podido hacer ella para impedir un desenlace semejante? Un sirviente les interrumpió llamando a la puerta:
– La cena está lista.
La mesa del comedor estaba puesta como cualquier día normal. Sonia no podía contener las lágrimas. Rajiv estaba serio, lúgubre, callado. Sólo comieron un poco de fruta, mientras Indira cenaba copiosamente chuletas vegetarianas con verdura y ensalada, como si la derrota no la afectase tanto. Más bien parecía que se había quitado un peso de encima. Nadie abrió la boca. Se oía el ruido de los cubiertos sobre la loza, y el tímido lloriqueo de Sonia. Sólo hubo una interrupción del secretario Dhawan, el compinche de Sanjay, que vino a anunciar unos últimos resultados catastróficos. Sanjay había perdido en Amethi, e Indira en su circunscripción. Lo nunca visto: la derrota era absoluta y total, hasta en su feudo tradicional. Indira no se inmutó y se sirvió fruta de postre.
Pasaron al salón, y siguieron sin abrir la boca, excepto para intercambiar banalidades con un amigo de la familia que vino a acompañarles. Estuvieron así un rato, hasta que Pupul anunció que se iba. Rajiv la acompañó a la puerta.
– Nunca perdonaré a Sanjay el haber empujado a mi madre a esta situación -le confesó-. Él es el responsable de todo.
Pupul le escuchó en silencio. Rajiv prosiguió:
– Le dije a mamá varias veces la verdad sobre lo que estaba ocurriendo, pero no me creyó…
– Circulaban rumores de que si hubiera ganado el Congress, Sanjay habría sido nombrado ministro del Interior y la gente estaba aterrada con eso -le dijo Pupul.
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