Javier Moro - El sari rojo

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Una gran novela de amor, traición y familia en el corazón de la India protagonizada por Sonia Gandi. Una italiana de familia humilde que, a raíz de su matrimonio con Rajiv Gandhi, vivió un cuento de hadas al pasar a formar parte de la emblemática saga de los Nehru-Gandhi.

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Indira no dejó una sola aldea sin visitar. En todas partes, la acogida era muy cálida. Las mujeres se acercaban a acariciarle la cara porque nunca habían visto una piel tan clara. Captaban en sus ojos un entendimiento tácito sobre lo que representaba ser mujer, acarrear el peso de los partos, los niños, el hambre y la muerte. Las más mayores le agradecieron que su gobierno hubiera puesto en marcha programas de ayuda gracias a los cuales fueron capaces de comer arroz por primera vez. Antes, sobrevivían de la recolección de trigo silvestre y muchas no tenían ni para vestirse, iban cubiertas de hojas de banano. Así de remoto y atrasado era Chikmaglur; así de agradecidas eran sus mujeres.

Mientras sus rivales hacían discursos sobre democracia frente a dictadura y recordaban los excesos del estado de excepción, Indira hablaba de la espiral de precios, la escasez de alimentos básicos y la creciente pobreza. En aquel lugar, la Emergency no se había notado. Por si fuera poco, sus contrincantes le allanaron el camino al pifiarla de una manera que sólo hubiera podido darse en la India. En un mitin multitudinario, colocaron un enorme cartel en el que Indira estaba representada en forma de cobra amenazante. Abajo, un texto decía: «Ojo, en estas elecciones una poderosa cobra va a erguirse.» El efecto fue totalmente contraproducente. Los autores de la campaña ignoraban que en Karnataka se veneraba a la cobra, considerado un animal protector de la tierra. Otro cartel mostraba flechas del partido Janata matando a una serpiente llamada Indira. Pero en Chikmaglur, matar a una cobra era considerado de pésimo agüero.

Llovió a cántaros el día de la convocatoria electoral. Aun así, tres cuartas partes de la población acudió a depositar su papeleta. Indira regresó a Nueva Delhi y dos días después, mientras estaba con Sonia y Rajiv en la embajada de la Unión Soviética celebrando el día nacional de la URSS, fue informada de que había ganado por un amplio margen de setenta mil votos. El embajador alzó una copa para brindar por la victoria de Indira. En dos años, la mujer que había sido vencida en las urnas de manera humillante regresaba como diputada al Parlamento por una remota circunscripción del sur.

Cuatro días después, Indira volaba a Londres. Había conseguido un pasaporte diplomático para ella y había querido que Sonia la acompañase. Era la única que podía hacerlo, por disponer de pasaporte italiano. Lo había hecho para que su nuera cambiase de aires y además porque era una manera de agradecerle su dedicación a la familia. En los últimos tiempos, la discordia en casa había alcanzado el paroxismo. El comportamiento errático y descontrolado de Maneka era una fuente de tensión constante. Reaccionaba ante la presión y la incertidumbre estallando en frecuentes ataques de cólera contra todo el mundo, incluido su marido. En una de esas peleas, Maneka se quitó el anillo que Indira le había regalado en su boda y lo tiró al suelo con rabia.

– ¿Cómo te atreves a hacer eso? -saltó Indira-. ¡Ese anillo perteneció a mi madre!

Maneka se fue dando un portazo y Sonia se agachó para recogerlo.

– Lo guardaré para Priyanka -dijo, y en efecto, años más tarde, su hija luciría el anillo de su bisabuela.

El matrimonio de Sanjay y Maneka era explosivo, lo contrario que el de Rajiv y Sonia. En ese curioso hogar, la italiana se comportaba como una perfecta nuera india, y la india como una napolitana exuberante. «En casa reina el caos -confesó Indira a su amiga Pupul-. Pero Maneka tiene apenas veintiún años… Le esperan largas condenas de reclusión a Sanjay. Hay que entenderla y perdonarle su histeria.» La caza de brujas había conseguido que todos tuvieran que pagar un alto precio en desgaste nervioso, hasta el propio Sanjay, en quien habían hecho mella las treinta y cinco querellas criminales presentadas contra él por el Partido Janata en dos años. Un día, mientras la familia desayunaba en casa con unos parientes que estaban de visita, Sanjay protestó porque los huevos no estaban cocidos como lo había indicado y tiró el plato al suelo. Sonia era quien se los había preparado, así que salió de la habitación enfadada. Indira no pronunció una sola palabra de crítica hacia su hijo, aunque se la veía claramente molesta.

Cuando Sonia no podía más, se iba con sus amigas, una de ellas decoradora y otra editora, a comer a un pequeño restaurante chino de Khan Market o al American Embassy Club donde no la reconocían. O salía al jardín con una azada en la mano a cuidar de la huerta. El brécol que había conseguido cultivar causaba sensación entre sus conocidos.

Los diez días del viaje a Londres no fueron vacaciones, pero a Sonia le sentó bien estar fuera de casa. Londres le traía recuerdos de una época muy feliz en su vida. Pensaba que se alejaría del ambiente insoportable de la política india, pero no fue así. La política les perseguía. Indira había aceptado ese viaje para rehabilitar su maltrecha reputación internacional, y fue recibida con gran expectación y mucha desconfianza. Le avisaron de que podría encontrarse con audiencias hostiles en los distintos actos a los que asistiría, de modo que en la primera reunión con parlamentarios, Sonia se temió lo peor.

– Señora Gandhi, ¿qué falló en su estado de excepción? -le preguntó un diputado sin preliminares ni rodeos.

Hubo un largo silencio. Indira se levantó, ajustó el faldón de su sari, y cogió el micrófono.

– Conseguimos enajenar a casi todos los sectores de la comunidad simultáneamente -respondió de manera sencilla y directa.

Su franqueza causó una risotada general y disolvió la tensión del ambiente. Entre los asistentes estaba una mujer que, si bien se encontraba en el lado opuesto del espectro ideológico de Indira, le profesaba una gran admiración. Se trataba de Margaret Thatcher, que estaba a punto de convertirse en primera ministra. Quizás, por ser mujer, entendía la mezcla de fragilidad y firmeza de Indira y comprendía muchas de sus reacciones en el ejercicio del poder. La futura «Dama de Hierro» no tenía reparos en admitir que se encontraba frente a una maestra. Aquel viaje sirvió en gran parte para que Indira recuperase sus credenciales democráticas.

Entre encuentros con la prensa, con representantes de comunidades indias y visitas a políticos ingleses -que irritaban sobremanera al embajador indio- apenas hubo tiempo de ir al teatro y al cine, de hacer compras en Woolworth's y de buscar libros en la famosa librería Foyle's. Esos paseos fueron para Sonia un auténtico bálsamo. En esas calles brillantes de lluvia nadie la reconocía, se sentía segura, no tenía que estar pendiente de la escolta, podía desplazarse a pie y no depender siempre del coche… ¡Qué lujo! A pesar de todas las dificultades de los últimos tiempos, su relación con su suegra era más estrecha que nunca. Sonia no tenía reparo en reconocer que la quería como a una madre. Aunque Indira no lo mostraba abiertamente, su preferencia por Sonia era notoria. Le inspiraba una confianza que nunca podría inspirarle Maneka. Pero a pesar de ello, siempre la defendía, por lo menos en público. «Maneka soporta una gran presión», decía disculpándola. Lo cierto es que Maneka trabajaba con ardor en la causa de su suegra. Había conseguido destapar un escándalo que había afectado al Partido Janata. Fotógrafos de su revista Surya habían conseguido imágenes del hijo del primer ministro, un hombre casado de cuarenta años, en la cama con una adolescente. En un país de hábitos tan pudorosos, ese escándalo tuvo el efecto de poner en ridículo la persecución del Partido Janata contra Sanjay y al propio primer ministro. Maneka estaba muy orgullosa de haber aportado su grano de arena en esta batalla. Pero en su fuero interno, sentía que nunca ocuparía el lugar que ocupaba Sonia en el corazón de Indira, y eso la perturbaba.

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