Javier Moro - El sari rojo

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Una gran novela de amor, traición y familia en el corazón de la India protagonizada por Sonia Gandi. Una italiana de familia humilde que, a raíz de su matrimonio con Rajiv Gandhi, vivió un cuento de hadas al pasar a formar parte de la emblemática saga de los Nehru-Gandhi.

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– ¿Qué se siente al ser de nuevo líder de la India? -le preguntó a Indira un corresponsal europeo. Ella se giró hacia él con una mirada de fuego.

– Siempre he sido la líder de la India -le respondió secamente.

Otro periodista, sorprendido ante la afluencia masiva de gente humilde, comentó a Indira que algo muy bueno debía haber hecho para ellos en el pasado para que acudiesen tantos, a lo que ella replicó de manera un poco críptica: «No, aquellos a los que hemos ayudado están donde no se dejan ver.»

Sanjay se encontraba a su lado, sonriente, envuelto en un chal color salmón, como un joven César. También él había ganado, en la misma circunscripción que le había desdeñado tres años antes. Ahora su poder tendría algo de legitimidad. La vida le sonreía también por otra razón. Maneka se había quedado embarazada unos meses atrás, cuando la situación para ambos era muy dura. Se habían llegado a preguntar qué sentido tenía traer un niño al mundo en medio de tanta amenaza. Ahora ese velo de incertidumbre se alzaba y el futuro se anunciaba radiante. Maneka, muy excitada, departía con periodistas y amigos, luciendo con orgullo su barriga desnuda entre el corpiño y el faldón del sari. Rajiv, Sonia y los niños pululaban por la casa. Parecía de nuevo una gran familia feliz.

Los que habían sido víctimas de las campañas de nacionalizaciones y de abolición de privilegios no compartían ese júbilo. La foto de Indira sonriendo junto a Sanjay, que ocupó las portadas de los principales periódicos en días sucesivos, hizo que más de uno en el inmenso país sintiese un escalofrío de miedo. Madre e hijo volvían a la carga. En sus palacios ya decrépitos, los herederos de los maharajás recibieron la noticia con cinismo… ¿Qué podía quitarles ahora que no les hubiera quitado ya? Era tal el odio que inspiraba Indira en muchas familias de la antigua aristocracia del país que una vez, estando de visita en Bhopal, fue invitada a tomar el té a casa de los herederos de las antiguas begums, que habían gobernado el sultanato durante generaciones. Indira nunca supo que el trozo de tarta de chocolate que degustaba con fruición estaba impregnado de un escupitajo, regalo oculto de la señora de la casa que, nobleza obliga, la atendía por otra parte con la máxima deferencia.

El 14 de enero de 1980, Indira juró el cargo de primera ministra ante el presidente de la República, rodeada de su familia, de algunos amigos y compañeros de partido, en el resplandeciente salón Ashoka del ex palacio del virrey, cuyas pinturas en techos y muros contaban la historia mitológica de la India eterna. Era la cuarta vez que lo hacía en este mismo decorado, cuya grandiosidad evocaba el enorme poder que le otorgaban. Esta vez no juró sobre la Constitución, como en ocasiones anteriores, sino en nombre de Dios. Siempre había sido un poco supersticiosa, al contrario que su padre, pero ahora sorprendía la mención al Todopoderoso. Quizás reconocía en su fuero interno que su regreso al poder se debía más al destino que a sus propios méritos o a los fallos de sus adversarios. Quizás tanto ataque había hecho mella en su coraza, y necesitaba consuelo. Siempre había sentido respeto por lo sobrenatural, herencia que atribuía a su madre, una mujer profundamente religiosa. Desde siempre había escuchado a los astrólogos. Esa misma fecha la había elegido su profesor de yoga, el gurú Dhirendra Brahmachari. Según él, era un día favorable ya que correspondía con el solsticio de invierno del calendario hindú. Desde hacía veinte años este curioso personaje, que también profesaba la astrología, le indicaba los días de buen agüero o nefastos para ciertas actividades. Últimamente su influencia había disminuido mucho. Indira le veía con suspicacia porque la Comisión Shah había sacado a relucir sus tejemanejes y cuestionaba el origen de su fortuna. Aun así, continuaba preguntándole sobre días buenos o malos antes de tomar una decisión. A su edad y después de lo que había vivido, Indira no quería correr riesgos tentando a la suerte.

Justo después de la toma de posesión, Indira fue directamente del palacio del presidente a su antiguo despacho de South Block. No podía contar con la mayoría de sus anteriores ministros y colegas porque la habían traicionado. Tampoco quería rodearse de figuras que la gente pudiera identificar con el estado de excepción. Tuvo que elegir los miembros de su gabinete entre un batiburrillo de diputados sin mucha experiencia, muchos de ellos de entre las filas del Youth Congress de Sanjay. Para sorpresa de muchos y alivio de algunos, no dio ninguna cartera a su hijo, a pesar de su legitimidad validada por las urnas. No quería exponerlo demasiado.

Lo prefería a su lado, quería formarlo, quería verlo madurar bajo su protección. Tenía plena confianza en que Sanjay sería capaz de revitalizar el partido y asegurarse de que se cumplirían los proyectos de desarrollo en las áreas rurales. Y no quería repetir los errores del pasado.

Mientras tanto, Sonia se encargaba de nuevo de la mudanza.

La victoria de Indira significaba que volvían todos al número 1 de Safdarjung Road. Se hacía urgente recuperar espacio. Antes que nada, Indira quiso mandar a una docena de sacerdotes hindúes a purificar la vivienda donde Morarji Desai había residido mientras la había estado persiguiendo. Se había enterado de que su rival era practicante asiduo de la urinoterapia, una ancestral costumbre que consiste en beber todas las mañanas en ayunas un vaso de la primera orina del día. Para asegurarse de que no quedaba un solo vaso del antiguo inquilino en casa, Sonia e Indira se afanaron en recogerlos todos, colocarlos en una caja y devolverlos a la administración. También envió a una cuadrilla de albañiles para que destrozasen el cuarto de baño al estilo indio que su rival se había hecho construir y lo reemplazasen por uno european style, con inodoro y bañera. Cuando se mudaron, parecía que nunca se hubieran marchado de esa casa. «Un aire de renovada elegancia reinaba en todas las habitaciones, que de nuevo estaban llenas de sirvientes y de enormes jarrones de flores que caían en cascada», escribiría Pupul. Sonia volvió a asumir su papel de ama de casa extraordinaria en ese hogar especial, donde había que organizar cenas y recepciones para un continuo desfile de personalidades: Giscard d'Estaing, Mobutu, Yasser Arafat, Andrei Gromyko, Jimmy Carter, etc. Todos venían a estrechar lazos con una de las mujeres más poderosas del mundo.

La vida familiar volvió a ser agradable. La nueva situación y un mayor espacio relajaron el ambiente. Cesaron las peleas y, aún mejor, los silencios. Todos estaban pendientes de Maneka, que estaba a punto de dar a luz. Durante el embarazo, Sonia había hecho las paces con su cuñada de manera tácita. Había optado por olvidar las viejas rencillas, los saltos de humor, los comentarios hirientes para centrarse en su deber de «bahú mayor» -nuera mayor- y ayudar a Maneka con su experiencia. Estuvo pendiente de ella en todo momento. La familia es lo primero. Decididamente, Sonia era ya muy india. Aunque ambas cuñadas eran como el agua y el aceite, consiguieron una especie de entente cordiale. Indira, que no cabía en sí de gozo al pensar en su nuevo nieto, ya le había elegido nombre: Firoz, como su marido. Maneka no estaba convencida, y quería llamarlo Varun. Sanjay zanjó el asunto. El pequeño se llamaría Firoz Varun.

Rajiv ya no tenía que pasar casi todo su tiempo libre, fuera de las horas de vuelo, en la oficina de impuestos del ministerio de Hacienda. De nuevo podía dedicarse a su familia y a sus hobbies, como la fotografía o la radio. Era un padrazo. No se perdía nunca una función del colegio, o la lectura de un cuento si llegaba a casa antes de que los niños estuvieran acostados. La fotografía le distraía mucho; era un relajo después de la concentración que le exigían sus vuelos, a menudo en horas imposibles. Su afición había crecido con el tiempo. Le gustaba experimentar con filtros y con equipos nuevos, no se perdía una exposición y se abonó a revistas especializadas. Animaba a sus hijos a que se aficionasen. Les enseñaba a desarrollar su sensibilidad visual pidiéndoles que identificasen varios tonos de verde en el jardín. Más tarde, aconsejaba a su hijo a que anotase el tiempo de exposición y la velocidad a la que tomaba las fotos para poder corregirlas y mejorar. Su cámara estaba siempre presente en todas las ocasiones especiales: cumpleaños, aniversarios, celebraciones familiares, etc., y si estaba en casa cuando algún fotógrafo venía a retratar a su madre, cogía su cámara y participaba en la sesión. Siempre disfrutó de un compañerismo especial con los fotógrafos. A su madre le regaló un álbum en miniatura plegable que ella llevaba consigo en todos sus viajes. «Rajiv, ponme fotos más recientes», le pedía reiteradamente cuando se cansaba de ver siempre las mismas. A Indira le encantaban las fotos de sus nietos. Elegía las que le gustaban en las hojas de contactos y le pedía a Rajiv que las ampliase y las enmarcase. Su despacho estaba lleno.

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