Javier Moro - El sari rojo
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Por las noches, Rajiv se encerraba en su taller y establecía contacto con radioaficionados del mundo entero. Había comprado un transmisor de radio en kit automontable y nada le hacía más feliz que conectar con Pier Luigi allá en Orbassano, el amigo de la infancia de Sonia, las noches claras sin interferencias. Protegido por el anonimato, hablar por radio con gente del mundo entero era otra forma de viajar y, al mismo tiempo, de olvidarse de sí mismo y de relajarse.
El 16 de febrero de 1980, un mes después de la toma de posesión de Indira, ocurrió en la India un fenómeno extraordinario que no se repetía desde hacía casi un siglo: un eclipse total de sol. Rajiv instaló un telescopio en el jardín, ayudado por Rahul y Priyanka, que estaban muy excitados con la idea. Además disponían de gafas negras, que Rajiv había conseguido de un colega piloto. Sanjay se entretenía ajustando los mandos de un avión controlado por radio. La afición al aeromodelismo le había venido después de que el gobierno le retirase su licencia de piloto sin mediar razón alguna. Ahora estaba a la espera de recuperarla para volver a lo que se había convertido en su afición favorita: volar. Quedaba lejos la pasión por los coches, sepultada por el fiasco del Maruti. Pupul, que había sido invitada por su amiga a presenciar el acontecimiento, tomaba una taza de té en la veranda. Cuando se acercó la hora del eclipse, Indira, influenciada por las sombrías predicciones de conocidos astrólogos que habían anunciado en los periódicos terremotos, inundaciones y desastres de todo tipo, mandó a Maneka a su cuarto. Considerado como una amenaza directa hacia el niño no nacido, ninguna mujer embarazada debía exponerse a su nefasta influencia. Aun en asuntos que nada tenían que ver con la política, Indira estaba en sintonía con su electorado. La mayoría de la gente optó por esconderse en sus chozas. Los hindúes no salen a la calle durante los eclipses, considerados perjudiciales porque, simbólicamente, la luz se oculta. Unos ayunaron, otros realizaron ofrendas o recitaron mantras para conjurar el peligro. Cuando la luna empezó a invadir el sol, una misteriosa luz envolvió la casa y el jardín y las sombras desaparecieron. Indira se levantó, y fue a encerrarse en su habitación hasta el final del fenómeno. Su gurú Brahmachari le había dicho que el eclipse era especialmente peligroso para ella y para Sanjay, y ella prefirió creerle. Rajiv, Sonia y los niños, todos con gafas negras, asistieron extasiados al paso de la luna delante del sol. Pupul siguió a Indira a su cuarto. «Ésta no era la Indira robusta de los días anteriores al estado de excepción -pensó-. Me sorprendió lo influenciada que estaba por el ritual y la superstición. ¿De qué estaba asustada? ¿Qué sombra, qué oscuridad caminaba junto a ella?»
Los meses siguientes estuvieron marcados por la armonía familiar y la felicidad de volver a disfrutar de una vida normal. Las atenciones que Maneka recibía de parte de su suegra, de su cuñada y de su marido, que la acompañaba a todas las revisiones médicas porque decía que el sufrimiento físico la aterraba, la hacían sentirse en la gloria. Al igual que su hermano Rajiv, Sanjay participó en todo el proceso del parto. Firoz Varun nació el 13 de marzo de 1980 sin mayor problema. Fue la guinda del pastel de la bonanza familiar. A partir de ese momento, la pizpireta Maneka empezó a disfrutar de su papel de madre y esposa, aconsejada por Sonia, en quien recayeron los primeros cuidados del niño. Indira estaba tan contenta que lo reclamó en su cuarto para dormir con él. Le daba igual no pegar ojo.
De nuevo Sanjay, por la proximidad a su madre, disfrutaba de un poder irresistible. Se inmiscuía en todos los aspectos de la vida india, desde los corredores aéreos de la capital a la congestión en los hospitales, desde los planes de desarrollo rural a la protección de los animales, causa favorita a la que su mujer le había arrastrado. Corría el bulo por Nueva Delhi de que antes de un año, sería primer ministro, pero su madre no estaba dispuesta a ello. Cuando los miembros de la asamblea legislativa del Congress de Uttar Pradesh eligieron a Sanjay como su líder, le pidieron a Indira que le nombrase jefe de gobierno de ese estado, el mayor del país. Maneka ya se veía disfrutando de las prebendas que venían con el cargo, incluido vivir en un palacio cargado de sirvientes. Pero Indira se negó rotundamente. A los admiradores de su hijo les dijo que le quedaba mucho por aprender antes de poder hacerse cargo de semejante responsabilidad. Sanjay protestó y discutió con su madre, pero ella no dio su brazo a torcer. Al final, él se tranquilizó y no volvió a insistir.
Aunque seguía rodeado de una corte de aduladores, Sanjay no era el mismo de antes. Hasta sus detractores empezaron a admitir que, en efecto, poseía cualidades que el país necesitaba en ese difícil trance. Reconocían su enorme capacidad de trabajo y su probada aptitud para tomar decisiones duras e impopulares. En realidad, le estaba ocurriendo lo que le había ocurrido a su abuelo Nehru y a Indira. Todos en la familia habían tardado tiempo en madurar como adultos, y lo habían conseguido después de enfrentarse a grandes desafíos. A los treinta y tres años, Sanjay estaba en camino de convertirse en un hombre responsable, sin las estridencias ni los comportamientos aberrantes del pasado. Su madre estaba convencida de que, después de un buen aprendizaje político, su hijo pasaría de ser un joven inexperto e impulsivo a un político visionario y enérgico. Tenía los genes para lograrlo, pensaba ella. Lo increíble es que muchos en la India también lo creían así, algo impensable hacía tan sólo seis meses. O el país se había vuelto amnésico o el tirón popular de los Gandhi seguía representando la única posibilidad de salvación para millones de indios.
Rajiv, Sonia y sus hijos pasaron esos meses soñando con las vacaciones. Habían decidido pasar unos días en Italia, y tenían pensado hacerlo en junio, cuando arrecia el calor en Nueva Delhi. Pensaban coincidir con su amigo el actor indio Kabir Bedi, que en aquellos años era mundialmente conocido por su papel estelar en la serie Sandokán, y que había prometido visitarlos. Además esta vez pensaban viajar por el norte de Italia. Tenían pensado alquilar un coche y visitar la región de Asiago y la aldea de Lusiana, donde había nacido Sonia. Quería enseñar a los niños el lugar donde se había criado, presentarles a los vecinos y a los parientes que todavía quedaban allí. Una zambullida en las otras raíces familiares.
El día de la partida, antes de despedirse, Maneka le enseñó a Sonia una bolsa, que contenía algo que había comprado, con intención de empezar a usarlo.
– No te lo vas a creer…
– ¿Y qué es? -preguntó Sonia, intrigada.
Maneka sacó de una bolsa un libro de recetas de cocina. Les entró una carcajada a ambas. Fue la última vez que se las vio reír juntas.
26
De no haber sido interrumpidas, hubieran sido unas vacaciones perfectas: relajadas, divertidas e interesantes. Los niños perfeccionaron su italiano, Sonia se puso al día en sus compras de ropa europea y Rajiv hizo lo mismo con su material fotográfico. Al final, ni siquiera tuvieron que alquilar un coche, su hermana Anushka les prestó un descapotable que hizo las delicias de los niños. En él recorrieron el norte de Italia, en la dirección opuesta a la del patriarca Stefano cuando había abandonado su pueblo natal de Lusiana en busca de un futuro mejor en el cinturón industrial de Turín. Treinta y cinco años después, su hija y sus nietos volvían a los montes Asiago, como una familia normal de italianos en vacaciones. De camino, se detuvieron en el bellísimo lago de Garda, rodeado de olivares, campos de limoneros y tupidos bosques de cipreses, pasearon en Verona por las anchas calles de mármol rojo, se dejaron seducir por el encanto de Venecia y se bañaron en las playas del Adriático. Ascendieron los montes Asiago por un paisaje que reflejaba el esplendor de la primavera. Flores silvestres malvas, blancas y amarillas crecían en la cuneta de la carretera que serpenteaba entre bosques de abedules. Los campos donde pacían las vacas se habían vestido con un verde intenso y al fondo los Alpes les recordaba la vista del Himalaya desde la planicie. En Lusiana, la aldea original de la familia, el aire era cristalino, apetecía beberlo, la temperatura era perfecta. ¡Pensar que ahora en Delhi, la abuela, los tíos y sobre todo el pequeño Firoz estarían soportando 45 grados a la sombra, a la espera de la llegada de las lluvias! Desde el coche, Priyanka y Rahul se reían leyendo los rótulos de los negocios: «Panadería Maino», «Trattoria Maino», «Café Maino», «Gasolinera hermanos Maino»… ¡Cómo habían prosperado las diferentes ramas de la familia desde los tiempos de la posguerra!, pensó Sonia. Fueron recibidos con enorme cariño y curiosidad: todos querían conocer a la hija pródiga del pueblo cuyo destino extraordinario seguían a través de la prensa. A todos les sorprendía lo mismo: la sencillez de la familia. Sonia iba vestida con gusto, con pantalones ajustados y camisetas sin mangas, un lujo que no podía permitirse en la India, donde una mujer podía enseñar la tripa pero estaba mal visto que enseñase los hombros. Se hicieron fotos frente a la casa de piedra familiar, la última de la Rua Maino, que llevaba tres décadas deshabitada. Fueron espléndidamente agasajados, tanto que no disponían de tiempo para aceptar todas las invitaciones, todas las visitas.
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