Javier Moro - El sari rojo
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Mientras caminaban por Oxford Street, haciendo compras de última hora para los niños, ni Sonia ni Indira podían imaginar que en Nueva Delhi el gobierno estaba haciendo un último y desesperado esfuerzo por derribarla de nuevo. A medida que se afianzaba su resurrección política, se multiplicaban comisiones de investigación para intentar vincularla a toda clase de delitos. Las acusaciones iban de lo macabro a lo absurdo, de «conspirar para matar a un ex ministro» (que en realidad había fallecido de muerte natural) a «desviar fondos y enriquecerse ilícitamente» (lo que era obviamente falso). Quizás el más absurdo de los cargos fue el de haber robado cuatro gallinas y dos huevos, una acusación que la obligó, nada más volver de Londres, a viajar al lejano estado de Manipur, en el este de la India, un viaje de tres mil kilómetros, para presentarse ante el juez local. El caso fue sobreseído e Indira regresó a Nueva Delhi.
En el Parlamento, donde era recibida entre gritos y vítores, el Comité de Privilegio, un grupo que vigilaba el abuso de poder de los gobernantes, había presentado una moción contra Indira, acusándola de haber hostigado, cuando era primera ministra, a cuatro funcionarios que investigaban la Maruti Limited. El informe concluyó que era culpable, pero antes de que fuese tramitado ante la justicia, los cabecillas del Partido Janata decidieron castigarla, haciendo uso de su mayoría en la cámara. Aprobaron una resolución del Parlamento pidiendo que «Indira fuese encarcelada una semana, y en consecuencia expulsada de la cámara». Ahora los que estaban cometiendo abuso de poder eran los propios gobernantes. La condenaban antes de haber sido juzgada. Era puro revanchismo, que se explicaba por el miedo que tenían de verla resurgir. Una cosa era tener a Indira recorriendo el país, otra bien distinta era tenerla pregonando en el Parlamento. De modo que utilizaron una triquiñuela para sacarla: primero encarcelada, lo que no era del todo legal, para luego aplicar la ley que expulsaba automáticamente del Parlamento a todo el que estuviera condenado a alguna pena de prisión. En realidad, cruzaron la raya de la legalidad. y lo hicieron justo el día en que en Pakistán, el ex primer ministro Zulfikar Ali Bhutto se presentaba ante el Tribunal Supremo para defenderse de una condena a muerte dictada por un tribunal inferior y urdida por Zia Ul Haq, un general golpista que había organizado un simulacro de juicio. La sombra de esa sentencia injusta llegaba hasta Nueva Delhi amenazando a Indira y a su hijo. Si los gobernantes se saltaban las reglas del juego, todo se hacía posible en aquel ambiente de linchamiento. Al actuar de manera ilegal, los enemigos de Indira arramblaban con los últimos vestigios de la superioridad moral con la que habían asumido el poder como representantes de una nación traumatizada por la experiencia del estado de excepción. De pronto, eran ellos los que se convertían en tiranos que encarcelaban sin juicio, subvirtiendo así los deseos del electorado.
Bajo la bóveda del Parlamento, Indira se defendió con pasión y furia controladas: «Nunca antes en la historia de ningún país democrático un solo individuo, que lidera el principal partido de oposición, ha sido objeto de tanta calumnia, difamación y vendetta política por parte del partido en el poder.» Volvió a decir que sentía profundamente los excesos del estado de excepción: «Ya he expresado mis disculpas en muchos foros públicos y lo vuelvo a hacer ahora.» Sus palabras eran frecuentemente interrumpidas por un estruendo de vivas y abucheos que resonaban con fuerza en la cúpula cóncava del edificio:
– Soy una persona pequeña, pero siempre he sido fiel a ciertos valores y objetivos. Cada insulto contra mí se volverá contra vosotros. Cada castigo que me inflijáis me hará más fuerte. Mi voz no podrá ser silenciada porque no es una voz aislada. No habla de mí, una mujer frágil y sin importancia. Habla de cambios significativos para la sociedad, cambios que son la base de la verdadera democracia y de una mayor libertad.
Terminado el discurso, Indira se levantó y, dando la espalda a los diputados, caminó hacia la salida. Al llegar a la puerta, se dio la vuelta y les miró largamente. Unos estaban sentados con las piernas cruzadas, envueltos en sus kurtas de algodón blanco y en sus chales de pashmina, otros llevaban el gorro característico que usaba Nehru, otros el fez musulmán; muy pocos vestían a la occidental. Parecía una corte oriental antigua y abigarrada. Levantó el brazo, con la mano extendida que era el símbolo de su partido:
– ¡Volveré! -dijo.
Sonia había preparado una pasta exquisita para cenar. Además, de postre había crema de guayaba y pastelitos de mango de Allahabad, que le gustaban mucho a Indira porque le recordaban a su infancia. Llegó con una hora de retraso, agotada. Los rasgos de su rostro reflejaban la tensión que acababa de vivir.
– En cualquier momento vendrán a por mí… -les dijo a Rajiv y Sonia, antes de contarles lo sucedido en el Parlamento.
Sonia no consiguió probar bocado. Como ocurre muchas veces, las personas cercanas sufren más que las propias víctimas. El miedo volvió a apoderarse de su alma, mezclado con una desagradable sensación de inseguridad, como si estuvieran viviendo sobre arenas movedizas dispuestas a engullirlos a todos. De nuevo Indira sería arrestada, esta vez no dormiría en una comisaría, sino en la cárcel. Sus enemigos habían ganado una batalla. Rajiv y Sonia estaban abatidos.
– ¿Por qué no llamas a Priyanka y jugamos una partida de scrabble? -preguntó entonces Indira. Le encantaba jugar con su nieta, que era muy despierta y ganaba un buen porcentaje de veces… Qué mejor compañía que la de la niña de sus ojos en esos momentos de incertidumbre.
25
Al día siguiente, Indira fue arrestada a la salida del Parlamento, en medio de una enorme manifestación de apoyo y gritos de «¡Larga vida a Indira Gandhi!». Esta vez no pidió ser esposada. El furgón celular donde la introdujeron se abrió paso con gran dificultad entre la muchedumbre. Fue conducida a la cárcel de Tihar, cuya sola mención era capaz de amedrentar a los criminales más aguerridos. Pero contrariamente a las maharaníes de Jaipur y Gwalior, no fue encerrada en una celda en compañía de prostitutas y delincuentes comunes. La metieron en los mismos barracones donde había estado preso el jefe de la oposición cuando el estado de excepción. Estaba sola, todo un privilegio. Dos matronas se turnaban para vigilarla. Cuando le trajeron algo de comer, se negó a probar bocado.
– No pienso comer nada que no haya sido traído por mi familia -dijo de manera perentoria, sabiendo que sólo podía fiarse de las manos de Sonia. La matrona salió y fue a discutir con su superior. Como siempre en la India, fueron largas conversaciones que duraron un tiempo interminable.
Mientras tanto, Indira se dedicó a observar la celda. Se oía la algarabía del patio y de las otras internas. Era espaciosa y en general estaba mejor de lo que se había esperado. Disponía de un camastro de madera, sin colchoneta, y había barrotes en las ventanas, aunque carecían de cristal o persianas. Hacía mucho frío. A finales de diciembre, la temperatura puede bajar de cero por la noche.
Indira estaba tapando el hueco de la ventana con una manta para protegerse del frío y para procurar algo de intimidad cuando regresó la matrona.
– Tiene una visita.
Sonia y Rajiv la estaban esperando en el locutorio, una sala grande con paredes desconchadas, algunas mesas y sillas metálicas y mucha gente, la mayoría pobres, hombres jóvenes y huesudos que venían a ver a sus esposas y madres encerradas. La parte baja de las paredes estaba manchada de rojo, vestigio de los innumerables escupitajos de todos los que mascaban hoja de betel. Olía a orines y a incienso rancio. Como ya habían venido a visitar a Sanjay, estaban curados de espanto. Pero parecían muy afectados, y fue Indira quien tuvo que levantarles el ánimo.
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