Javier Moro - El sari rojo

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Una gran novela de amor, traición y familia en el corazón de la India protagonizada por Sonia Gandi. Una italiana de familia humilde que, a raíz de su matrimonio con Rajiv Gandhi, vivió un cuento de hadas al pasar a formar parte de la emblemática saga de los Nehru-Gandhi.

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El avión aterrizó en Delhi a las dos de la madrugada. Una oleada de calor intenso les dio la bienvenida. La capilla ardiente estaba instalada en la casa de Safdarjung Road donde una fila de gente -ministros, amigos, desconocidos- había desfilado durante todo el día ante los restos mortales, ordenadamente y en silencio. Indira, muy nerviosa, había estado yendo de una habitación a otra toda la noche, preguntando si había noticias de los que estaban viajando, porque inconscientemente temía que otra desgracia pudiera suceder.

Rajiv, Sonia y los niños ya habían sido informados de lo que iban a encontrarse pero, aun así, el shock de llegar a casa en esas condiciones les impresionó vivamente. Cuando vieron el cuerpo de Sanjay tendido en un féretro en el salón, en medio de aquellas paredes donde parecía que todavía retumbaba el eco de su risa franca y nerviosa, Rajiv y Sonia se derrumbaron. Y cuando Indira vio a Rajiv llorando desconsoladamente, también rompió a sollozar. Una vez recuperada la serenidad, Sonia observó a Indira: tenía los ojos enrojecidos e hinchados detrás de sus gafas de sol, la tez color de ceniza, andaba un poco encorvada, como si le costase mantenerse erguida. «¿Después de esto, adónde voy, hija?», le preguntó con la voz rota. Lo había dicho apretando las manos sobre la tripa, en un gesto que las campesinas pobres hacen cuando lloran a sus muertos. Volvieron a abrazarse, y estuvieron largo tiempo en silencia. Hacía menos de diez días, Indira había instalado a Sanjay en su primer despacho oficial, después de haberlo nombrado secretario general del partido. Ahora, de pronto, sólo había un cuerpo yaciente: se había quedado sin hijo, sin compañero, sin consejero y sin sucesor. Luego Sonia vio a Maneka, cuyos movimientos parecían inconexos. Se había pasado todo el día llorando, repitiendo: «Sanjay no, por favor… Cualquiera menos Sanjay…» Rajiv la abrazó y le dijo unas palabras de cariño. Sonia tampoco pudo reprimir las lágrimas al abrazarla. Los niños, cansados y conmocionados, aguantaban estoicamente. El llanto lejano de su primo el pequeño Firoz Varun rasgó el silencio.

En seguida Sonia se puso a atender a los que estaban velando el cuerpo. Ayudó a colocar colchonetas en el suelo para que todos los amigos y familiares cercanos pudieran descansar. También se aseguró de que hubiera té, tostadas y dulces.

Después de la efusión del reencuentro, Indira les contó los pormenores del ritual funerario que había organizado para el día siguiente.

– Haremos la cremación en Shantivana, junto al mausoleo del abuelo…

– No creo que sea buena idea, mamá -sugirió Rajiv-. ¿No sería más prudente hacer un funeral privado, más restringido?

– Quizás, pero el jeque Abdullah, jefe de gobierno de Cachemira, y todos los jefes de gobierno estatales me han pedido un funeral memorable.

– Sanjay no tenía un cargo oficial en el gobierno. Puede causarte problemas hacerle unos funerales de Estado. ¡Imagínate las protestas!

– Lo sé. Pero también es verdad que Sanjay tenía muchos seguidores, y no quiero decepcionarlos. Sería como decepcionarlo a él.

Rajiv dejó de insistir.

La cremación tuvo lugar al día siguiente, a orillas del río Yamuna. Era demasiado cerca de donde había tenido lugar la cremación de Nehru, el padre de la nación, y su hijo, por mucho que Indira no quisiese verlo, no merecía los mismos honores que su padre. Muchos vieron en este gesto de Indira otro signo de abuso de poder. De nuevo, había desoído el consejo de Rajiv para que eligiese otro sitio, no ese lugar sagrado de peregrinación para millones de indios. Pero Indira se dejó llevar por la insistencia de los compañeros de Sanjay. No tuvo fuerzas para luchar contra ellos, y seguramente estaba de acuerdo en rendir un homenaje desmedido a su hijo, como si así pudiese compensar un poco su pérdida.

Indira, los ojos y toda la pena que contenían protegidos por sus enormes gafas de sol, estaba sentada junto a Maneka en primera fila, frente a la pira. Sonia, vestida con un sari blanco inmaculado, sollozaba mientras recordaba los días de recién casada cuando su cuñado, su marido y ella eran un trío inseparable. Detrás, se veía gente hasta la línea del horizonte. A Rajiv le tocó cumplir con los ritos: plantó la antorcha en el fuego y dio varias vueltas alrededor del cadáver de su hermano, al son de los mantras que entonaban los sacerdotes hindúes. Su hijo Rahul le miraba con cierta aprensión. Su padre le había dicho que le tocaría a él, como primogénito, llevar a cabo los ritos de la cremación cuando, por ley de vida, uno de sus progenitores dejara este mundo. Hasta ese día, nunca el chico había pensado que eso podía ocurrir.

Por la tarde, Rajiv llevó las cenizas de su hermano en una urna de cobre para enterrarla bajo un árbol en el jardín de Akbar Road. Al ver la urna, Indira no pudo contenerse más y rompió en sollozos. Por primera vez, lloró desconsoladamente y sin inhibición en público. Rajiv la abrazó y la sostuvo en pie, porque la mujer, literalmente, se derrumbaba. Su dolor parecía no tener límite. Sonia se había enterado de que la mañana de la tragedia Indira había abandonado el hospital donde los médicos remendaban el cadáver de Sanjay para regresar al lugar del accidente. Había regresado dos veces. Las malas lenguas decían que había ido a buscar el reloj y el llavero de Sanjay porque una de las llaves era con certeza la de alguna caja fuerte llena de todo lo que debía haber robado el hijo pródigo. En la tapa del reloj, siempre según los rumores, estaría grabado el número de una cuenta secreta en Suiza. Pero era pura patraña. A Indira no le interesaban los objetos personales, que además ya habían sido recogidos por la policía. En el fondo, lo que hacía era buscar a su hijo; intentaba inconscientemente recuperarlo a él, no sus cosas. Hurgando con la mirada entre los hierros calcinados, Indira se había dado cuenta de la enormidad de la pérdida. Todos sus sueños, sus grandes planes de futuro también se encontraban hechos añicos entre las ruinas de la avioneta.

Bajo la sombra del árbol del jardín, Indira consiguió controlar el llanto y recuperarse con asombrosa rapidez. Luego fueron al salón. El lugar donde había estado colocado el cuerpo estaba ahora cubierto de flores de jazmín. Se sentaron en el suelo de esa habitación que olía bien y parecía purificada, las piernas cruzadas y en silencio, escuchando cantar a los sacerdotes versículos del Ramayana, la gran epopeya del hinduismo.

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En los días siguientes, los simpatizantes de Sanjay erigieron estatuas en su memoria, bautizaron calles y plazas con su nombre, así como barrios enteros, escuelas, hospitales y hasta centrales hidroeléctricas. El país entero vivió con frenesí un culto póstumo a la personalidad del hijo pródigo que los más aduladores llegaron a comparar con Jesucristo, Einstein y Karl Marx. Ese despliegue de supuesto afecto era más un intento desesperado por parte de sus aliados y compinches políticos de seguir con sus privilegios y mantenerse cerca del poder, próximos a Indira, que una demostración auténtica de dolor nacional. Muchos otros, entre los que se encontraban las antiguas víctimas de su política de control de la natalidad, vivieron esa muerte con alivio. Para ellos, había sido un accidente providencial, que había ahorrado al país el cruel destino de tener a Sanjay de primer ministro, lo que todos pensaban que iba a ocurrir tarde o temprano.

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