Javier Moro - El sari rojo
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Inevitablemente, y ante la desazón de Sonia, todas las miradas se iban dirigiendo hacia el heredero natural, Rajiv. Indira tenía sus dudas: «Nadie puede ocupar el lugar de Sanjay -confesó a su amiga Pupul-. Era mi hijo, pero también me ayudaba como un hermano mayor.» Veía a Rajiv demasiado blando y sensible para el mundo de la política. Además, estaba casado con una extranjera, lo que era considerado, en términos de política nacional, como un obstáculo infranqueable. Y si dimitiese de Indian Airlines, ¿de qué viviría? Sanjay era muy frugal, en cambio a Rajiv y Sonia les gustaba vivir bien, a la europea, sin excesos pero confortablemente.
En este escenario de una familia herida en la cúspide del poder, no sólo decidían los individuos, por muy poderosos que fuesen. Tan importante como la voluntad de Indira era la opinión de sus acólitos, sus amigos, sus parientes, sus compañeros de partido, sus consejeros, sus aduladores, sus gurúes, el país entero. Después de haber entonado la marcha fúnebre a raíz de la muerte de Sanjay, ese coro de voces empezó a salmodiar una melodía familiar, la misma que sonó cuando Indira fue llamada por primera vez a presidir el partido o cuando la cortejaban para que aceptase cualquier cartera en el primer gobierno después de la muerte de su padre. La misma voz que en su día le había dicho «eres la hija de Nehru, demasiado valiosa para no tenerte en el gobierno», reclamaba ahora un sucesor, como si en lugar de una democracia se tratase de una antigua corte imperial. Era un coro tan antiguo como la India misma, cuya mitología contaba la historia de una saga ininterrumpida de monarcas hereditarios. Era un llamamiento que venía de lo más profundo de ese país continente, tan inclinado a confundir el poder temporal con el divino. Como en las tragedias de la Grecia clásica, el coro reclamaba una víctima propiciatoria. Había que responder a la necesidad apremiante que el pueblo tenía de estabilidad, de continuidad y, ¿por qué no?, de eternidad. Eso sólo lo garantizaba una dinastía.
En cuanto a Rajiv, se mantenía lo más distante posible. Su relación con su madre era diferente a la de Sanjay. El cariño era muy profundo, pero casi británico en las formas, sin apenas relación íntima. Él no se ofreció espontáneamente a ayudarla, y ella tampoco se lo pidió nunca, por lo menos directamente. Pero cuando Indira se fue dando cuenta de la enormidad del vacío que había dejado Sanjay, así como de la apremiante necesidad que tenía de apoyo y proximidad física, le confesó un día a su amiga Pupul: «Rajiv carece del dinamismo y de las preocupaciones que tenía Sanjay, pero podría serme de una gran ayuda.» «…Podría serme de una gran ayuda»: no se necesitaban más palabras para poner en marcha el engranaje que el coro de voces había anunciado ya.
Fueron los amigos de la familia los que empezaron a hablarles, a él y a Sonia, de la soledad de Indira, de la necesidad que tenía de apoyarse en alguien en quien pudiera confiar a ciegas, de contar con una persona que le mantuviera abiertas las ventanas del mundo… y ese alguien sólo podía ser su hijo. Sonia se rebelaba contra esa idea.
– Sabemos lo que es la política, el supuesto glamour, la adulación -decía alterada-. Hemos visto de cerca a los políticos, con su doble lenguaje, el peloteo constante, las manipulaciones, las traiciones' la inconstancia de los medios y de la gente… Hemos visto lo que el poder ha hecho con Sanjay y Maneka. Sabemos perfectamente cómo será la vida de Rajiv si se mete en política.
Su marido callaba; y quien calla, otorga. Estaba completamente de acuerdo con los argumentos de Sonia. Pero no podía impedirlo: la imagen de su madre, sola, destrozada, con el fardo de un país como la India a sus espaldas, le pesaba en la conciencia.
La situación de Indira con Maneka, después del artículo que salió en el periódico, no podía mejorar. La joven se puso nerviosa al sentir la hostilidad de su suegra y que su presencia no era deseada. Había vivido su vida de casada en medio de un ambiente de altísima excitación política, y ahora no estaba dispuesta a hundirse en el anonimato. Se daba cuenta, aunque no era capaz de verbalizarlo, de que ésa era la condición que tenía que cumplir para convivir con Indira bajo el mismo techo. Era el precio de la paz. Pero ella no era Sonia, aborrecía la simple idea de ser un ama de casa, de pasarse el día encerrada entre cuatro paredes dando órdenes a los sirvientes o recibiéndolas de su suegra. Ocuparse del niño, con la ayuda que las familias pudientes tienen a su alcance en la India, le dejaba mucho tiempo libre. Durante todos estos años, había observado cómo funcionaban su marido y su suegra, cómo planificaban cada maniobra con mucha antelación, y ella también empezó a planear su futuro, empujada por su propio coro de voces, la de su familia y la de los antiguos amigos de Sanjay. «¿Por qué no tendrías tú derecho a ser la heredera de tu marido? ¿Acaso no le has dado los mejores años de tu vida? ¿Acaso no has participado en todo lo que él ha hecho? ¿Acaso no te quería? Tú sabes más de política que su hermano…» Querían que reaccionase antes de que Rajiv fuera obligado a hacerlo. Y el coro de voces hacía mella en el espíritu maleable de la joven.
El libro sobre Sanjay fue el caballo de batalla de las relaciones entre Indira y Maneka, que casi no se atrevía a hablar con su suegra. La notaba distante y fría, y le tenía más miedo que nunca. Cuando iba a dirigirse a ella, no le salían las palabras, como cuando llegó a esa casa. Sólo obtenía de Indira la atención debida cuando hablaba del niño. Del resto, nada. Un día, se atrevió por fin a sugerirle la idea que le rondaba por la cabeza.
– Como te he visto tan atareada, he pensado que, para quitarte trabajo, en lugar de que escribas el prólogo, mejor que lo haga el periodista Kushwant Singh basándose en una entrevista contigo.
Indira se la quedó mirando largo rato, en uno de sus silencios que no dejaban presagiar nada bueno.
– Ni hablar -le dijo por fin-. Eso tenías que haberlo hecho inmediatamente después de la muerte de Sanjay. Yo hubiera tenido tiempo entonces de escribir algo. Pero no me consultaste. Ahora no voy a escribir nada y ese hombre no me va a entrevistar.
Era su peculiar venganza contra el artículo que tanto la había irritado. Era también una manera de poner a su nuera en su sitio. Había empezado la guerra.
Maneka salió destrozada de la entrevista con su suegra. «Si no escribe el prólogo, nunca más le dirigiré la palabra», amenazaba a todo el que quisiese oírla. Luego, en la soledad de su cuarto, se puso a llorar. La maqueta del libro, con fotos que había escogido con sumo cuidado y amor, estaba desplegada sobre su cama. «¿Por qué no quiere ayudarme? ¿Acaso no se trata de su hijo?», se preguntaba entre lágrimas.
Cuando se hubo calmado, Maneka intentó una última aproximación. Llevó la maqueta del libro al cuarto de Indira y la dejó encima de su cama. Quizás, al verla, su suegra recapacitaría.
Habían pasado más de seis meses desde la muerte de Sanjay, y volver a ver esas fotos después de una jornada agotadora en el Parlamento conmocionó profundamente a Indira. La cara de ángel que Sanjay tenía de pequeño, las fotos de sus juegos de niño, de cuando acariciaba a su mascota preferida -su tigre-, de sus coches de juguete, de sus paseos a caballo con Nehru, de él e Indira abrazados… todo ese pasado que de pronto volvía a borbotones, como una herida reabierta, la dejó emocionalmente devastada. No pegó ojo en toda la noche. A su amiga Pupul le dijo que el libro estaba bien concebido, pero que estaba decidida a no escribir el prólogo. «Había borrado a Maneka de entre sus seres queridos», escribiría Pupul, que observó un detalle simbólico y revelador: la puerta que daba al cuarto de Sanjay estaba cerrada y la que daba al cuarto de Rajiv, abierta. Indira había pasado una página de su vida y se disponía a abrir otra.
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