Javier Moro - El sari rojo

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Una gran novela de amor, traición y familia en el corazón de la India protagonizada por Sonia Gandi. Una italiana de familia humilde que, a raíz de su matrimonio con Rajiv Gandhi, vivió un cuento de hadas al pasar a formar parte de la emblemática saga de los Nehru-Gandhi.

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Volvieron a Orbassano, donde Stefano y Paola les esperaban con muchas ganas. Lo habían pasado tan mal siguiendo la actualidad de la India durante los últimos años que ahora sentían un pellizco en el corazón cada vez que su hija y sus nietos se marchaban, aunque fuese al Véneto o simplemente a pasar la tarde a Turín. A esa inquietud se añadía la que sentían por su hija pequeña, Nadia, que se había casado con un diplomático español que acababa de ser destinado a Nueva Delhi. Por un lado, estaban contentos porque las dos hermanas iban a hacerse compañía; por otro, no les gustaba tenerlas tan lejos. Bromeaban diciendo que no podían escapar del karma de la India. La hija mayor, Anushka, que vivía en el piso de debajo del chalet de Via Bellini, tenía la intención de abrir una tienda de artesanía india en un centro comercial próximo a Orbassano. A su hija mayor le había puesto de nombre Aruna.

Rahul y Priyanka también estaban felices de volver a casa de los abuelos, precisamente porque sus primos, los hijos de Anushka, vivían abajo, de modo que los niños lo pasaban en grande en esa gran casa familiar, jugando en el jardín o en la calle. Jugaban a lo mismo que Sonia de niña, cuando dibujaba con una tiza en el asfalto los días de la semana y pasaba horas saltando de una casilla a otra. Stefano se sentía muy feliz con esas reuniones familiares. ¿No había construido la casa para tener bajo el mismo techo a todas sus hijas y a sus familias? Ellas bromeaban diciendo que debía haber sido indio en otra vida de tanto que le gustaba la familia… Las conocidas de Sonia se sorprendían de que su antigua amiga siguiera teniendo una actitud tan humilde, y vistiese de una manera tan sencilla, con joyas pequeñas y discretas. «A la "Cenicienta de Orbassano" -decía una vecina aguantando la risa- no se le ha subido a la cabeza la boda que ha hecho.» Así la describía la prensa local desde su matrimonio: «Cenicienta de Orbassano», un apelativo que provocaba en Sonia vergüenza ajena: «Menuda cursilada», decía. Para Rajiv también las vacaciones en Italia eran el mejor desahogo que hubiera podido desear. Huir de Nueva Delhi era un lujo. Saltar en la Vespa naranja de Pier Luigi e ir a la tienda de electrónica Allegro en el Corso Re Umberto a comprar piezas para su radio que no se encontraban en la India y no ser reconocido era un placer, como lo era visitar en familia el fabuloso Museo Egipcio -donde Sonia, de adolescente, quedaba con sus amigos para evitar el frío de la calle- sin estar inmediatamente rodeado de una nube de gente pidiendo un autógrafo o señalando con el dedo. Pero el placer duraría poco. A finales de junio, la visita de Sandokán a Orbassano causó una auténtica conmoción. De pronto los niños y los jóvenes del pueblo se acercaron a Via Bellini para ver de cerca a este príncipe de Borneo que había jurado vengarse de los británicos en la imaginación de Emilio Salgari. Se formó tanto revuelo que Sonia propuso abandonar la casa. Acabaron la tarde en una pizzería del cercano pueblo de Avigliana, felices y riéndose.

Y de repente, al amanecer del día 23 de junio, sonó el teléfono. Sonia sintió un nudo en el estómago. No era una hora normal, y enseguida pensó que podía ser una llamada de la India. Su madre se lo confirmó, de puntillas y en voz baja, para no despertar al resto de la familia: «Es una conferencia… de Nueva Delhi.» Sonia se levantó, se arropó con su albornoz y fue a coger el teléfono al salón. Reconoció entre interferencias la voz nerviosa de uno de los secretarios de su suegra. Ahora estaba segura de que serían muy malas noticias: «Madam… Sanjay ha sufrido un accidente… Ha fallecido.» Sonia se quedó con la mente en blanco, sin escuchar las explicaciones atropelladas del secretario. Cuando colgó, estaba aturdida. Volvió a su cuarto. Rajiv estaba desperezándose. Esperó unos segundos para decírselo, como si quisiese darle unos segundos más de una felicidad que, una vez totalmente despierto, no volvería a conocer. En lo más hondo de su ser, Sonia supo que esa catástrofe iba a afectar profundamente a su vida y a la de su familia.

Unas horas más tarde, volaban hacia Roma para enlazar con el vuelo de Indian Airlines que hacía la ruta Londres-Nueva Delhi. Viajaron en primera clase, junto a otros amigos y conocidos, entre los que se encontraban la madre y la hermana de Maneka, cuyas vacaciones en la capital británica también habían sido interrumpidas. Asimismo viajaban en el avión un antiguo ministro, un industrial y un hombre de negocios, todos viejos amigos de la familia, muy conmovidos por las circunstancias. Cada uno de ellos había recopilado información sobre el accidente y durante el largo vuelo pudieron reconstituir lo que había pasado.

Sanjay se había estrellado a los mandos de su último juguete, el Pitts S-2A que había adquirido gracias a la mediación del corrupto gurú Brahmachari. A las siete de la mañana se había presentado en el aeroclub de Nueva Delhi y había invitado a un compañero piloto a hacer unos ejercicios de acrobacia. Su amigo era reacio a volar con Sanjay porque sabía que carecía de experiencia, pero ante su insistencia, acabó aceptando. Estuvieron haciendo bucles en el cielo y caídas en picado sobre Nueva Delhi durante doce minutos, luego volaron sobre el número 1 de Safdarjung Road, donde había estado hablando con su madre apenas una hora antes.

– Ten mucho cuidado -le había advertido Indira-. Me dicen que eres muy imprudente…

– No hagas caso -le había contestado Sanjay.

Según un testigo, la avioneta subió como una flecha hacia el cielo, y luego inició un picado como si fuera a coger inercia para hacer un looping, pero no pudo recuperarse. Se estrelló en el barrio diplomático, en un descampado, a menos de un kilómetro del número 12 de Willingdon Crescent.

Un mes antes, el director general de Aviación Civil había informado a sus superiores de que Sanjay violaba pertinazmente el protocolo de seguridad y que por lo tanto ponía en peligro su vida y la de los demás.

– El director de aviación se lo comentó al ministro del Aire, que quedó en hablarlo con tu madre, pero, por la razón que fuese, no lo hizo.

– Si nadie hizo nada, fue por miedo a ir contra Sanjay, me imagino… -dijo Rajiv

Más tarde, se enterarían de lo que había pasado con exactitud.

El informe del director de aviación civil había caído en manos de Sanjay y éste había reaccionado, fiel a sí mismo, obligando al funcionario a tomarse una excedencia voluntaria. Lo había reemplazado por su segundo, un hombre dócil que no le pondría problemas. El caso es que Sanjay había muerto por imprudente y por soberbio, porque su sed de poder era tal que no aceptaba ningún límite.

El anochecer en vuelo fue rapidísimo, por la velocidad del avión y por la rotación de la Tierra. Debían de estar sobre Siria, o quizás Turquía. Abajo, se veían lagos color turquesa y las lucecitas de las ciudades que iban abrazando la noche. Nadie seguía la película. El grupo de los amigos y familiares no habían querido probar bocado. Amteshwar, la madre de Maneka, estaba visiblemente conmocionada. «Viuda a los veintitrés años… y con un niño de tres meses», repetía la mujer. En menos de tres años, había perdido a su marido y a su yerno. Había pasado de estar en la cumbre a ser condenada al ostracismo, y luego en la cumbre de nuevo… ¿Y ahora qué pasaría?

– Tienes que hacer lo posible por mantener ambas familias unidas -aconsejaban los tres amigos de la familia a la madre de Maneka-. Ahora que no está Sanjay, tenéis que hacer piña alrededor de Rajiv.

A Sonia se le pusieron los pelos de punta cuando escuchó esa frase. Estuvo a punto de lanzar un «¡No!» sonoro, pero se contuvo. Ya sabía que intentarían convencer a Rajiv para que ocupase el vacío que había dejado su hermano. Sonia lo tenía muy claro: aquello significaba el final de la felicidad. Estaba dispuesta a luchar con uñas y dientes para impedirlo.

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