Javier Moro - El sari rojo
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– Pero no quiero formar parte del gobierno, ésa es mi condición. Sólo estoy dispuesto a trabajar dentro del partido, porque me doy cuenta de que hay un vacío y no veo a nadie que pueda colmarlo.
– Lo importante es que ganes tu escaño por Amethi.
– ¿Y si pierdo?
– Dejas el campo abierto a Maneka y a los seguidores de Sanjay, y eso es muy peligroso, date cuenta.
– Maneka no tiene veinticinco años, la edad reglamentaria para ser diputada del Parlamento.
– Pero la tendrá en las próximas elecciones. No puede haber dos herederos distintos de Sanjay Gandhi. De ahí la prisa para que aceptes. Y es fundamental que ganes Amethi.
Hubo un silencio. El rostro de Rajiv había envejecido. Casi en voz baja, añadió:
– … Hay un sentido de inevitabilidad en todo esto, ¿no?
– Cuando tu madre fue a ayudar a tu abuelo -le dijo Kaul-, tampoco formó parte del gobierno -hizo una pausa, consciente del ingente sacrificio que esta decisión exigía de la familia-. ¿Qué dice Sonia?
– No hubiera tomado la decisión sin ella. Intentaré compaginar mi carrera de piloto con la política, mientras pueda. Luego veremos lo que pasa.
– Es una solución sensata -concluyó Kaul.
Después de tanta angustia acumulada, la decisión fue una especie de liberación, pero sin alegría. Como siempre en la historia familiar de los Nehru, lo que había triunfado había sido el sentido del deber por encima de las demás consideraciones. Sonia se encerró en su cuarto y no salió en cuatro días. Sus hijos no conseguían consolarla. Decían que se pasaba el tiempo llorando.
Cuando emergió de aquel pozo de sufrimiento, estaba demacrada y en los huesos. Durante los días siguientes, apenas comió y dejó de vestirse de la manera elegante y coqueta con la que solía hacerlo.
29
Rajiv acabó cumpliendo su viejo sueño y aprobó los exámenes para obtener el título de comandante del Boeing 737, pero el placer de surcar los cielos en aviones a reacción iba a durar muy poco. El plazo para presentarse por la circunscripción de Amethi, la que se preparaba a heredar de su hermano, se acercaba inexorablemente. La ley de incompatibilidades impedía que Rajiv tuviese un empleo público (Indian Airlines era una compañía del Estado) y al mismo tiempo se presentase a diputado. Como estaba claro que a partir de aquí no podría compaginar su carrera con la política, no le quedó más remedio que hacer de la política su carrera. Así que un día caluroso de mayo de 1981 tomó su decisión. Llegó a casa después de haber pasado el día volando, se quitó la corbata, la chaqueta y los pantalones de uniforme, se vistió con una kurta blanca, el «uniforme de los políticos», y se fue a las oficinas centrales de la aerolínea a entregar su acreditación de piloto ya despedirse de sus colegas y sus jefes. Sonia le vio marcharse con el corazón encogido. Era el adiós definitivo a la vida que él había elegido, en Inglaterra, cuando buscaba la manera de ganarse la vida para casarse porque estaba loco por ella.
Como era previsible, la vida del matrimonio cambió a partir de aquel día. Ya no podían dejarse ver los sábados por la noche en Casa Medici, el restaurante italiano del lujoso Hotel Taj, o en el Orient Express, en el nuevo hotel Taj Palace. Cambiaron desde los horarios hasta la manera de vestir. Rajiv usaba kurtas porque le habían sugerido que sería bueno dar una imagen más «india», y no tan europea. Así que se despidió para siempre de los tejanos que llevaba cuando no iba de uniforme, dijo adiós a los zapatos italianos que Sonia le compraba cuando estaban de vacaciones, y se calzó con sandalias, aunque conservó sus gafas de sol Ray- Ban, ovaladas y de montura metálica, que estaban de moda en aquellos días. La verdad es que la ropa india era más agradable de llevar y resultaba más apropiada para ese calor despiadado que la occidental. Las kurtas de algodón crudo se ponían sobre pantalones tipo pijama o chowridars, esos pantalones anchos en la cadera y que se van estrechando hasta acabar en pliegues sobre el tobillo. Llevaba también el gorro típico de los miembros del Congress, y a Indira le parecía que con la edad era clavado a su padre, a Firoz.
Una vez que Rajiv hubo tomado la decisión, ya no volvió la vista atrás. Si el destino le ponía en ese trance, mejor sacar provecho y hacerlo bien, lo mejor posible. Los antiguos ideales de los que su abuelo hablaba en la mesa cuando eran adolescentes -la lucha contra la pobreza, a favor de la igualdad, la aconfesionalidad, etc.-, esos principios que había heredado su madre, los hizo suyos también. Él no se lanzaba al ruedo para acumular riqueza o poder, porque nunca le habían atraído. Carecía de ambición personal, pero tenía ideas para la India. Si ahora podía aportar su grano de arena a la vida de la nación, mejor era hacerlo bien informado.
Pero le costaba desprenderse de su mundo, que era el de la tecnología, el de los hechos probados, de las cosas concretas que se rigen por leyes conocidas y comprobables. Un avión vuela porque el aire sustenta sus alas. ¿Qué sustenta el éxito de un político? Eran muchas las respuestas posibles, muchas las variables, pero ninguna certeza, excepto en su caso: tenía un apellido que era una marca reconocible. Los intelectuales y los adversarios de Indira se lo echaron en cara: «la única calificación que posee Rajiv son sus genes». Las clases privilegiadas estaban desconcertadas por lo que consideraban un nuevo acto de nepotismo por parte de Indira. Pero la «gran masa de humanidad india» lo veía a su manera, bajo el prisma de la tradición, según la cual los hijos siguen las vocaciones de sus progenitores. Durante siglos, en las aldeas y en las ciudades de la India, maestros artesanos, músicos, escribanos, cocineros, palafreneros, curanderos, arquitectos y políticos transmitían a sus vástagos los secretos de su profesión. Al atraer a Rajiv a la vida política, Indira y sus correligionarios del partido no hicieron más que seguir una tradición bien establecida.
Durante su primera campaña, Rajiv tuvo que hacer un gran esfuerzo para luchar contra su propia timidez. Para alguien tan celoso de su privacidad, ser constantemente el foco de atención y enfrentarse a las preguntas de los medios de comunicación era difícil de soportar. «La política nunca ha sido lo mío -declaró un día a un periodista que le preguntaba por qué se presentaba-. Me presento porque de alguna manera tenía que ayudar a mi madre…» Su candidez lo convirtió en objeto de escarnio, y pronto aprendió a medir sus palabras, a dar siempre respuestas claras que no pudieran prestarse a malentendidos o a interpretaciones sesgadas.
Hablar en público sin notas tampoco era fácil, porque había que encontrar la manera no sólo de decir lo que quería, sino de conectar con los que venían a escucharle. Los mítines tenían lugar en la plaza del pueblo y los organizadores no siempre disponían de medios para colocar un toldo que los resguardase del calor. La mayoría de las veces, Rajiv se encontraba frente a una multitud de un millar de personas a pleno sol. Muchos estaban sentados sobre esterillas en el suelo, la mayoría de pie al fondo, y todos venían a tener el darshan de un hombre que ya formaba parte del elenco de personajes de la mitología de la India. Había muchos campesinos pobres, porque Amethi era una zona muy atrasada del estado de Uttar Pradesh. Pero también había tenderos, obreros, notables del pueblo, empresarios sijs cuyos turbantes destacaban entre la multitud, muchos jóvenes desocupados, enjambres de niños, algunos con el uniforme raído inspirado en los uniformes de las escuelas inglesas, mujeres musulmanas con el rostro cubierto, campesinas hindúes con saris multicolores… Estaban todos muy apretados a pesar de los más de 40 grados de calor. Olía a sudor, a flores, a polvo y al humo de los bidis, esos cigarrillos hechos a base de picadura de tabaco que se conocen como los «cigarrillos de los pobres». Antes de hablar, Rajiv se quitaba las guirnaldas de clavelinas anaranjadas que habían desteñido sobre la blancura de su kurta y las colocaba sobre una mesa o se las entregaba a un ayudante. Tenía un estilo muy distinto al de su hermano. Ni era grandilocuente ni arengaba a la multitud. Al contrario, su humildad y su curiosidad le empujaban a hacer muchas preguntas. En sus constantes viajes, metido en la cabina del avión, Rajiv había soñado con un país más justo, más próspero, más moderno, más humano. Ahora, a ras de suelo, la realidad se veía de otra manera: el atraso era tremendo; la falta de recursos, desesperante, y la pobreza, extrema. ¿Cómo era posible? ¿Dónde fallaba el sistema? En los momentos de descanso, sacaba de una bolsa negra un invento plateado que causaba admiración:
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