Javier Moro - El sari rojo

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Una gran novela de amor, traición y familia en el corazón de la India protagonizada por Sonia Gandi. Una italiana de familia humilde que, a raíz de su matrimonio con Rajiv Gandhi, vivió un cuento de hadas al pasar a formar parte de la emblemática saga de los Nehru-Gandhi.

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– Es un invento revolucionario -dijo Rajiv-. Un día será tan popular como una calculadora o una máquina de escribir, ya veréis.

– ¿Para qué sirve? -le preguntó un joven miembro del partido.

– Para muchas cosas. Yo lo quiero usar para tener una base de datos y hacer el seguimiento de las mejoras que vamos a impulsar aquí en Amethi.

Era un ordenador portátil, uno de los primeros que se vieron en la India. El método de Rajiv consistía en identificar las carencias para luego saber dónde podría intervenir para subsanarlas. Algunos problemas eran obvios, como la falta de carreteras, que obligaba a la pequeña caravana electoral a caminar, a veces durante una hora o más, por estrechos caminos de tierra entre campos labrados por bueyes descarnados, para acceder a las pequeñas aldeas. La mayoría de las viviendas eran chozas de adobe que los campesinos tenían que levantar de nuevo después de cada temporada de lluvias. Esas aldeas no disponían de ningún tipo de comunicación con el exterior. «¡Si por lo menos se les pudiera poner un teléfono conectado vía satélite!», se decía Rajiv. Sin embargo, había una luz de esperanza: cuando a los más pobres les preguntaba qué es lo que más necesitaban, nunca pedían comida, o dinero, o una choza donde alojarse, o que hubiera un pozo de agua potable en la aldea -todas necesidades apremiantes-. Los más pobres querían sobre todo escuelas para sus hijos. En primer lugar educación e, inmediatamente después, dispensarios médicos.

Como era de esperar, Rajiv ganó por un amplio margen. Sonia fue la primera en felicitarlo. Se fundieron en un abrazo. Ese triunfo daba a su marido un espaldarazo muy necesario, y Sonia lo adivinó en la expresión de su rostro, de pronto más relajada y confiada. Era la justificación a muchos meses de tormento. Sonia sintió que a Rajiv empezaba a gustarle la experiencia, aunque ella echaba de menos el pasado: «Antes, nuestro mundo era reconocible, íntimo -contaría Sonia-. Había días de actividad concentrada y luego largos periodos de ocio. Ahora era al revés. Nuestra vida se llenó de gente, cientos cada día, políticos, trabajadores del partido, todos presionando con sus exigencias y sus problemas urgentes. El tiempo dejó de ser flexible y la hora que Rajiv pasaba con nosotros era cada vez más valiosa.»

A lo que Rajiv seguía sin acostumbrarse era al asedio de los medios de comunicación. Respondía con vacilaciones e interrupciones. «Vosotros los periodistas os abalanzáis sobre los políticos como tigres», soltó una vez, agobiado. Pero a la vez sentía que empezaba a ser apreciado por un número cada vez mayor de gente. El contraste con la personalidad de su hermano resultaba tan refrescante que le hacía ganar adeptos. Si Sanjay había dejado el recuerdo de un individuo abrasivo, despiadado y vulgar en la ostentación del poder, Rajiv era todo lo contrario: un hombre suave y de modales impecables, un conciliador nato que utilizaba el sentido común para dirimir conflictos, y sobre todo un hombre sin contactos extraños ni asociaciones sospechosas. «Quiero atraer un nuevo tipo de gente a la política -declaró al Sunday Times-, inteligente, jóvenes occidentalizados sin ideas feudales, que quieran hacer prosperar la India más que prosperar ellos.» Mostraba siempre su verdadero rostro, el de un hombre honrado, amable y de buen corazón. Pronto le llamarían Mr. Clean. Por si fuera poco, tenía una familia bonita y fotogénica, aunque Sonia era mucho más reacia que él a dejarse fotografiar y aún menos a dar entrevistas. Su temor y odio hacia la prensa y los medios de comunicación se habían convertido en una constante en su vida.

Rajiv juró su cargo de diputado tres días antes de cumplir treinta y siete años, declarándose abiertamente a favor de la modernización, de la libertad de empresa y de abrir el país a las inversiones extranjeras. Chorreaba sudor bajo la misma bóveda que había devuelto el eco de los discursos de su abuelo y de su madre. Probablemente Nehru se hubiera sentido desconcertado al ver a su nieto en esa enorme sala como un representante más del pueblo. Pero también contento al comprobar que, como él, Rajiv creía que la solución a muchos de los males de la India radicaba en la ciencia y en la tecnología debidamente aplicadas.

Indira volvió a sonreír. Sintió que su hijo, que asumía el papel de consejero personal con sorprendente eficacia, era la persona idónea para encargarse de un ambicioso proyecto en el que el gobierno se había embarcado, consciente de la necesidad de mejorar la imagen del país. Se trataba de organizar los Juegos Asiáticos, que debían tener lugar en Delhi dos años después. El proyecto contemplaba la construcción de hoteles, autopistas, varios estadios y un barrio para alojar a los atletas. Se aprovecharía la iniciativa para ampliar la cobertura de la señal de la televisión en color, que sólo se podía captar en el centro de las grandes ciudades. Llevar a buen fin el proyecto requería una mente con capacidad de organización, emprendedora e imaginativa. Indira sintió que para su hijo era un desafío que, si salía bien, mejoraría su imagen y le serviría de lanzadera en la política nacional. De pronto Rajiv se encontró coordinando arquitectos, constructores y financieros, y supervisando un enorme presupuesto.

Sonia no tenía ambición alguna de hacerse un hueco en la vida pública -ese que Maneka deseaba tanto-, ya fuese de voluntaria en asuntos humanitarios o de anfitriona de personalidades. Se contentaba con su posición a la sombra de su suegra y se afanaba en que funcionase de la manera más eficaz posible la casa de la primera ministra. En aquellos días, Sonia llegó a estar más próxima a Indira de lo que lo había estado jamás. «Sabiendo lo profundas que eran sus heridas, Rajiv y yo nos volvimos aún más protectores con ella.» Su suegra estaba profundamente agradecida de tenerlos cerca. Hablaba con mucho cariño y reconocimiento de la manera en que Rajiv «se había ofrecido para encargarse de algunas de sus responsabilidades relativas al trabajo en el partido». Cuando terminó el periodo de luto de un año, en el que Indira sólo había llevado saris blancos, negros o de color crema, Sonia le escogió un precioso sari color oro con bordados al estilo de Cachemira para la inauguración de una importante conferencia de países asiáticos.

– Mira, este sari hace juego con la decoración de la sala donde se va a celebrar la conferencia… ¿Te gusta?

– Me encanta -dijo Indira-… es perfecto para los que sigan el evento desde sus televisores en color.

Al verla envuelta de nuevo en saris coloridos, su amiga Pupul le dijo:

– Me alegro de que lo vayas superando.

Indira puso una expresión de gravedad y no le contestó. Pero al día siguiente le mandó una carta: «Has dejado caer una frase sobre que podría estar superando mi dolor. Uno puede superar el odio, la envidia, la codicia y tantas otras emociones negativas y autodestructivas. Pero el dolor es algo distinto. No se puede olvidar ni superar. Hay que aprender a vivir con él, integrarlo en el propio ser y hacerlo parte de la vida.»

30

La nota discordante la puso Maneka, que veía disgustada cómo la herencia de su marido le era arrebatada por el hermano, aunque sabía perfectamente que ella no podía haberse presentado por no tener la edad mínima requerida. Siempre había sentido un profundo desprecio hacia Rajiv, y ahora se puso a hacer declaraciones a la prensa tildándole de «indolente cuñado, incapaz de levantarse de la cama antes de las diez». Implícita iba la idea de que ella, heredera del apellido Gandhi y madre del único hijo de Sanjay, era la más idónea para suceder un día a Indira en la cúspide del poder. «¿Cómo puede Rajiv asumir el manto de su hermano si nunca le ha gustado la política y está casado con una italiana?», decía públicamente. Maneka fue la primera en utilizar los orígenes extranjeros de Sonia contra la familia. Rajiv e Indira, que inmediatamente olfatearon el peligro, le pidieron que terminase los trámites para adquirir la nacionalidad india, a la que tenía derecho por matrimonio. Tenía que haberlo hecho hace tiempo pero siempre lo posponía por pura pereza. En su ingenuidad, Sonia había creído que bastaba con sentirse india y cumplir con las costumbres y los ritos de la sociedad para ser india. Ya había relegado sus faldas, sus pantalones entallados, sus tejanos, sus camisas sin mangas y sus trajes escotados a la oscuridad de los armarios. Sólo se vestía de europea cuando iba a visitar a su familia a Italia. En la India, sólo usaba saris o la versión musulmana del traje nacional indio, los salwar kamiz, pantalones anchos de algodón o seda cubiertos por una camisola con muchos botones. Pero eso no bastaba, ahora necesitaba la sanción oficial, la nacionalidad, el pasaporte. De modo que una mañana se fue al ministerio del Interior y pasó varias horas rellenando papeles y respondiendo a preguntas de funcionarios corteses. Unas semanas más tarde recibió una carta: «Por la presente, el gobierno de la India concede a Sonia Gandhi, nacida Maino, su certificado de naturalización y declara que la susodicha tiene derecho a todos los privilegios, deberes y responsabilidades de un ciudadano indio…» A continuación, entre los papeles que acompañaban el pasaporte, estaba el número y la dirección de la oficina electoral donde le correspondería votar.

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