Javier Moro - El sari rojo
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Lo único que Maneka consiguió con sus declaraciones insensatas fue irritar aún más a su suegra. Cuando la joven le mostró un primer ejemplar del libro que había diseñado sobre su difunto esposo, Indira puso el grito en el cielo, alegando que parte del texto y de los pies de foto eran perniciosos y distorsionaban la verdad. Así no podía publicarse.
– ¡Pero si está prevista su presentación para dentro de tres días!
– Tenías que haberme enseñado la maqueta final antes, no en el último momento. Tendrás que posponer la presentación para cuando los cambios estén introducidos.
– No puedo, ya está todo organizado.
– No permitiré que salga el libro tal y como está ahora.
Maneka, rabiosa, salió de la habitación dando un portazo.
– ¡¡Maneka!! -gritó Indira-. ¡Ven aquí inmediatamente! La joven regresó. Esta vez, no parecía un chucho asustado. Tenía la actitud desafiante de una adolescente rebelde. Sostuvo la mirada de su suegra.
– Las cosas no pueden seguir así, Maneka. No puedo consentir tus tonterías con la prensa ni que publiques lo que te parezca sobre la familia.
Maneka dudaba entre responder o aguantar la regañina. Indira lanzó un farol, intuyendo que su nuera se amedrentaría:
– Si quieres irte de esta casa, tú misma -le dijo con firmeza. Maneka vacilaba ante la tentación de usar la única arma que podía asestar un golpe letal a Indira: arrebatarle a su nieto. Indira prosiguió:
– Si sigues así, nuestra relación en el futuro será como si no te hubiera conocido nunca. Tú eliges: eso, o seguir siendo amigas.
Maneka apretó los puños y se mordió la lengua, tal vez no era el momento de prescindir de esa relación tan prestigiosa. Bajó la mirada:
– Está bien, retrasaré el lanzamiento del libro, cambiaré los pies de foto.
Indira respiró aliviada. Era consciente de haber ganado una batalla, pero segura de que no sería la última. Por el momento, se había evitado la crisis.
Peleona y persistente, Maneka se hizo experta en tensar la cuerda. Se había convencido de dos cosas: una, que no había lugar para ella en la estructura de poder presidida por Indira, y dos, que podría llegar a rivalizar con su suegra. De modo que decidió, por un lado, redoblar su actitud desafiante y provocadora y, por otro, desarrollar su propia base movilizando a los seguidores, ahora destronados, de Sanjay. Maneka había aceptado ir a dar un discurso a la ciudad de Lucknow, capital del estado de Uttar Pradesh… frente a un grupo de disidentes del Congress, capitaneado por un antiguo amigo de Sanjay. Indira echaba humo: «Me están desafiando con una mini revuelta», le dijo a Pupul, después de que Maneka le hubiera hecho saber que había conseguido la adhesión de un centenar de miembros de la asamblea legislativa del estado de Uttar Pradesh leales a Sanjay. Indira le mandó un mensaje: «Si vas a Lucknow, no vuelvas nunca a mi casa.» Maneka dio marcha atrás y se disculpó, pero ya parecía claro que un enfrentamiento era inevitable. A Indira, esa «niñata» correosa y testaruda que le hacía la vida imposible la sacaba de quicio como no lo conseguían sus poderosos adversarios políticos, mucho más experimentados y maquiavélicos.
Para intentar arreglar las cosas, Indira se la llevó de viaje a Kenia con Rahul y Priyanka. Pero el viaje que de verdad le hubiera gustado hacer a Maneka era el que hicieron Rajiv y Sonia a Londres para la boda del príncipe de Gales con Diana Spencer. Indira les había mandado en nombre suyo, para presentar en el extranjero a quien acabaría con toda probabilidad sucediéndola. Ése sí era un viaje con glamour, codeándose con el poder y lo más granado de la sociedad mundial. En cambio a Maneka le tocaba ir con los niños «a ver animales». Empezó quejándose de que era la única de la familia que carecía de pasaporte diplomático. Casi no habló con sus sobrinos en todo el viaje y apenas contestaba a su suegra cuando ésta la llamaba o procuraba animarla. En todo momento se mantuvo apartada, con cara mustia, porque en el fondo no quería estar allí. Cuando, en la embajada en Nairobi, llegó el momento de saludar a los representantes de la numerosa colonia india, lo hizo desganada y fríamente, tanto que daba vergüenza ajena. Taciturna, no se sabía muy bien si se sentía aburrida o simplemente que nada la interesaba. O si estaba tramando algo. O las tres cosas a la vez.
Quien estaba tramando algo era su madre. Algo explosivo. Estaba negociando la venta de la revista Surya a un notorio simpatizante del RSS (Rashtriya Swayamsevak Sangh) a espaldas de Indira. Cuando ésta se enteró, montó en cólera. El RSS era una organización política hinduista de extrema derecha con una disciplina casi militar, que había estado involucrada en las masacres de la Partición. Indira siempre había considerado al RSS la «mayor amenaza para la India» por su carácter hinduista fanático y excluyente. Estaba convencida de que ese partido podía un día llevar el país a la perdición. ¿No había sido uno de los asesinos del Mahatma Gandhi miembro del RSS? Esa venta, que acabó realizándose, era una provocación en toda regla. Aunque la propiedad era de Maneka y de su madre, Indira era muy consciente de que la revista había podido ver la luz y funcionar gracias a sus contactos y su influencia. La tensión familiar llegó a un punto álgido. Hacía meses que Rajiv evitaba encontrarse con su cuñada en casa. Ahora estaba claro que Maneka no podría seguir viviendo allí.
Indira, que veía que el conflicto con su nuera iba a privarla de su nieto, se deprimió mucho. De todas las traiciones que había vivido, sentía que ésa era la más grave, la más dañina y la más cruel, porque venía del interior de la familia, territorio sagrado, y afectaba al hijo de su hijo preferido. La inminencia de una nueva crisis, esta vez definitiva, le robaba la energía y la hacía sentirse agotada. Por su nieto, hizo un último esfuerzo. Mandó a su viejo profesor de yoga y gurú, Dhirendra Brahmachari, que seguía visitándola de vez en cuando, a negociar la recompra de la revista, a cualquier precio, a los nuevos dueños. Pero éstos rechazaron la oferta. Indira estaba en un callejón sin salida. Cientos de millones de personas, el país entero, esperaban expectante el desenlace de esta telenovela en vivo, un reality show antes de su época.
Indira estaba en Londres, inaugurando el Año de la India, un esfuerzo colosal de su gobierno para promover el intercambio cultural, industrial y comercial entre la India y Occidente. Había querido que Sonia fuese con ella. A la fiesta de apertura asistió un elenco numeroso de políticos, científicos, personalidades del mundo de la cultura, la aristocracia y los medios de comunicación. Indira vivió un momento conmovedor cuando Zubin Mehta, que por cierto era parsi, como el padre de Indira, dirigió la orquesta que tocó los himnos nacionales de la India y del Reino Unido y la audiencia se puso en pie. Tenía un significado especial porque era la primera vez que el himno nacional indio era tocado en público en Londres, la antigua capital del Imperio. Hasta Sonia sintió escalofríos de emoción. Indira, exquisitamente ataviada gracias a los cuidados de su nuera, estuvo radiante durante las diferentes recepciones y cenas que acompañaron a la inauguración. Tanto que hubiera sido imposible adivinar que por dentro estaba agitada y ansiosa. Los mensajes que le llegaban de casa anunciaban que Maneka estaba dispuesta a abandonar definitivamente el hogar familiar y que había decidido desafiarla abiertamente. Sonia callaba, expectante, ante el inexorable momento de la ruptura.
En efecto, Maneka había calculado la fecha con precaución, aprovechando que Indira y Sonia estaban de viaje, y que Rajiv, demasiado centrado en su tarea, no pisaba la casa para evitar coincidir con ella. La joven no había hecho caso a Indira y había ido a Lucknow, donde, ante los seguidores de su marido, pronunció un discurso encendido, pero cuidándose de no parecer desleal a la primera ministra. «¡Larga vida a Indira Gandhi!», «¡Sanjay es inmortal!!», rezaban los carteles que organizadores del encuentro habían colgado por doquier. «Siempre honraré la disciplina y la reputación de la gran familia Nehru-Gandhi a la que pertenezco», había concluido Maneka.
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