Javier Moro - El sari rojo

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Una gran novela de amor, traición y familia en el corazón de la India protagonizada por Sonia Gandi. Una italiana de familia humilde que, a raíz de su matrimonio con Rajiv Gandhi, vivió un cuento de hadas al pasar a formar parte de la emblemática saga de los Nehru-Gandhi.

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En aquella época Nadia, la hermana pequeña de Sonia, fue a vivir a Nueva Delhi con su marido, diplomático español. Era una chica de rasgos finos, morena, con una innegable distinción natural. Era introvertida, le gustaba leer y la influencia de su marido le hizo aficionarse por la literatura española. Su ambición era hacerse traductora de italiano a español. Ahora estaba demasiado ocupada con sus hijas pequeñas, pero lo dejaba para el futuro… Para Sonia, era maravilloso tenerla tan cerca, poder organizar salidas de fin de semana con los niños de ambos matrimonios o asistir a cenas de amigos, donde se juntaban indios cosmopolitas y europeos residentes en la ciudad. Nadia y su marido tenían una vida social mucho más intensa que la de Rajiv y Sonia, porque ellos formaban parte del circuito diplomático en la capital de la India. Comidas, cócteles, recepciones, inauguraciones de exposiciones, presentaciones de libros, conciertos, partidos de polo, etc., se les veía participando en muchos actos y nada hacía presagiar las diferencias que estaban surgiendo en el matrimonio. A Sonia le llegaron algunos rumores, pero como su hermana no le había dicho nada, les quitó importancia. Estaría loca si se fiara de la rumorología local.

Pero un día Nadia fue a verla a una hora temprana, mientras terminaba de arreglarse.

– ¿Qué tal me queda? -preguntó Sonia, aludiendo al sari que llevaba.

– Estás guapísima -le dijo su hermana con voz apagada.

– Aquí sólo uso saris, nos atacan con eso de que soy italiana, ¿sabes? La verdad es que me siento igual de cómoda de cualquiera de las maneras, de europea o de oriental.

– Puedes pasar perfectamente por una india, si no fuese porque tus joyas son discretas, al contrario que las de las señoras de aquí… En cambio, si yo me pongo un sari, parezco una turista vestida de india.

– Una vez, la mujer de un político se acercó a ver la cruz que llevo colgada al cuello y me preguntó que por qué llevaba una cadenita tan fina cuando se puede llevar un cadenote más visible… Aquí se valora la ostentación, fíjate, en un país con tanta pobreza…

Sonia sonrió al recordar la escena, y cuando se dio la vuelta, después de colocarse el sari, se encontró a su hermana llorando.

– Pero ¿qué te pasa?

Nadia no se atrevía a decir nada. Balbuceaba. Sonia tuvo que usar toda su habilidad para sonsacarle lo que le ocurría. Su marido la engañaba. Se había corrido la voz en el mundillo de Nueva Delhi, lo que añadía humillación al dolor.

«¿Cómo puede ser tan irresponsable?», se preguntó Sonia, furiosa.

El diplomático había resultado algo frívolo. Ni siquiera se esforzaba en disimular sus líos. El más reciente, el que había tenido con una diplomática de la embajada danesa, hizo que Nadia se viniese abajo.

– Me ha prometido que va a romper, pero no sé si creerle. Para Sonia, fue un golpe verla así. Le pidió que tuviera paciencia, que le diese una nueva oportunidad, si es que se lo había prometido. Se había acostumbrado a tenerlos en Nueva Delhi y le daba pena que tuvieran que marcharse. Ojalá se arreglase la situación con su marido. Decididamente, no todos eran como Rajiv. Al cuñado español empezó a cogerle manía.

Como el de Nadia con su marido, la vida está hecha de pequeños desgarros. A principios de 1982, la familia vivió la separación de Rahul. Siguiendo la costumbre heredada de los ingleses, fue enviado a un internado que se encontraba en las estribaciones del Himalaya. Había sido fundado por un profesor inglés que se había quedado de director después de la independencia. Doon School era una institución de excelente reputación, creada a imagen y semejanza de los colegios británicos, donde los hijos y nietos de las clases privilegiadas cursaban sus estudios. Al principio, Sonia se había opuesto a la idea. Separarse de su hijo a los once años no forma parte de la tradición italiana, aunque Rajiv le recordó que sus propios padres la habían mandado interna a la escuela de monjas de Giaveno.

– Ya, pero eso estaba a veinte kilómetros de casa.

Doon School estaba a siete horas de Delhi, lo que, a escala de la India, era una distancia corta. Aun así, fue duro separarse del niño. Era el mismo sufrimiento que habían padecido el bisabuelo Motilal y el abuelo Nehru. En la época, las familias pudientes mandaban a sus vástagos a Inglaterra al cumplir los siete años. Rajiv estaba tan convencido como su bisabuelo de que separarse de su hijo, por muy doloroso que fuese, era una experiencia que ayudaría al niño a crecer, a ser más fuerte e independiente. Lo que le preocupaba, tanto como a Sonia, era que Rahul fuese lo suficientemente maduro como para sobrellevar los ataques y el ensañamiento de sus compañeros. Ya habían tenido que lidiar con ese tipo de problemas cuando iban a la escuela en Delhi y tanto Rahul como Priyanka eran víctimas de las pullas de algunos niños que se mofaban de la familia. Sólo que entonces los padres estaban cerca para ofrecerles su apoyo. «¿Si se meten con ellos allá lejos, quien les consolará?», se preguntaba Sonia, inquieta. «A veces dirán todo tipo de disparates en los periódicos sobre la abuela, sobre mamá o sobre mí -escribió Rajiv a su hijo para darle seguridad-, pero no debes preocuparte. Quizás te encuentres con algunos chicos en el colegio que lo utilicen para meterse contigo, pero descubrirás que la mayoría de esas cosas no son ciertas… Tienes que aprender a lidiar con esas provocaciones… a no hacer caso a lo que te pueda irritar, a no dejar que te afecte.»

De lo que se enteraba el niño por los periódicos era de los numerosos viajes que efectuaban sus padres. En aquella época, Indira viajaba mucho, y siempre que podía iba acompañada de su hijo y de Sonia. Juntos fueron a Nueva York, donde Indira vivió la alegría de reencontrarse con su vieja amiga Dorothy Norman, que la describió así: «Allí estaba, la mujer que lideraba una sociedad altamente compleja de más de setecientos millones de personas, la mayoría pobres y enfrentados a problemas de todo tipo; una mujer todavía abrumada por el dolor de haber perdido a su hijo, más triste que antes…»

– Sí, estoy más tranquila, más triste -le confirmó Indira-. ¿Pero sería justo pedir más? La vida ha sido espléndida conmigo, tanto en felicidad como en dolor. ¿Cómo se puede apreciar lo uno sin lo otro?

Dorothy recordaría a Rajiv y Sonia con mucho cariño por la manera en que se comportaban con ella. Vio a Indira muy orgullosa de su hijo: «Rajiv ha hecho un trabajo magnífico con los Juegos Asiáticos», le contó. Los juegos, inaugurados el 19 de noviembre de 1982, día en que Indira cumplía sesenta y cinco años, habían sido una proeza de organización. Seis estadios, tres hoteles de lujo y un barrio entero con alojamientos para los atletas se habían levantado en un tiempo récord. La fisonomía del sur de Delhi cambió para siempre. Rajiv había salido bien parado de su primera prueba, con una imagen de líder eficaz, moderno, y de buen gestor, aunque la prensa denunció las condiciones de vida de los obreros, en su mayoría inmigrantes del sur, escuálidos hombres y mujeres de piel oscura que fueron vilmente explotados por la legión de intermediarios, contratistas, jefes de obra, constructores, fabricantes de ladrillos, de cemento y de acero que manejaban el presupuesto. No era tarea fácil modernizar la India. Sí, se levantaban edificios vanguardistas, pero lo hacía una sociedad medieval, donde los niños trabajaban de sol a sol por una cantidad de dinero que les era robada por quienes los contrataban. Rajiv se había dado cuenta de que el desafío radicaba en cambiar esa estructura social carcomida por la corrupción. Un desafío inmenso, porque la sociedad india arrastraba miles y miles de años de vicios, de explotación de unas castas por otras, de unas clases por otras. Si en un presupuesto se asignaba un sueldo de cien rupias al día a un obrero, todos sabían que acababa cobrando treinta rupias, en el mejor de los casos. El resto se lo quedaba el contratista o los intermediarios. Luego hubo un detalle revelador de la pobreza del país. Gran parte de los análisis de sangre efectuados a los atletas indios indicaba presencia de anemia. ¿Cómo pretendían competir con japoneses, coreanos, malayos? Por todo eso, los juegos habían sido para Rajiv una victoria agridulce.

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