Javier Moro - El sari rojo

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Una gran novela de amor, traición y familia en el corazón de la India protagonizada por Sonia Gandi. Una italiana de familia humilde que, a raíz de su matrimonio con Rajiv Gandhi, vivió un cuento de hadas al pasar a formar parte de la emblemática saga de los Nehru-Gandhi.

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Construido en medio de las aguas brillantes de un amplio estanque ritual salvado por un puente, el Templo de Oro es un edificio de mármol blanco cuajado de adornos de cobre, plata y oro. La cúpula, enteramente recubierta de paneles de oro, cobija el manuscrito original del Libro Santo de los sijs, el Granth Sahib. Alrededor del estanque circulan fieles siempre en el sentido de las agujas del reloj; caminan con los pies descalzos sobre el mármol reluciente, llevan la cabeza cubierta con turbantes de colores y lucen luengas barbas y espesos bigotes. Las huestes de Brindanwale ocuparon este lugar de paz. Se metieron en los edificios anexos al templo, desde donde salían las órdenes a los comandos terroristas para que asesinasen, pillasen, profanasen e incendiasen en las aldeas del Punjab. Mientras Indira seguía sin saber cómo lidiar con esta creación esperpéntica de Sanjay, Brindanwale recibía a equipos de televisión del mundo entero que le trataban como a una auténtica estrella mediática. La policía, que tenía la moral por los suelos debido al aumento de la delincuencia y la violencia, no se atrevía a entrar en un lugar tan sagrado.

Otros brotes de violencia en Cachemira y en Assam daban la impresión de que la nación iba directa al caos y la desintegración. El asesinato de un inspector de policía mientras rezaba en el Templo de Oro, el 23 de abril de 1983, por los disparos de los hombres de Brindanwale, escondidos tras las rejas de las ventanas, obligó a Indira a tomar una decisión. Pero ¿cuál? ¿Asaltar el templo con el ejército y arriesgarse a provocar la furia de los demás sijs? ¿Sitiar el templo hasta que los terroristas no tuvieran más remedio que rendirse? Indira intentó negociar con líderes del partido nacionalista moderado, mientras el pillaje y los asesinatos continuaban, pero cualquier acuerdo que no contemplase la plena independencia de Khalistán era vetado sistemáticamente por Brindanwale. Éste, a su vez, envalentonado por la indecisión del gobierno central y por el hecho de que el asesinato del inspector de policía quedase impune, se atrincheró en el Akal Takht, el segundo edificio más sagrado del complejo. Consiguió armamento sofisticado pagado por sijs del extranjero y convirtió el templo en una auténtica fortaleza. Indira, Rajiv y sus consejeros esperaban pacientemente a que los líderes más moderados que Brindanwale acabasen por imponerse, o se distanciasen del predicador fanático. Pensaban que el tiempo jugaría a su favor, pero pasaron dos años, y los terroristas seguían atrincherados.

– ¿Puede el ejército asaltar el templo sin causar demasiados estragos? -preguntó Indira al jefe del ejército, el general Sundarji, que había reemplazado a su viejo amigo Sam Manekshaw.

El general desplegó sobre la mesa unas fotos aéreas tomadas la víspera mostrando que todas las ventanas, puertas y demás aperturas del edificio estaban protegidas por sacos terreros o habían sido tapiadas. Le explicó que los terroristas conseguían abastecerse de armas, alimentos y municiones a través de un laberinto de túneles que los unía al exterior. Así, podían mantenerse eternamente.

– Las posibilidades de causar daños extensos es muy alta -sentenció el general

Conscientes de que la susceptibilidad religiosa en el país con más religiones del mundo podía hacer estallar como un polvorín el frágil equilibrio de la nación, los padres de la independencia habían establecido un acuerdo tácito por el que los lugares sagrados eran todos intocables. Detrás de ese acuerdo se había parapetado Brindanwale, seguro de que el ejército nunca se atrevería a intervenir. Tenía enfrente a una mujer cansada, temerosa, herida en el alma, desgastada por el poder, que carecía del aplomo y del ardor guerrero que la habían hecho triunfar en el conflicto de Bangladesh.

Sentirse rehén de unos terroristas que no dejaban el más mínimo margen a la negociación la desesperaba. Con una creciente desazón, Indira se daba cuenta de que la única solución a ese desafío pasaba por el uso de la fuerza. La situación le recordaba a la crisis de Bangladesh, cuando también supo que acabaría teniendo que declarar la guerra. Sólo que entonces no existía problema interno religioso alguno. El enemigo era externo y se podían medir mejor las consecuencias. Ahora eran imprevisibles. Cuando su amiga Pupul, viéndola tan abatida, le preguntó si todo eso no era demasiado para ella, Indira al principio no respondió, pero luego dijo: «No tengo salida. Es mi responsabilidad.»

32

En 1983, un año después de que Rahul ingresase en Doon School, le tocó el turno a Priyanka de ir interna al equivalente femenino de la escuela de su hermano, Welham School, también en las montañas, a unos doscientos kilómetros de Delhi. De pronto, Sonia se encontró con más tiempo libre del que había tenido nunca, pero tampoco pudo dedicarlo a sí misma. Tuvo que acompañar a su marido a Amethi, su circunscripción electoral. Maneka había decidido, ahora que había cumplido la edad mínima legal, arrebatarle el escaño en las siguientes elecciones en la circunscripción que había sido la de su marido. Un desafío en toda regla. Que hubiese desaparecido de casa no significaba que la cuñada había desaparecido del mapa. En sus recorridos por la zona, se presentaba como la viuda expulsada de casa con un bebé en brazos, y obligada a buscarse la vida por su malvado cuñado y su esposa extranjera. No era cierto, pero sonaba a esas historias sencillas y domésticas de injusticia y envidia familiares que tanto gustan al pueblo. Fue presentada por los suyos en Amethi como «un triunfo del coraje». Ahora que no temía vérselas personalmente con Indira, su comportamiento se hizo aún más agresivo. Puso en circulación cartas de la familia críticas con Rajiv y en un discurso, Maneka comparó a Indira con la diosa Kali, «la bebedora de sangre» -dijo textualmente-, llevando al paroxismo las habituales malas relaciones entre una suegra y su nuera. Se vengaba así por verse excluida por la familia de todas las conmemoraciones oficiales. Al segundo aniversario de la muerte de Sanjay, tampoco fue invitada, y reaccionó convocando un mitin de viudas y organizando una distribución gratuita de ropa. El reto de Maneka era para la primera ministra tan deprimente o más que el desafío, mucho más peligroso, del loco de Brindanwale. Pero dolía más porque tocaba la fibra íntima de la familia.

«Mamá también viene a Amethi conmigo -escribió Rajiv a su hijo-. Va a ser difícil para ella, porque al principio será el blanco de todas las miradas y se sentirá incómoda hasta que se acostumbre. Es muy valiente.» Por primera vez, Sonia se dio cuenta de lo que era la vida de un político indio en campaña. Recorrer un sinfín de kilómetros por carreteras llenas de socavones en automóviles de suspensión durísima, aguantar el calor, el polvo y las moscas en las numerosas aldeas, verse obligada a aceptar un té, y luego otro, y luego otro para no herir la susceptibilidad de la gente… Lo bueno es que ahora hablaba hindi con soltura y podía charlar con los campesinos, que le preguntaban por sus hijos, su suegra, y todo lo que tuviera que ver con la turbulenta historia familiar: «¿Podrá Indira volver a ver a su nieto?», le preguntaban las mujeres, o «¿Es cierto que Maneka no tiene ni para comer?» De lo que no estaban nada convencidos los campesinos es de que Maneka fuese la genuina heredera de la dinastía Nehru-Gandhi, como lo demostraron los resultados en las urnas. De nuevo, volvió a ganar Rajiv.

A principios de 1984, Rajiv aparecía como un político en auge. Su gestión de los juegos, unida a la eficacia demostrada en su cargo de secretario general del Congress, le granjearon un respeto genuino, independientemente de su linaje político. Su oficina era un modelo de buena organización, un rincón creado a su imagen y semejanza. Comparado con los viejos dinosaurios del partido, en su mayoría corruptos aduladores, Rajiv era un dechado de virtudes, sobre todo de eficacia e integridad. Había roto con los individuos turbios que habían pululado alrededor de su hermano, y se rodeaba de tecnócratas, de jóvenes con maletín y traje de ejecutivo, ejemplos de una generación moderna que creía en la tecnología, en las estadísticas y en los ordenadores. Muchos habían sido compañeros de clase suyos en el Doon School, otros en Cambridge, y todos se encontraban más a gusto hablando inglés que hindi. Vivían el presente, no eran intelectuales sino pragmáticos y totalmente ajenos a todo lo que tuviera que ver con la religión, la ideología o la superstición. Tanto ellos como Rajiv se oponían a la actitud pasiva de Indira en el tema del Punjab. La primera ministra, siguiendo los consejos de su gurú Dhirendra Brahmachari, había empezado a hacer ofrendas con la esperanza de que algún milagro pudiese resolver la crisis del Templo de Oro.

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