Javier Moro - El sari rojo
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Rahul estaba ahora cabizbajo y compungido. Indira prosiguió. Abandonó su tono protector y siguió hablando con gravedad, de una forma que su nieto no le conocía y que le impresionó.
– Si me pasa algo, no quiero que lloréis por mí, ¿vale? Cuando llegue el momento tienes que ser valiente. ¿Me lo prometes?
El niño alzó los ojos hacia su abuela y asintió.
Durante esos meses de 1984, Indira realizó muchos viajes por el subcontinente, unos viajes que a veces parecían despedidas, por la manera en que hablaba de sí misma y de cómo le gustaría ser recordada. En algunas entrevistas, hacía balance de su existencia, en otras hablaba como si estuviera por encima de la política nacional. Siempre se había sentido con alma de estadista, y ahora su visión global afloraba y se manifestaba en discursos impregnados de sabiduría. «Cuando a un país tan antiguo como éste se le catapulta a una nueva cultura tecnológica… ¿Qué ocurre con la mente rural? ¿Podrán sobrevivir el misterio y lo sagrado? Algo dentro de mí dice que la India sobrevivirá con sus valores intactos.» A principios de octubre, después de que las últimas lluvias monzónicas limpiasen el cielo y los árboles y las plantas reverdeciesen, Indira habló en Nueva Delhi ante una multitud siempre enorme, un diálogo más de los muchos que llevaba manteniendo con el pueblo de la India en las dos últimas décadas. Habló del coraje como valor supremo para acatar la mayor amenaza que se cernía sobre el país: la presión de las fuerzas sectarias, de las castas o de los grupos religiosos para quebrar la unidad de la India. Fue un discurso que le hubiera gustado a su padre. Sí, la unidad de la India era el valor supremo porque garantizaba el estado de derecho para cada individuo, independientemente de su origen social, étnico o religioso.
El 11 de octubre ocurrió un hecho, a miles de kilómetros de distancia, que la hundió todavía más en sus oscuros presentimientos. Margaret Thatcher, a la que había conocido en Londres, fue objeto de un atentado con bomba del IRA en plena convención del Partido Conservador. Se libró de la muerte por los pelos. Indira la llamó en seguida. Entendía mejor que nadie la vulnerabilidad y el pánico de su colega. Aunque la Dama de Hierro se mostrase impasible de cara a la galería, por dentro estaba tan alterada como puede esperarse de alguien que pasa por semejante trance. La diferencia entre estas dos primeras ministras, que llevaban ocho años siendo amigas, es que para Margaret Thatcher el atentado había supuesto una revelación y una sorpresa. Nunca nada semejante había ocurrido en Inglaterra antes, quitando el asesinato de Lord Mountbatten, también obra del IRA, pero éste había tenido por objetivo a un hombre jubilado mientras paseaba en barco con su nieto, no a un jefe de Estado en activo. Indira, sin embargo, estaba mucho más acostumbrada a la muerte violenta. Había visto morir a Gandhi, Sheikh Rahman y a Sanjay. No hacía tanto, el asesinato de Salvador Allende en Chile la había traumatizado y todavía seguía atormentándola. Siempre pensó que su vida acabaría igual. Sin embargo, cuando el ministro de Defensa intentó convencerla de cambiar a la policía por el ejército para aumentar su protección, ella replicó:
– Ni se te ocurra considerar esa opción. Soy jefa de un gobierno democrático, no de un gobierno militar.
Unos días más tarde, Ashwini Kumar, jefe de la policía de fronteras, dio la orden de que todos los guardias de seguridad sijs destinados en la residencia de Indira fuesen relevados en sus funciones y reemplazados por otros de distintas confesiones. Pero Indira se opuso y vetó la orden. La medida iba en contra de su credo político más íntimo, a saber: que en un estado laico no se hacen distinciones entre religiones. Ashwini Kumar se quedó perplejo y frustrado. «La primera ministra está muy bien protegida de un ataque exterior -dijo-, pero… ¿y si el ataque viene del interior?» Indira apenas le prestó atención y le contestó: «¿Acaso no somos aconfesionales?»
Aquel otoño fue también el otoño de su vida. En noviembre iba a cumplir sesenta y siete años. Era presa de un mal presentimiento que el atentado contra Thatcher había agudizado. Sin decírselo a nadie, a mediados de octubre redactó un documento que luego fue rescatado de entre sus papeles: «Si tengo que morir de una muerte violenta como algunos temen y unos cuantos planifican, sé que la violencia estará en el pensamiento y en la acción del asesino, no en el hecho de mi muerte, porque no existe odio suficientemente oscuro como para hacer sombra al amor que siento por mi gente y por mi país; no existe fuerza capaz de desviarme de mi propósito y de mi esfuerzo por sacar este país adelante. Un poeta ha dicho del amor: "¿Cómo puedo sentirme humilde con tu riqueza a mi lado?" Lo mismo puedo decir de la India.» ¿Eran éstas las palabras de una mente depresiva? ¿O se trataba de una premonición? En todo caso, mostraban que Indira sentía que había hecho la elección correcta al haber decidido continuar con el legado familiar de servicio a la India en lugar de dedicarse a buscar su realización personal.
Llegó Diwali, la gran fiesta hindú de las luces, que en este país donde todo es mito y símbolo significa la victoria de la luz sobre las tinieblas. El cielo de la ciudad estaba salpicado de una miríada de resplandores mientras el estrépito de los petardos se oía a lo lejos. Por todas partes centelleaban bombillas, lamparitas, velas. Los barrios de chabolas parecían belenes y las casas de las grandes avenidas de Nueva Delhi exhibían guirnaldas de luces alambicadas y vistosas. Rajiv volvió de Orissa para pasar la fiesta en familia, como hacía puntualmente todos los años. Fiel a la costumbre, Indira encendió una lamparita de aceite ante la figura de Ganesh, el Dios elefante, el dios de la felicidad, que estaba en un altarcito en la entrada. Luego toda la familia siguió con el ritual de iluminar la casa con velas y lamparitas de aceite, y los niños empezaron a encender petardos. Sobre el estruendo de la fiesta, Indira escuchó a Rajiv decir que tenía que salir pronto a la mañana siguiente.
– ¿Adónde vas? -le preguntó Indira.
– A Bengala…
– ¿Bengala? Qué curioso, ¿sabes que allí creen que las almas de los difuntos comienzan su viaje hoy mismo, el día de Diwali? Allí la gente enciende lamparitas para indicarles el camino…
En el momento, las palabras de Indira no suscitaron respuesta alguna. Ya estaban acostumbrados sus familiares a oírle decir frases que achacaban a su estado depresivo. Pero a Sonia la conmovieron y se angustió tanto que esa noche tuvo una crisis de asma. Eran las cuatro de la madrugada cuando encendió la luz de su mesilla y se levantó para ir al armarito de las medicinas, teniendo cuidado de no despertar a Indira, que dormía en el cuarto de al lado. Pero Sonia se sorprendió al ver aparecer a su suegra, en camisón y con una linterna en la mano.
– Déjame ayudarte a encontrar tus medicinas -le susurró Indira, que obviamente no había dormido nada.
Las encontró y fue a por un vaso de agua para Sonia.
– Llámame si te encuentras mal otra vez -le pidió Indira-.
Procura descansar.
– Eso te digo yo a ti, que descanses… ¿No consigues dormir?
– No… Estoy pensando en irme a Cachemira el fin de semana. Quiero ver los chinares en flor. ¿Los has visto alguna vez?
Sonia negó con la cabeza. Indira prosiguió, en susurros:
– Es el árbol más bonito que existe, y sólo se da en Cachemira. Es como una mezcla de plátano y de arce grande, y en otoño se pone de unos colores espectaculares… rojo, naranja, pardo, amarillo. Es un espectáculo que me recuerda a mi infancia. Hay uno en Srinagar del que estoy enamorada desde que era niña. El más bello de todos los chinares". Tengo ganas de volverlo a ver.
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