Javier Moro - El sari rojo
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Al día siguiente, los corresponsales extranjeros fueron invitados a abandonar el Punjab. El tráfico de autobuses, trenes y aviones quedó interrumpido, así como las líneas de teléfono y de télex. La región fue aislada del resto del mundo en preparación del asalto final. Desde su santuario en el Akal Takht, el edificio contiguo al Templo de Oro, Brindanwale, ahora con una canana cruzada al pecho sobre su túnica azul, una pistola en la mano izquierda y su sable en la derecha, declaró a un puñado de periodistas locales: «Si las autoridades entran en este templo, les vamos a dar tal lección que el trono de Indira se derrumbará. Los cortaremos en pedacitos… ¡que vengan!»
A las cuatro de la tarde del 5 de junio, oficiales del ejército armados de megáfonos dieron orden a todos los civiles de desalojar el complejo, y a los terroristas, de rendirse. Salieron ciento veintiséis sijs, en su mayoría hombres que habían acudido a rezar y peregrinos, pero ningún seguidor de Brindanwale lo hizo. Por la noche, una avanzadilla de comandos especiales se adentró en el complejo, mientras los helicópteros volaban en círculo encima del templo. Se toparon con una resistencia feroz. Más de la mitad de los noventa miembros de los comandos fueron abatidos por el fuego de los extremistas.
El jefe del Estado Mayor informó inmediatamente de las bajas a la primera ministra. El inicio del asalto no podía ser más desalentador. Pero ya no había marcha atrás posible. La suerte estaba echada. Indira no durmió en toda la noche, consciente de que se estaba cometiendo un sacrilegio con los símbolos más venerados de una religión. ¿Por qué le había puesto el destino en esa tesitura? ¿Qué precio habría que pagar por lo que estaban haciendo las tropas? Sintió un escalofrío recorrerle la espalda. De algo estaba segura, y es que ni su gobierno ni ella saldrían indemnes de esa situación. El karma te acaba siempre atrapando. Pero a las ocho de la mañana del 6 de junio, perfectamente arreglada y ataviada, estaba en el jardín atendiendo a un periodista del Sunday Times. La temperatura ya rozaba los 40 grados. El periodista la encontró tensa y cansada. Su última pregunta fue:
– Señora, ¿qué cree que ocurrirá en la India cuando usted ya no sea primera ministra?
– La India ha vivido un tiempo largo, muy largo -miles de años- y mis sesenta y seis años cuentan bien poco. La India ha pasado muchas vicisitudes en su larga historia y siempre ha salido adelante.
Mientras la entrevista tenía lugar, a quinientos kilómetros al norte de Nueva Delhi la batalla por el Templo de Oro causaba estragos. Bajo una temperatura infernal y un sol de justicia que hacía refulgir la cúpula dorada del templo principal, los soldados indios eran abatidos como patos de feria bajo el fuego de los hombres de Brindanwale. De nuevo, más de cien hombres cayeron en el intento de hacerse con el edificio donde estaban atrincherados los terroristas.
Las instrucciones recibidas para que los soldados restringieran el uso de la fuerza al máximo, y para que infligiesen los mínimos daños posibles al templo principal, carecían ya de sentido. El mando, que no veía otra solución que no fuese la de continuar el asalto, envió por la tarde a la artillería apoyada por tanques y vehículos blindados. Para conseguir neutralizar a Brindanwale y a sus hombres, no tuvieron más remedio que bombardear el Akal Takht, infligiendo enormes daños al templo, construido paradójicamente por el quinto gurú, un auténtico apóstol de paz que había insistido en levantarlo a un nivel inferior a los demás en signo de humildad.
Después de un día de encarnizada lucha, el Akal Takht fue casi totalmente arrasado. Cuando bien entrada la noche del 6 de junio los generales fueron a inspeccionar el lugar, no quedaba una sola columna en pie y las paredes de mármol estaban ennegrecidas y picadas por la metralla. En el sótano encontraron el cuerpo de Brindanwale, su larga túnica ya no era azul sino negra de sangre. Yacía junto a treinta y uno de sus hombres. No hubo supervivientes que hubieran sido testigos del martirio del predicador terrorista. En otra habitación, los soldados encontraron documentos sorprendentes: la lista de todas las víctimas que Brindanwale había mandado matar, y una enorme bolsa con cartas de admiración, no sólo de ciudadanos indios, sino de fans del mundo entero.
El coste de la victoria fue mucho más alto de lo que el comandante en jefe del ejército había pronosticado. Mucho más alto de lo que Indira y Rajiv, que estaban horrorizados, habían imaginado. La Operación Blue Star fue en realidad una hecatombe. Más de la mitad de los mil soldados enviados al asalto perecieron. En cuanto a los civiles, un millar de peregrinos que no pudieron ser desalojados murieron. Aparte de las pérdidas humanas, la biblioteca del templo principal, ese que no debía bajo ningún concepto ser dañado y que contenía los manuscritos originales de los gurús sijs, ardió por los cuatro costados. Para la comunidad sij en general, ese ataque era comparable a lo que hubiera sido una invasión y destrucción del Vaticano para los católicos. Un imperdonable sacrilegio. Precisamente lo que Indira había querido evitar.
33
– Me da miedo que jueguen en el jardín -dijo Indira a Sonia al ver a Rahul desde la ventana del comedor retozar en el césped con uno de los perros-. Los niños habían vuelto a Nueva Delhi, después del aviso del Servicio de Inteligencia, que habían encontrado sus nombres en una lista negra de un grupo extremista sij. Todas las mañanas acudían, fuertemente custodiados, a sus colegios respectivos. Luego pasaban el resto del día en casa. Rara vez salían. Una simple invitación a un cumpleaños entrañaba una compleja operación de seguridad. «Es como si una sombra hubiera entrado en nuestra vida», le dijo Sonia a Rajiv. Indira, muy consciente de que el ataque había causado una herida colectiva en los sijs del Punjab, estaba convencida de que la iban a asesinar. Estaba la primera en esas listas. Otro grupo había jurado vengar el sacrilegio del Templo de Oro asesinando a Indira y a su descendencia hasta la centésima generación. Así se lo dijo a Rajiv y Sonia, que palidecieron. Pero Indira quería que se tomasen muy en serio las draconianas medidas de seguridad que les estaban imponiendo. Ella se ponía un chaleco antibalas bajo el corpiño del sari cada vez que salía de casa, siguiendo los consejos de la policía. Quería que Rajiv y Sonia hiciesen lo mismo.
– No es broma -les dijo.
– Ya lo sé -contestó Rajiv-. Y no te preocupes, me lo pondré también.
Hubo un silencio. Indira adquirió una expresión melancólica y un tono de voz sombrío.
– Cuando ocurra, quiero que esparzáis mis cenizas sobre el Himalaya. He dejado instrucciones escritas para mi funeral. Están en el segundo cajón del secreter de mi cuarto.
– No adelantes acontecimientos -dijo Rajiv en tono socarrón, para relajar el ambiente-. Todavía no estamos en ese trance.
Pero Indira estaba agitada. Más tarde quiso hablar a solas con su nieto Rahul, que ya tenía catorce años:
– Tengo miedo de que os quieran hacer daño. Os pido por favor a ti y a tu hermana que no juguéis más allá de la verja que conduce a las oficinas de Akbar Road -le dijo señalando el lugar en el jardín donde le había visto jugar con el perro-. Siento mucho que tengáis que padecer estas restricciones, pero no me lo perdonaría si os pasase algo.
– ¿Qué nos va a pasar aquí dentro, abuela?
– Os pueden matar, así de claro.
El tono serio de Indira hizo que el niño la contemplara con mirada de incredulidad, como si la abuela estuviera exagerando.
– Por favor, hacedme caso y no os alejéis -continuó diciéndole-. Hay muchos fanáticos que estarían muy satisfechos de haceros daño. De hacernos daño a todos. Lo que me puedan hacer a mí no me importa. He hecho todo lo que he debido y todo lo que he podido en la vida, pero a vosotros… no quiero ni pensarlo.
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