Javier Moro - El sari rojo
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– Hay que alejarlo de casa para siempre -le dijo Rajiv a Sonia, hablando del gurú.
No necesitaba Indira más dosis de esoterismo ni más temores añadidos a los negros pensamientos que poblaban su mente. Al contrario, necesitaba tener la cabeza bien fría y la visión lúcida. Seguía hundida en una profunda depresión. Demasiados desafíos, demasiado cansancio. Sanjay había cultivado la amistad con el gurú, no porque creyera en sus poderes ocultos sino porque le era útil. El «santón volador» había conseguido comprar avionetas, traficar con armas, contratar a sicarios y blanquear dinero, yeso eran habilidades que Sanjay admiraba y utilizaba si lo estimaba necesario. Rajiv, directo y honesto, era la antítesis tanto de su hermano como del santón, un individuo perspicaz, impreciso, astuto, deshonesto y nada occidentalizado. Sonia y Rajiv ya no lo soportaban más.
– ¿Qué podemos hacer?
– Voy a intentar que le cancelen su programa televisivo semanal y recortarle las subvenciones a sus ashrams.
Como su estatura de político y su influencia habían crecido, lo consiguió. Para no herir a Indira, Sonia y los consejeros más próximas de su marido ensalzaban los logros de Rajiv, e Indira acabó convencida de que los planes estratégicos de su hijo representaban la única solución para arreglar los males de la India. Poco a poco, fue olvidando el misticismo del gurú y dejó de hacer ofrendas a los dioses para conjurar la crisis del Punjab. Ante el gran alivio de Sonia, el gurú desapareció por completo de la mesa familiar. Casi imperceptiblemente, Dhirendra Brahmachari vio su acceso a la primera ministra denegado. «Lo siento, Madam no tiene tiempo para recibirle», le decía el servicio cuando intentaba volver a verla.
El mes de febrero de ese año fue el único en toda su vida en el que Indira no disfrutó de la primavera, su estación favorita, entre el frío del invierno y los tremendos calores premonzónicos que empiezan a castigar en marzo. Durante ese mes, la ciudad se llena de color, la vegetación de los árboles se vuelve de un verde intenso, y los arriates de flores iluminan los jardines. La temperatura es exquisita y una suave brisa acompaña las noches. En el pasado, a pesar de todas las dificultades y los problemas, Indira siempre se había sentido eufórica en esta época del año. Ahora no. Aislada y triste, el santón sij atrincherado en el Templo de Oro le quitaba el sueño. Escuchaba a todos, y seguía sin saber qué hacer. En situaciones insolubles, sólo cabía ganar tiempo, esperar y mantener la confianza, repetía Indira a sus próximos colaboradores.
Siguiendo el consejo de Rajiv, Indira hizo un último esfuerzo para encontrar una salida negociada a la crisis del Punjab accediendo a muchas concesiones de los independentistas, pero se topó con la intransigencia tanto de los miembros del partido moderado como de Brindanwale. La mayoría de los siete millones de sijs estaban tan desconcertados ante la situación provocada por los extremistas como lo estaba el gobierno. En lugar de negociar, el líder del partido moderado dio el paso definitivo que selló la ruptura, un paso que sólo podía abocar a una catástrofe. Anunció que a partir del 3 de junio, aniversario del martirio del gurú Arjun, precisamente el que había levantado el Templo de Oro, toda exportación de energía eléctrica y de grano fuera del Punjab serían interrumpidas. La ironía de la amenaza no se le podía escapar a Indira. Si el Punjab era el granero de la India, era porque la región se había beneficiado más que ninguna otra de «la revolución verde», el ambicioso plan de desarrollo agrícola que Nehru, y ella después, habían lanzado para acabar de una vez con las hambrunas. Y ahora resultaba que un puñado de fanáticos no sólo amenazaba con romper el Estado, sino también con matar de hambre a los pobres del resto de la India, si el gobierno central no se plegaba a sus exigencias. La situación había llegado a un punto sin retorno. Muy a su pesar, Indira se enfrentaba a lo inevitable: sacar por la fuerza a Brindanwale y a sus seguidores del templo.
Antes que nada, antes siquiera de consultar con el jefe del Estado Mayor, quiso hablar con Sonia:
– Sonia, creo que es mejor sacar a los chicos del colegio… Temo por ellos. El Servicio de Inteligencia me ha avisado de que son blanco de los terroristas. Nada nuevo en eso. Blanco de esos fanáticos lo somos todos. Pero como la situación en el Punjab sigue deteriorándose, es cada vez más difícil garantizar la seguridad en los colegios. Me han aconsejado sacarlos de los internados y traerlos a Delhi.
– ¡Pero si aquí tú sólo tienes un guarda armado para protegerte cuando sales por las mañanas a hablar con la gente en el jardín!
– Eso se va a acabar, van a reforzar la seguridad aquí también, por supuesto.
– Está bien, mañana mismo me los traigo. Ya veremos cómo nos organizamos para escolarizarlos aquí…
Un secretario de Indira les interrumpió. El comandante en jefe del ejército la estaba esperando en el salón. El hombre venía con sus informes de Inteligencia bajo el brazo.
– Señora, están armados hasta los dientes. Los terroristas atrincherados siguen consiguiendo armas muy sofisticadas. Les llegan escondidas en bidones de leche y en sacos de grano, y los envíos se hacen con el dinero de simpatizantes sijs del extranjero.
Indira se quedó pensando. ¿Tenía sentido seguir esperando un milagro? Luego se dirigió hacia su jefe de Estado Mayor y le preguntó:
– ¿Cómo deberíamos proceder con el ataque?
El hombre resopló. Estaba incómodo. Le costaba creer en el éxito de la misión.
– Hay muchos riesgos, señora. Es mi deber avisarla. Mi opinión es que más vale un ataque rápido y masivo, con toda la fuerza necesaria…
– ¿Mejor que sitiarlos? -interrumpió Indira.
– Ya están sitiados, señora, y las armas les siguen llegando. Confío más en un ataque rápido y contundente.
– ¿De cuánto tiempo estamos hablando?
– Unas cuarenta y ocho horas. A menos tiempo, menos bajas.
– Es imprescindible la presencia de oficiales y soldados sijs en la fuerza de asalto. No se debe interpretar esto como una agresión étnica, de hindúes contra sijs.
– Sin duda. El oficial encargado es el comandante Kuldip Singh, de la novena división del Ejército, un sij.
– Hay que dar instrucciones muy precisas para evitar dañar el Templo de Oro. La comunidad sij no nos lo perdonaría.
– Instruiremos a la tropa. Pero esos terroristas son duros de pelar, Madam, no puedo garantizar nada.
– Que Dios nos proteja.
El 30 de mayo, día de un calor asfixiante, las tropas rodearon la ciudad de Amritsar. El bullicio de las calles se desvaneció como por encanto. Invadida por un silencio aterrador, la ciudad santa se convirtió en una ciudad fantasma.
El 2 de junio, los medios de comunicación anunciaron que Indira hablaría a la nación esa misma noche, a las ocho y media. Sonia desayunó con ella, y la notó perturbada, pesimista y todavía indecisa. No le gustaba nada la idea de tener que atacar «una casa de Dios». Le confesó que no le salía el discurso. De hecho, estuvo haciendo tantos cambios de última hora que su aparición en televisión tuvo que retrasarse hasta las nueve y cuarto. Por fin habló, en un tono grave) la expresión del rostro angustiada: «Éste no es tiempo de cólera -dijo-. La unidad y la integridad de la patria están siendo cuestionadas por un puñado de hombres que se han refugiado en lugares sagrados. De nuevo, hago un llamamiento a los partidos moderados para que no cedan su autoridad a Brindanwale.» Acabó apelando al sentido común de todos los habitantes del Punjab: «No vertáis sangre, deshaceos del odio. Unámonos para curar las heridas.» Al escuchar ese discurso, su amiga Pupul se dio cuenta de que los próximos días iban a ser trágicos para Indira y para el país. En efecto, mientras la primera ministra hablaba, tropas del ejército tomaban posiciones alrededor del recinto del Templo de Oro. Estaba a punto de empezar la Operación Blue Star, estrella azul.
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