Javier Moro - El sari rojo
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Aunque Rajiv no pudiese siempre acompañar a su madre, Sonia lo hacía cada vez que se lo pedía Indira. Nunca viajó tanto: recorrió varios países del Este, Indonesia, las islas Fiji, Tonga, Australia, Filipinas, así como otros lugares de Sudamérica. Cuando el viaje era a Europa, aprovechaba para dar un salto a Orbassano y abrazar a los suyos. Sonia evitaba siempre las cámaras y no le gustaba nada que los funcionarios la tratasen con una deferencia especial por ser la nuera de la primera ministra, lo que solía agradar tanto a la delegación india como a los huéspedes extranjeros. En Washington, Sonia pudo comprobar que Indira seguía sin conectar con los presidentes norteamericanos. Esta vez se trataba de Ronald Reagan, cuya atención Indira no conseguía mantener más de algunos minutos, como si los estragos de la enfermedad que más tarde le atacaría hubiesen empezado ya. «¿Te das cuenta? -le comentó a su nuera después de la escala en Moscú y de haberse entrevistado con Brezhnev-. El futuro de la raza humana está en manos de dos ancianos, firmes en sus posiciones, sin flexibilidad ni ganas de iniciar un diálogo.» Pero en ese momento a Sonia le preocupaba más la salud de Indira que el porvenir del mundo. Había notado que su suegra, cuando estaba cansada, tenía un tic en el ojo, y sus párpados se ponían a temblar ininterrumpidamente. Y dormía muy mal. De pronto decía cosas raras: «Cuando cierro los ojos, veo a una anciana deforme que quiere hacerme daño.»
De regreso a Nueva Delhi, Indira dijo a su amiga Pupul:
– He recibido informes secretos de que alguien lleva a cabo ritos tántricos y de magia negra para destruirme. ¿Pupul, tú crees que hay fuerzas malignas que pueden ser liberadas a través de ritos tántricos?
– Aunque eso sea cierto -le contestó su amiga-. ¿Por qué reaccionas así? Al hacerlo, sólo consigues que esas fuerzas se hagan más poderosas…
– ¿Tengo entonces que ignorar esos informes que recibo cada día? ¿Qué hago?
Pupul y Sonia estaban perplejas. ¿Era ese comportamiento producto del sentimiento de soledad interior que en el fondo nunca la había abandonado desde niña, desde que esperaba sola en casa a que sus padres volviesen de prisión o del sanatorio? No había visto a su nieto Firoz Varun desde hacía casi dos años, y tanto Sonia como Pupul adivinaban que el dolor de la separación hacía estragos en el corazón de Indira. Mantenía su compostura estoica, pero en el fondo estaba tan herida, que quizás se estuviera volviendo loca.
Sonia no lo creía así. Las locuras de Indira las achacaba a la influencia nefasta del gurú Dhirendra Brahmachari, que seguía rondando por casa, siempre vistiendo con kurtas de color naranja. Era como un moscón que, por mucho que uno intentaba apartarlo, siempre volvía. Estaba más grueso, el pelo gris y greñoso le caía sobre los hombros y se había dejado crecer la uña de un meñique, que estaba tan larga y acerada como una cuchilla y que le daba a Sonia un asco difícil de disimular. Todos sabían que el gurú asustaba a Indira con esos supuestos «informes secretos», pero nadie sabía qué hacer para evitarlo. Era increíble: la primera ministra de la India creía con más fuerza esos «informes» que los del departamento de Estadística del gobierno. Lo cierto era que en sus momentos de depresión, cada vez más frecuentes e intensos, lo sobrenatural adquiría una importancia preocupante.
Había otra razón que explicaba por qué utilizaba los servicios del gurú, y es que otro santón, un sij llamado Brindanwale, de treinta años, le había lanzado el desafío político más grave de su vida. Aquel hombre era un simple predicador de pueblo, un fundamentalista que exhortaba a purificar el sijismo, devolverlo a su antigua ortodoxia y luchar por una patria sij. El conflicto con los sijs se remontaba a la Partición que, con toda su colección de horrores y masacres, causó un trauma en la conciencia de esta comunidad, nacida en el siglo xv para luchar contra la idolatría y el dogma de las dos religiones dominantes en la época, el hinduismo y el Islam. En 1947, la Partición desgarró la patria de los sijs, el Punjab, «el país de los cinco ríos», una de las regiones más bellas y fértiles de la India, un paisaje de campos dorados de trigo y cebada atravesado por ríos de aguas plateadas. La frontera entre Pakistán y la India trazada por los ingleses cortó su territorio por la mitad. Punjab occidental se convirtió en parte de Pakistán; Punjab oriental permaneció en la India, con una población mitad sij mitad hindú. Como reacción, un fuerte sentimiento separatista hizo mella en la población sij.
Lo curioso de Brindanwale es que lo había descubierto Sanjay. Preocupado por el avance del partido nacionalista moderado que quitaba muchos votos al Congress en Punjab, Sanjay pensó que al apoyar y promocionar a Brindanwale conseguiría dividir y debilitar el nacionalismo sij. El problema, que nadie supo prever, es que Brindanwale se hizo incontrolable y terminó convirtiéndose en un monstruo que ahora amenazaba a su madre.
Parecía un santón salido directamente de la Edad Media, con una barba negra, larga y sedosa que le caía hasta la cintura. Tenía unos ojillos oscuros penetrantes, una nariz de águila, un rostro severo y enjuto, e iba siempre tocado con un turbante. Vestía una larga túnica azul, y lucía con orgullo su kirpan (sable) de un metro de largo al cinto. Con sus dos metros de altura, su presencia era impresionante. Sus discursos, impregnados de un ardor fanático, encandilaban a muchos sijs que soñaban con una independencia del resto de los indios. Había abandonado a su mujer e hijos para liderar una legión de seguidores, tan extremistas como él Sanjay no había contado con el hecho de que, al crecer su influencia y al aunar más gente a su alrededor, también crecería la ambición de Brindanwale y su deseo de autonomía. Poco después de las elecciones de 1980, en las que participó activamente en la campaña apoyando al Congress y hasta compartió podio con Indira en una ocasión, el santón decidió que no quería ser más un títere de los Gandhi y rompió sus vínculos con el partido. Con el tiempo, él y sus seguidores acabaron exigiendo la creación de un Estado soberano llamado Khalistán, «el país de los puros». El país de los sijs.
El problema es que lo hicieron utilizando la violencia como medio de intimidación y de presión. En 1981, Brindanwale fue acusado de ordenar el asesinato del dueño de una cadena de periódicos del Punjab cuya línea editorial era muy crítica con sus actividades y su ideario. Pero su encarcelamiento provocó una oleada de manifestaciones tan violentas y destructivas que el gobierno central intervino. Vacilante, sin saber realmente qué rumbo tomar, la propia Indira ordenó al ministro del Interior que lo liberase cuando sólo habían transcurrido tres semanas. Lo hizo precisamente para no hacer un mártir de Brindanwale, pero ya era demasiado tarde. Había ingresado en la cárcel como un fanático predicador de provincias y salió como héroe nacional. Hizo una gira por las grandes ciudades en la que demostró su inmensa popularidad entre los sijs de la diáspora. Pero su regreso al Punjab coincidió con un aumento de la violencia. Cada día aparecían, en las callejuelas de Amritsar o Jallandar, cadáveres de hindúes o musulmanes degollados. En varios templos, fieles hindúes descubrieron horrorizados cabezas de su animal sagrado, la vaca, tiradas a los pies de los altares. A estas sangrientas provocaciones se añadían listas negras publicadas por Brindanwale en los periódicos con el nombre de los adversarios que pensaba eliminar. Y cumplía con sus amenazas. El hijo del dueño de la cadena de periódicos asesinado fue abatido a su vez, lo que sembró el terror entre los medios de comunicación y la población en general. Los sijs que se atrevían a criticarlo eran blanco de sus ataques. Volvió a la cárcel, pero sus huestes siguieron matando a opositores. Cuando salió, él y su ejército se atrincheraron en el complejo del Templo de Oro, en Amritsar, la ciudad santa de los sijs.
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