Javier Moro - El sari rojo
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Otro escolta, que seguía a Indira a cierta distancia y que no formaba parte de la conspiración, corrió hacia ella pero, antes de alcanzarla, una ráfaga le dio en el tobillo y cayó de bruces. Los demás acompañantes, paralizados, temiendo ser tiroteados, se agacharon como parapetándose detrás del cuerpo de Indira. Esperaban lo peor. Pronto oyeron las voces de otros agentes de seguridad que llegaban corriendo de Akbar Road. Creyeron que empezaría un violento tiroteo pero en ese momento los dos escoltas sijs tiraron las armas al suelo. «He hecho lo que tenía que hacer -dijo el gigante Beant Singh en punjabí-. Ahora vosotros haced lo que tengáis que hacer.» Era su manera de decir que, en nombre de los sijs, había vengado el sacrilegio del Templo de Oro. El policía que había sostenido el paraguas negro se abalanzó sobre él y lo tiró al suelo mientras el secretario Dhawan, que de milagro había salido indemne de la última ráfaga, consiguió salir de su estupor, arrastrarse hacia Indira y ponerse en cuclillas a su lado para atenderla. En seguida llegaron más soldados del cuerpo de policía de fronteras, que estaban de guardia en una garita en la calle, y neutralizaron al otro escolta asesino. Los llevaron a la garita, donde hubo una refriega. Se dice que intentaron escapar. El caso es que fueron tiroteados a su vez. Beant Singh murió en el acto. Al otro, gravemente herido, lo iban a trasladar a un hospital. Más tarde, se supo que fuera de sus horas de servicio Beant acostumbraba a frecuentar las gurdwaras (templos sijs) de Delhi y que charlaba con los elementos más exaltados. El otro acababa de pasar un mes de vacaciones en su pueblo del Punjab, en la cuna misma del nacionalismo sij.
El médico personal de Indira, que uno de los sirvientes había avisado nada más oír el tiroteo, llegó resollando y se afanó en realizar ejercicios de reanimación. «¡La ambulancia, rápido!», gritaba: «¡Llamad a la ambulancia para llevar a la señora Gandhi al hospital!» Una ambulancia estaba siempre aparcada frente al domicilio, como parte de la asistencia rutinaria a la primera ministra. Pero en el momento crítico no estaba disponible.
– ¡El chófer se ha ido a tomar un té! -dijo un sirviente.
– ¡Pues un coche! ¡Traed un coche ya!
Consiguieron traer un Ambassador blanco que maniobraron y metieron en el jardín. El secretario Dhawan y el policía agarraron el cuerpo inerte de Indira y lo llevaron hasta el automóvil. La tumbaron en el asiento trasero, y ellos se sentaron delante. El coche estaba a punto de arrancar cuando surgió Sonia, en albornoz, demacrada' el pelo mojado y revuelto y la mirada espantada. El tiroteo la había sorprendido en la ducha. Al principio lo había confundido con petardos, como los que los niños lanzan en Diwali. Pero el grito de una de las sirvientas le hizo darse cuenta de que algo terrible había ocurrido.
Y allí estaba la confirmación de sus temores: su suegra yacía sobre el asiento trasero, sin vida. La mujer que desde pequeña se había identificado con Juana de Arco había sido a su vez traicionada y llevada a la muerte por gente de su confianza. Sonia se metió en el automóvil. «¡Oh, mami! ¡Dios mío, mami!», decía al arrodillarse en el asiento trasero para coger en sus manos la cabeza de Indira y abrazarla, hablarle, apurar el último soplo de vida y quizás revertir el ineludible curso del destino. El coche salió zumbando en dirección al All India Institute of Medical Science, el mismo hospital donde habían llevado a Sanjay después de estrellarse en la avioneta. Sonia recordaría aquel trayecto de sólo cinco kilómetros de distancia como el más largo de su vida. El tráfico era muy denso y parecía que no llegarían nunca. Nueva Delhi ya no era la misma ciudad que cuando llegó; ya casi no había carruajes tirados por bueyes o camellos, ni elefantes, en las calles. La población se había multiplicado por cuatro y el tráfico rodado era denso. Indira se desangraba en sus manos y Sonia se sentía impotente. «¡Dios mío, más rápido!», repetía, mientras pasaba la manga de su albornoz sobre el rostro de Indira y procuraba enjugarle las heridas. Como un péndulo enloquecido, su estado de ánimo oscilaba de lo más negro a la esperanza: «¿Y si está simplemente inconsciente?», se preguntaba de pronto mientras el coche intentaba abrirse paso a bocinazos. «¡Rápido! -le decía al chófer-. ¡A lo mejor pueden salvarla!» Pero por muchos esfuerzos que hiciese el chófer, era imposible sortear el tráfico. ¿Podían imaginar esos conductores aletargados que en ese Ambassador blanco que ni siquiera disponía de sirena yacía el cadáver de la mujer que había regido sus destinos desde hacía más de veinte años? En la mente de Sonia se atropellaban preguntas, en desorden, como un volcán en erupción: «¿Dónde está Rajiv? ¿Cómo le aviso? ¿Dónde están los niños? ¡Tengo que mandar a por ellos! ¡Dios mío, mami, no te mueras!» Había sangre por todas partes: en el albornoz de Sonia las manchas eran de un rojo vivo, en el bonito sari de Indira habían adquirido un tono marrón. Los asientos tapizados de terciopelo también estaban empapados, formando una enorme mancha negra. Pero, aun así, Sonia seguía negándose a creer que lo peor había ocurrido, que ya todo había acabado para la mujer que hasta ese día había sido el pilar de su existencia. En el fondo, ya presentía que las balas de los asesinos habían hecho otras víctimas: su felicidad y la de su familia.
A las nueve y treinta y dos minutos, es decir dieciséis minutos después del atentado, llegaron al hospital. Pero nadie había avisado desde casa para decir que la primera ministra estaba a punto de llegar. Cuando los jóvenes médicos del servicio de urgencias la reconocieron, les entró el pánico. Uno de ellos tuvo la presencia de ánimo de llamar a un experto cardiólogo y unos minutos más tarde un equipo de los médicos más veteranos del hospital bajaron a ocuparse de Indira. Le hicieron una traqueotomía para hacer llegar oxígeno a sus pulmones y le colocaron varias vías para una transfusión de sangre. Decidieron subirla al quirófano de la octava planta. Allí, el electrocardiograma mostró débiles signos de latidos del corazón. Se lo hicieron saber a Sonia, que estaba sola, en la antesala. Una tenue luz de esperanza brilló en sus ojos húmedos. Le dijeron que los médicos estaban dando un vigoroso masaje al corazón de Indira, pero se abstuvieron de explicarle que estaba claro, por la dilatación de las pupilas, que el cerebro estaba irremediablemente dañado. Las balas habían perforado el hígado, los pulmones, varios huesos y la columna vertebral de la primera ministra. «Es un colador», dijo un médico. Sólo el corazón se había salvado. Aun así, durante cuatro horas, los médicos intentaron realizar un milagro.
Sonia apenas podía controlar su temblor. La idea de que el enemigo estaba dentro de casa era terrorífica. ¿De quién fiarse? ¿Y si algún sirviente, algún empleado, algún secretario estaba compinchado? Era como si todas las certezas de la vida se hubieran desmoronado de golpe. ¡Otra vez esa sensación de estar sobre arenas movedizas, donde nada es lo que parece y todo puede cambiar de un minuto a otro! «¡¿Dios mío, y los niños?!» No podía evitar pensar en el asesinato de Sheikh Rahman y de toda su familia. El hijo tenía la misma edad que Rahul. ¿Habrán ido a por los niños al colegio? ¡Si solamente pudiese hablar con su hermana! Pero Nadia no estaba en Nueva Delhi por esas fechas.
Fue Pupul Jayakar, la amiga del alma de Indira, quien llegó primero y quien la tranquilizó. Los niños estaban en casa, a salvo y estaban todo lo serenos que se podía estar en esas circunstancias. Pupul le dijo que la noticia todavía no había trascendido y que los movimientos de la calle eran normales. «Encontré a Sonia en estado de shock -contaría más tarde-. Casi no podía hablar. Empezó a temblar y no quise hacer preguntas.» Pupul le había traído ropa y Sonia trocó el albornoz manchado de sangre por un sari. En la hora siguiente, empezaron a llegar otros amigos, miembros del partido y del gobierno. A Sonia le hubiera gustado echarles a todos de la sala, a todos menos a los amigos íntimos y los compañeros que habían mostrado su lealtad inquebrantable hacia Indira, tan pocos que se podían contar con los dedos de una mano. Pero eso era olvidar que Indira no sólo era la madre de su marido, sino la de todo un pueblo. Su asesinato revestía una gravedad extrema. El país estaba descabezado, sin timonel. Aún no sabía nadie si el atentado había sido una venganza puntual contra Indira o si formaba parte de un complot más amplio para acabar en golpe de Estado. De eso trataban las conversaciones susurradas en los pasillos del hospital entre miembros del gobierno y de la oposición, mientras el vicepresidente departía con altos funcionarios del Gobierno en un cuarto del piso inferior. Departían sobre el futuro del país, porque Indira ya era el pasado. Estaba a punto de entrar en la historia. A las dos y veintidós de la tarde, cinco horas después de ser abatida a balazos por hombres cuya misión era proteger su vida, los médicos declararon que Indira Gandhi había muerto. Diez minutos después, la BBC daba la noticia al mundo.
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