Javier Moro - El sari rojo

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Una gran novela de amor, traición y familia en el corazón de la India protagonizada por Sonia Gandi. Una italiana de familia humilde que, a raíz de su matrimonio con Rajiv Gandhi, vivió un cuento de hadas al pasar a formar parte de la emblemática saga de los Nehru-Gandhi.

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No tuvo mucho tiempo de consolar a su familia porque la gente le solicitaba constantemente. El país exigía su atención, sin siquiera darle tiempo a llorar la muerte de su madre y tranquilizar a los suyos. «Recuerdo que sentí la necesidad de estar a solas con él, aunque sólo fuese un momento», diría Sonia. Se lo llevó a un rincón del quirófano, a pocos metros de donde los médicos estaban cosiendo el cadáver de Indira. Olía a formol y a éter. La blanca luz de los neones mostraba con toda su crudeza las facciones devastadas del rostro otrora suave de Rajiv.

– Me van a hacer primer ministro -le dijo en un susurro.

Sonia cerró los ojos. Era lo peor que podía haber escuchado. Era como el anuncio de una segunda muerte en el mismo día. Rajiv le cogió ambas manos, mientras siguió susurrándole las razones que le obligaban a aceptar el cargo.

– Sonia, ésa es la mejor manera de protegernos, créeme. Dispondremos de la máxima protección. Ahora, es lo que necesitamos.

– Vámonos a vivir a otro sitio…

– ¿Y crees que estaremos seguros en otro país? Estamos todos en la lista negra de los extremistas, y esos fanáticos son capaces de golpear en cualquier lugar. No, Sonia, no nos queda más remedio que vivir protegidos constantemente, por lo menos hasta que la amenaza remita.

Sonia lloraba desconsoladamente. Sabía lo que eso significaba.

Significa tener que vivir en un entorno claustrofóbico, que los niños no podrían disfrutar de una existencia normal… ¿Era eso vivir? ¿Y la felicidad en todo esto? ¿Esa felicidad a la que se habían tan cómodamente acostumbrado?

– Te lo suplico, Rajiv, no dejes que te hagan esto -le rogó Sonia.

– Te aseguro que es por nuestro bien.

– ¿Por nuestro bien? Pero si ese sistema de protección del que hablas ha demostrado ser totalmente ineficaz. ¡Una primera ministra tiroteada en su propia casa, y ni siquiera el equipo de emergencia más básico a mano…! ¿Te das cuenta?

– La avisaron de que debía prescindir de sus guardias sijs, pero no hizo caso…

– ¿Qué quieres decir, que se lo buscó?

– Tendría que haber escuchado al jefe de la policía y al de Inteligencia. Seguiría ahora con nosotros, si lo hubiera hecho.

Él la abrazó de nuevo. Ella prosiguió:

– Dios mío, te matarán a ti también.

– No tengo elección, me matarán de todas maneras, esté o no en el poder…

– Por favor, no aceptes, diles que no…

– No puedo, mi vida. ¿Te imaginas seguir viviendo como si nada, siempre con miedo, aquí, en Italia o en donde fuese?… Es lo que pasaría si no acepto. Así es como tienes que verlo. Es mi destino. Nuestro destino… Hay momentos en que la vida no te deja elegir porque no hay elección posible. Ayúdame a aceptarlo.

– ¡Oh no, Dios mío, no!… -musitaba Sonia inmersa en un mar de lágrimas-. Te matarán, te matarán… -repetía mientras el secretario oficial de Indira, P.C. Alexander, vino a interrumpirles. La rueda de la sucesión no podía esperar. Era urgente ponerla en marcha. Cogió a Rajiv del brazo.

– Tenemos que organizar la toma de posesión -dijo en voz baja.

– Voy a casa a cambiarme de ropa -le contestó Rajiv-. Estaré antes de las seis en el palacio del presidente de la República.

Entonces Sonia supo que no había nada que hacer, que de nuevo tenía que doblegarse ante unas fuerzas que le sobrepasaban y que nunca podría controlar. ¿Qué podía hacer ella contra un país que se había quedado huérfano y que reclamaba la cabeza del hijo? Cuando Rajiv le dio un beso en la frente y se separó lentamente de ella, Sonia, presa de una indefinible sensación de melancolía, sintió un desgarro en las entrañas, como cuando estaba en el Ambassador sosteniendo la cabeza de una Indira moribunda entre sus brazos.

Por la tarde de ese mismo día tuvo lugar la ceremonia de toma de posesión de Rajiv Gandhi como sexto primer ministro de la India en el salón Ashoka del Palacio del Presidente de la República, el mismo lugar donde su abuelo y su madre habían sido investidos para el mismo cargo. De los seis primeros ministros, tres habían pertenecido a la misma familia y los otros tres habían sido muy breves. En treinta y seis años de independencia, los Nehru habían sido primeros ministros durante treinta y tres años. Indira había sido la tercera en morir en el cargo, pero la primera de una muerte violenta. No fue una ceremonia animada, como correspondería en circunstancias normales. Allí estaba un hombre joven, a quien no le habían dado tiempo para asimilar la muerte de su madre y su repercusión en la nación, empujado a aceptar el papel más difícil y exigente al que podía aspirar cualquier ciudadano de la India. Sin quererlo ni desearlo.

Antes de aceptar, Rajiv había dejado claro que mantendría el gobierno anterior, sin miembros nuevos ni cambios de cartera. A continuación tuvo lugar su primer consejo de ministros, en el que el debate giró en torno a los funerales de Indira. Decidieron instalar la capilla ardiente en Teen Murti House, la antigua residencia de Nehru, el palacete donde Rajiv había pasado su infancia. Usha, la fiel secretaria, fue de las primeras en llegar y así describió a su antigua jefa, tendida en el féretro, el cuerpo amortajado pero el rostro descubierto: «Su cara estaba hinchada y sin color. Mejor que no se hubiera visto así porque no se hubiera gustado, ella que siempre iba tan bien arreglada y que cuidaba tanto su apariencia.» Lo mismo debió de pensar Sonia. La televisión captó un momento corto e intenso, un gesto que quedó grabado en la memoria de millones de indios y que hablaba, más que cualquier declaración escrita o expresada oralmente, del vínculo que unía a ambas mujeres. Sonia, serena, pasó un pañuelo por la comisura de los labios de Indira para secarle el brillo de la piel. Como si en lugar de muerta estuviera viva y siguiese necesitando sus cuidados. La lealtad sobrevivía así a la muerte.

Pasadas las once de la noche, el nuevo primer ministro apareció en televisión, en un discurso que fue retransmitido por radio al mundo entero. Sonia estaba en el estudio de grabación, el corazón partido al ver cómo el poder había secuestrado a su marido, utilizando sin escrúpulos los apellidos Nehru-Gandhi para mantener el país unido en tiempo de crisis. ¿No era una crueldad haber pedido a alguien con tan poca veteranía en política como su marido que aceptase un cargo que precisaba de tanta experiencia, al menos en esos tiempos tan difíciles?

«Indira Gandhi ha sido asesinada -empezó diciendo Rajiv ante las cámaras-. Sabéis cuán cerca de su corazón estaba el sueño de una India próspera, unida y en paz. A causa de su muerte prematura, su labor ha quedado interrumpida. A nosotros nos toca acabarla.»

Su discurso, y el tono de emoción contenida con el que lo pronunció, recordó a muchos el discurso que hizo su abuelo Nehru tras el asesinato de Gandhi. Entonces Nehru tuvo miedo de que los musulmanes fuesen culpados del magnicidio, por eso se apresuró en decir alto y claro que el culpable había sido un fanático hindú. Treinta y seis años más tarde, Rajiv Gandhi no hizo referencia alguna a los asesinos de su madre, o a sus motivos. Aludió a la naturaleza religiosa del asesinato cuando hizo un llamamiento a la calma y a la unidad, diciendo que nada le dolería más al alma de Indira Gandhi que un brote de violencia en cualquier lugar del país.

Pero la violencia ya había estallado. Primero empezó en los alrededores del hospital, cuando varios taxis conducidos por sijs fueron apedreados y un templo sij, incendiado. Cualquier hombre enturbantado parecía de pronto sospechoso. Los vecinos sijs recogieron a sus niños de las calles, se encerraron en casa, bajaron las persianas y apagaron la luz, procurando hacerse invisibles. Las mujeres miraban espantadas entre las rendijas. Algún sij corría a buscar refugio. Para otros, no había refugio. Sabían que el asesinato de Indira Gandhi los habían convertido en blanco de la ira del pueblo. Al caer la noche, se formaron grupos de gente en las callejuelas, la mayoría hindúes, algunos con palos en la mano, otros incitando a la caza del sij. Fue una noche negra, aún más oscura por la oleada de odio y terror que se abatió sobre la ciudad, que apenas durmió. La intensidad de las matanzas aumentaba a medida que surgían rumores de que los sijs habían envenenado los depósitos de agua potable de la capital, o de que un tren lleno de hindúes que venían del Punjab había sido atacado. No eran verdad, pero la gente los creía. Bandas de gamberros, que al principio destrozaban casas y comercios propiedad de sijs, sacaron luego de sus hogares a hombres y niños con turbante para despedazarlos a machetazos frente a sus mujeres horrorizadas. En las calles, grupos de matones se abalanzaban sobre los sijs, a los que daban palizas de muerte o rociaban de gasolina para prenderles fuego. Familias enteras fueron acuchilladas en trenes y autobuses. La policía no se atrevía a intervenir, por pura desidia y también porque en el fondo estaban de acuerdo en vengarse de esa turbulenta minoría. Durante tres días, mientras miles de personas desfilaban ante el cuerpo de Indira Gandhi, entre los que se encontraban estrellas de cine, jefes de Estado, líderes políticos, amigos, familiares y miles de ciudadanos que nunca habían conocido a Indira pero que sentían profundamente su pérdida, la orgía de violencia siguió extendiéndose. Más de dos mil coches, camiones y taxis ardieron, así como un rosario de fábricas propiedad de familias sijs, como la de Campa Cola, la respuesta india a la Coca -Cola, que pertenecía a un antiguo amigo de Sanjay que les había ayudado en tiempos de penuria. Los periodistas documentaron un episodio particularmente atroz en un barrio de la margen derecha del río Yamuna, donde un grupo bien organizado dio muerte de manera sistemática a todo sij frente a la pasividad de la policía. Ni siquiera les daban la oportunidad de salvarse porque prendían fuego a las casas con sus habitantes dentro. Una de las periodistas que fue testigo de lo ocurrido llamó por teléfono a Pupul: «Por favor, haz algo, la situación es trágica», le dijo con voz asustada. Pupul se quedó perpleja. Hasta hacía muy poco tiempo, hubiera sabido qué hacer. Habría cogido el teléfono y hubiera llamado a su amiga Indira, que habría actuado inmediatamente. Pero ahora no sabía a quién dirigirse. De modo que llamó al ministro del Interior que casualmente estaba reunido con Rajiv en el número 1 de Safdarjung Road. Le explicó las masacres, las violaciones, el horror de lo que estaba ocurriendo a menos de diez kilómetros de donde se encontraban. «Hable con el primer ministro», le dijo, y acto seguido le pasó a Rajiv. Pupul le repitió lo que ya había contado. «Me era difícil dirigirme a Rajiv como primer ministro, me era difícil entender que el enorme poder y la masiva autoridad de Indira ahora recaían en él» Rajiv la hizo ir a su casa, donde Pupul contó con más detalle todo lo que sabía. El primer ministro parecía desconcertado e indeciso.

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