Javier Moro - El sari rojo

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Una gran novela de amor, traición y familia en el corazón de la India protagonizada por Sonia Gandi. Una italiana de familia humilde que, a raíz de su matrimonio con Rajiv Gandhi, vivió un cuento de hadas al pasar a formar parte de la emblemática saga de los Nehru-Gandhi.

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– ¿Qué hago, Pupul? -le preguntó.

– No me corresponde decir lo que debe hacer el primer ministro -le contestó ella-. Te puedo decir lo que tu madre hubiera hecho. Habría llamado al ejército y hubiera mantenido el orden a toda costa. Habría salido en televisión y con todo el prestigio de su cargo hubiera dejado bien claro que bajo ningún concepto consentiría las masacres.

– Ayúdame a redactar un discurso como los que hubiera hecho mi madre -le pidió Rajiv mientras la acompañaba hasta la puerta-. Por favor, hazlo ya, es urgente.

Pupul lo hizo, pero cuando se sentó frente al televisor, no apareció Rajiv, sino el ministro del Interior. Pupul pensó que no era una presencia suficientemente contundente para calmar los ánimos. Le pareció que el discurso carecía de la angustia del hijo y de la autoridad de un primer ministro. De hecho, el ejército no fue llamado a intervenir esa noche por miedo a inflamar aún más los ánimos, de modo que el terror y la barbarie continuaron. Esa indecisión fue atribuida por muchos a la inexperiencia de Rajiv. Pero la verdad es que estaba superado por los acontecimientos, todavía bajo el trauma de haber perdido a su madre y de encontrarse con las riendas del poder, sin saber realmente cómo funcionaban los resortes de ese poder.

Entre los sijs cundía tal pánico que por primera vez en su vida, muchos de ellos se quitaron el turbante y se cortaron las barbas y el pelo para salvarse. Unos cien mil huyeron de la capital. El escritor Kushwant Singh se refugió con su mujer en la embajada de Suecia: «Lo que las turbas buscaban eran los bienes de los sijs, los televisores y las neveras, porque somos más prósperos que los demás. Matar y quemar gente viva sólo era parte de la diversión.» Al anochecer, grupos de sijs se dispersaban por la ciudad buscando refugio. Dos de ellos llegaron a casa de Pupul, y sorprendieron a la mujer del dhobi, el lavandero, que a esas horas debía estar participando en los disturbios. Ante los gritos de susto de la mujer, los sijs salieron corriendo, pero Pupul les hubiera dado cobijo esa noche, como lo hicieron también muchas familias hindúes. De la misma manera que muy pocos sijs habían sido seguidores de Brindanwale, muy pocos hindúes querían vengarse de los sijs. Pero los que lo hicieron fueron de una crueldad que recordaba a los tiempos de la Partición. En tres días, unos tres mil fueron masacrados.

Por la tarde del 2 de noviembre, Rajiv salió por fin en televisión exigiendo el fin de la violencia. «Lo que ha ocurrido en Delhi desde la muerte de Indira Gandhi es un insulto a todo lo que ella defendía», dijo claramente. Al día siguiente, por fin mandó intervenir al ejército, que impuso el toque de queda y entró con tanquetas en los barrios más conflictivos con orden de disparar a todo el que fuera sorprendido en flagrante delito de agresión.

El 3 de noviembre, mientras la paz se imponía por la fuerza, tenía lugar la cremación de Indira muy cerca de donde había tenido lugar la de Nehru y la de Sanjay, en la ribera del río. Rajiv dio siete vueltas a la pira funeraria de su madre, antes de plantar una antorcha entre los troncos de sándalo. Las llamas fueron prendiendo mientras el sol teñía de naranja, rojo y oro el cielo. Asistía un impresionante elenco de personalidades, entre las que se encontraban George Bush padre, la Madre Teresa, miembros de la realeza europea, artistas y escritores, magnates de los negocios, científicos y jefes de Estado. Para una elegante señora vestida de negro, estos funerales revestían una importancia muy particular. Margaret Thatcher recordaba las cálidas palabras de Indira cuando pocas semanas atrás la llamó después del atentado del IRA. «Tenemos que hacer algo contra el terrorismo…», le había dicho.

La silueta de Rajiv entre las llamas que devoraban el cuerpo de su madre quedó grabada para siempre en los ojos de todo un pueblo, como una antorcha de esperanza. «Todo era caos a su alrededor -escribió un conocido periodista- pero él daba una imagen de confianza, parecía controlar la situación.» La Dama de Hierro británica comentó: «He visto en Rajiv el mismo auto control que tenía la señora Gandhi…» La que estaba absolutamente desconsolada, y no lo escondía, era Sonia. «Si alguien hubiera pintado la escena -dijo Margaret Thatcher-, su propio dolor hubiera bastado para comunicar el sentimiento general.» Paradójicamente, no había una enorme multitud de gente humilde, de los millones que habían venerado a Indira como a una diosa. El miedo a los altercados y la atmósfera de violencia que reinaba en la ciudad disuadieron a muchos de ir a rendirle su último homenaje.

Fiel a las instrucciones que había recibido de su madre hacía poco tiempo, una mañana Rajiv cogió la urna de bronce que contenía las cenizas v se embarcó en un avión de la Fuerza Aérea india. Después de una hora de vuelo, sobrevolaba la cordillera del Himalaya, una cresta de picos blancos que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Le abrieron una compuerta en el suelo del avión que dejó entrar un aire helado. Rajiv, tocado un gorro de astracán, vestido con un chaquetón de piel, gruesos guantes forrados y llevando una máscara de oxígeno, cogió la urna, también envuelta en una bolsa de piel para que su contenido no se congelase, la abrió y dejó caer las cenizas sobre las montañas, tal y como manda el ritual, para que la muerte volviese a la vida, trece días después de que Indira Gandhi hubiese entrado en la historia.

35

Rajiv no tuvo un minuto para detenerse a conjurar su propio dolor. La vida política continuaba y los jefes del partido le aconsejaron adelantar las elecciones generales. Querían capitalizar el voto de simpatía que el asesinato de Indira era susceptible de provocar. Rajiv entendió que esas elecciones eran muy importantes para él, porque le servirían para adquirir legitimidad popular y no parecer únicamente que había sido designado a dedo por los seguidores de su madre. De modo que fijó la fecha de votación para el 26 de diciembre de 1984. Quiso que Sonia le acompañase de nuevo a hacer campaña en la circunscripción de Amethi, donde Maneka, con su hijito en brazos, se presentaba como candidata rival. Sonia era ahora la primera dama del país, y sólo pensarlo le daba vértigo. El destino no podía haber elegido alguien menos predispuesto para asumir ese papel. Un papel que hubiera llenado de orgullo y satisfacción a la mayoría de las mujeres, pero que a ella le producía melancolía, porque le hacía añorar su antigua vida. ¡Qué lujo era vivir con seguridad! ¡Qué lujo poder dedicarse a restaurar cuadros, salir con las amigas, ser libre y llevar una vida anónima! Estaban todavía tan traumatizados que antes del viaje a Amethi, y coincidiendo con el 68. 0cumpleaños de Indira, Rajiv y ella redactaron sendas instrucciones: «En caso de mi muerte o la de mi mujer Sonia en accidente, dentro o fuera de la India, nuestros cuerpos deben ser repatriados a Delhi y quemados juntos, según el ritual hindú, en un lugar a cielo abierto. Bajo ninguna circunstancia nuestros cuerpos serán quemados en un crematorio eléctrico. Según nuestra costumbre, nuestro hijo Rahul deberá encender la pira… Es mi deseo que nuestras cenizas sean esparcidas en el Ganges, en Allahabad, donde lo fueron las cenizas de mis antepasados.» ¿No decía el refrán que la cobra muerde siempre dos veces, o sea que una desgracia nunca llegaba sola?

Sonia, vestida con saris blancos, como correspondía al luto por su suegra, descubrió que ahora se encontraba mucho más a gusto entre la multitud de Amethi. «Me convertí en asidua de ese lugar -escribiría más tarde-o Conocía a la gente y sus problemas, y ya no me sentía una extraña entre ellos.» Pero la ausencia de Indira se hacía sentir cruelmente. Había sido el centro del universo familiar, una personalidad fuerte, fiable, siempre presente para guiar, aconsejar, animar y rodear a los suyos. El vacío era abismal. Rajiv se había quedado huérfano, sin la última figura de su familia. Un día, estaba Sonia buscándole en casa, pero nadie parecía saber dónde se había metido. Por fin lo encontró en el antiguo estudio de Indira, observando objetos y fotos de su madre, como si estuviera rastreando su huella. «Parecía muy perdido y muy solo -escribiría Sonia-. Muy a menudo sentía intensamente su ausencia.» Era inevitable. Allá donde iba, aun en los confines más remotos del subcontinente, veía carteles con la cara de su madre, siempre acicalada con su mechón de pelo blanco bien visible y saludando con la palma de la mano hacia arriba. Siempre alguien le hablaba de ella, de la última visita que había realizado allí, de lo que había hecho por esa comunidad, de los niños que había bendecido y hasta del funcionario que había reprendido. Indira había dejado su huella en todo el país, y a Rajiv a veces le parecía que seguía viva, que estaba a punto de aparecer para reconfortarlo y darle ánimos. No le quedaba más remedio que hacer acopio de sus reservas de coraje y fortaleza mental para enfrentarse con estoicismo al recuerdo de su madre.

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