Javier Moro - El sari rojo
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Los críticos de Rajiv, que le acusaban de falta de carácter, tuvieron que admitir que sus cualidades de conciliador daban resultado. Su gran ventaja radicaba precisamente en la diferencia de estilo con su madre y con la mayoría de los políticos indios en general. Aportaba savia nueva. Creía que las políticas socialistas de su madre y de su abuelo gripaban el funcionamiento y el desarrollo de la economía. Estaba convencido de que el License Raj, que su madre había colaborado a apuntalar, ahogaba el espíritu emprendedor de los indios y fomentaba la corrupción. Agilizar permisos contra un soborno era práctica corriente entre los funcionarios. Como piloto de una compañía estatal durante catorce años, Rajiv había sufrido sus notorias incompetencias y sabía de lo que hablaba. Su esfuerzo por hacer que la administración fuese más eficaz y por relajar los controles le valió el reproche de los intelectuales de izquierda. Según ellos, liberalizar el comercio y relajar los controles harían de la India un país excesivamente dependiente del capital extranjero. Le identificaban más con la creciente clase media que con la India profunda. Le acusaban de haber nacido de pie, de hablar mejor inglés que hindi y hasta de llevar a su familia política de vacaciones al parque nacional de Ranthanbore. Cogerse vacaciones era mal visto en la India, sobre todo para un político. Pero Rajiv quiso invitar a su suegro a ver tigres en el mismo parque nacional donde había pasado con Sonia la luna de miel.
Por fin Stefano Maino había accedido a visitar a su hija preferida. Fueron las primeras y únicas vacaciones de su vida, una oportunidad que Rajiv no iba a desperdiciar, por eso se volcó en agasajarle. También formaba parte de aquel viaje el viejo amigo de Stefano, el mecánico Danilo Quadra. Sonia estaba feliz de poder recibir a su padre después de tantos años. Intuía que sería su única visita a la India porque Stefano nunca había sido amante de los viajes y porque ahora padecía del corazón y se encontraba frágil.
– Siempre tiene miedo por ti, incluso desde antes del asesinato de tu suegra -le confesó Danilo a Sonia.
El miedo lo tenía Stefano metido en el cuerpo desde antes de que Sonia se le escapase de las manos, desde el día lejano en que había comentado a su mujer: «La echarán a los tigres.» También sentía miedo por Rajiv, ese bravo ragazzo como lo llamaba. Demasiado bravo para ejercer de político en un lugar tan convulso y pobre como la India, pensaba Stefano. El espectáculo de la miseria lo conmocionó, quizás porque le recordaba a su infancia, cuando era pastor de vacas y el tiempo discurría con exasperante lentitud y la tripa estaba vacía. Parecía que las cosas no iban a mejorar nunca y que la escasez, el tedio y las limitaciones serían eternas, como lo veía reflejado en las miradas de los jóvenes en las aldeas indias. Sonia lo recriminaba constantemente porque era muy proclive a dar generosas limosnas: «Como sigas así, vas a tener a todos los mendigos de la India persiguiéndote» le decía ella, recordándole que la mayoría de los mendigos trabajaban para las mafias y que más valía dar dinero directamente a los que se ocupaban de los pobres. Pero este hombre parco en palabras y que parecía tan duro no hacía caso porque no podía resistir la sonrisa de un niño que metía la mano por la ventana abierta del coche. Al final del viaje, cuando volvieron a Nueva Delhi, su amigo Danilo se lo confirmó a Sonia, alzando los hombros en signo de impotencia: «No hay nada que hacer, le gusta dar dinero a todo el mundo.» Stefano Maino fue siempre fiel a su propia memoria.
Rajiv era demasiado «occidental» como para poder disimularlo, y hasta muy british en sus modales y en la manera de contener sus emociones. Una vez, defendiéndose de un ataque de la oposición dijo que ésta quería hacer regresar a la India a la Edad Media, un modismo que pertenece a la historia europea y no a la india. También era cierto que su grado de identificación con los pobres no era tan intenso como el de su madre o su abuelo, pero pensaba que si la clase media urbana se enriquecía, eso acabaría beneficiando a los pobres de las aldeas. Los viejos dinosaurios del partido le recordaban que lo importante era mantener la lealtad de los votantes, que en su inmensa mayoría eran pobres de solemnidad. ¿Qué sentido tenía hacer una política que no les beneficiase a corto plazo? ¿Acaso quería Rajiv que el partido perdiese las próximas elecciones? El joven primer ministro se encontraba atrapado entre dar mayor libertad a los empresarios para ganar dinero, y mantener la fidelidad de la base, de los pobres. Ése era su gran desafío, y sabía que no iba a ser fácil ganarlo. Para luchar contra el sambenito de «primer ministro de los privilegiados» que sus detractores querían colgarle, y que en una democracia de pobres era muy perjudicial, hizo lo que hubiera hecho su madre: recorrer el país de manera exhaustiva. Hasta participó en una gran peregrinación para mejorar su imagen con las masas. Según Sonia, que le acompañaba en muchos de sus recorridos, su marido era incansable. «Caminaba tan rápido que tenía que pedirle que ralentizase el paso para que los demás pudieran seguirle. Como se había acostumbrado a no dormir más de cuatro o cinco horas al día, solía echar una cabezadita entre las distintas paradas, dándome instrucciones de despertarlo si alguien le estaba esperando. A veces, le dejaba dormir unos minutos más… Luego protestaba, pero por lo menos descansaba.» Sonia fue testigo del sentimiento que despertaba en el pueblo. «La gente respondía más a su encanto personal que al puesto que encarnaba. Daba igual que se encontrara en una aldea tribal del norte, una ciudad en Tamil Nadu, en el corazón del Punjab rural o en las chabolas de Bombay. Rajiv no pertenecía a ninguna casta, etnia o grupo. Era indio y todos le consideraban uno de los suyos.» Conducía su propio todoterreno en las zonas rurales. Allá donde había gente esperando, se detenía a charlar. «Si nos retrasábamos -contaría Sonia-, le seguían esperando pacientemente para hablar con él, para verlo. En sitios remotos, bien entrada la noche, un campesino acercaba una vieja lámpara de aceite a su rostro y yo veía surgir un destello en sus ojos al reconocer su sonrisa. Nos pedía que le acompañásemos para presentarnos a su familia, ponerle nombre a sus recién nacidos, desear suerte a los jóvenes matrimonios de la aldea.» Qué lejos se veía la vida de Nueva Delhi desde esos remotos rincones… desde las chozas donde compartían su escasa comida, donde escuchaban atentamente la descripción de sus privaciones y donde les hacían preguntas para averiguar cómo poder ayudarlos. «Veo mucho amor en los ojos de la gente -dijo Rajiv-, y amistad, confianza, pero sobre todo esperanza.» Rajiv creía firmemente que la tecnología podía eliminar, o por lo menos mitigar la pobreza. Se acordaba de su madre, y de los esfuerzos que había realizado para poner en marcha la revolución verde, llevando a científicos al campo y organizando encuentros con políticos locales y campesinos. Cuando le criticaban por destinar grandes sumas de dinero del presupuesto del Estado a centros de investigación científicos, se defendía diciendo que los granjeros del Punjab nunca hubieran tenido éxito de no haber tenido acceso a cultivos de tejidos y a la ingeniería genética. «Podemos tener fallos si experimentamos -decía-, pero si no lo hacemos no llegaremos nunca a ninguna parte.» Las contradicciones de la India eran sangrantes: ¿Cómo era posible lanzar satélites al espacio y no ser capaces de proveer de agua potable a la población?, se preguntaba. Fue descubriendo que no era por falta de tecnología, sino por la incapacidad de aplicar la tecnología a los problemas de los pobres. De ahí surgió una idea suya que llamó Misiones Tecnológicas, un ambicioso programa de investigación en seis áreas que Rajiv, después de sus recorridos por las zonas rurales, identificó como prioritarias: agua potable, alfabetización, inmunización, producción de leche, telecomunicaciones y energías renovables.
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