Javier Moro - El sari rojo

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Una gran novela de amor, traición y familia en el corazón de la India protagonizada por Sonia Gandi. Una italiana de familia humilde que, a raíz de su matrimonio con Rajiv Gandhi, vivió un cuento de hadas al pasar a formar parte de la emblemática saga de los Nehru-Gandhi.

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– ¿Otra guerra? -dijo Sonia-. Piénsatelo bien.

Rajiv planificó bien la jugada. En el bloqueo vio la oportunidad de que la India se impusiera de una vez por todas. Decidió mandar cinco aviones de carga escoltados por cazas en dirección a la península de Jaffna para socorrer a la población, lanzando cuarenta toneladas de arroz, medicinas y suministros varios. Era un gesto animado de un auténtico motivo humanitario y al mismo tiempo de la voluntad de la India de afirmarse como poder regional.

La presión funcionó. El presidente de Sri Lanka acabó por firmar un acuerdo con Rajiv, según el cual el gobierno cingalés concedía una amplia autonomía a los tamiles. El acuerdo también estipulaba que una fuerza de paz india sería trasladada a la isla. El ejército de Sri Lanka se retiraría a sus barracones, y los militantes de los Tigres Tamiles serían persuadidos -o forzados- a deponer las armas. «Este acuerdo no sólo acaba con el conflicto -declaró Rajiv-, también trae paz y hace justicia a las comunidades minoritarias de la isla.»

– Tu madre se sentiría orgullosa de ti -le dijo Sonia.

Pero no era como la victoria de Indira en Bangladesh. Rajiv había vendido la piel antes de cazar el oso.

La mayoría cingalesa, temerosa de que sus intereses se viesen perjudicados por las concesiones hechas a los tamiles, reaccionó de manera violenta a los términos del acuerdo. Cuando Rajiv viajó a Colombo a finales del mes de julio de 1987 para ratificarlo, los agentes del Special Protection Group que le acompañaban intentaron disuadirlo de pasar revista a la guardia de honor como requería el protocolo. «Puede ser peligroso -le dijeron-. Pueden haberse infiltrado elementos incontrolados, hay mucha tensión en la isla…»

– ¿Cómo? Aquí estamos para firmar un acuerdo que garantiza su paz y seguridad… ¿y vais a decirles que tengo miedo de saludar a la guardia de honor?

Sus escoltas, que conocían lo testarudo que podía ser su jefe, no insistieron. Hacía poco tiempo, uno de ellos había sufrido la ira del primer ministro en carne propia. Había osado quejarse de que Rajiv conducía demasiado rápido su propio Range Rover, regalo del rey Hussein de Jordania, con el que le gustaba desplazarse desde su domicilio hasta su despacho en el Parlamento, y que no le podía seguir por las calles de Nueva Delhi. Rajiv lo había encontrado demasiado insolente y había pedido su traslado. La presión del cargo hacía surgir en Rajiv rasgos de cabezonería y determinación que recordaban a los de su hermano y su madre.

De modo que siguió con su programa y acompañó al presidente de Sri Lanka a pasar revista a la guardia de honor, con música de una banda militar, saludos marciales y toda la parafernalia. De pronto, un soldado, vestido del uniforme blanco de la marina, rompió la fila y se abalanzó sobre él, con la intención de golpearle con la culata de un rifle en la cabeza. Rajiv se percató del ataque y se agachó justo a tiempo para esquivar el golpe que le hubiera reventado el cráneo, y que recibió de lleno en el hombro. Todo ocurrió tan rápidamente que los que estaban presentes no se dieron cuenta de lo que había pasado. Rajiv quiso minimizar el incidente y rechazó ser atendido por los médicos. Permaneció escuchando el himno nacional, aguantando el dolor, y continuó con su programa, impertérrito. Hasta que no se metió en el avión para el viaje de vuelta no se dejó tratar por su médico. Hubiera querido esperar a decírselo a Sonia personalmente, para que no se asustase, pero la televisión había hecho llegar las imágenes al mundo entero. Sonia y sus hijos las habían visto en el salón de casa y estaban de nuevo con el corazón en vilo. Otro pequeño incidente venía a recordarles el peligro constante en el que vivían. «Durante mucho tiempo -contaría Sonia no pudo mover el hombro ni dormir sobre el lado izquierdo.»

No había aterrizado Rajiv en Nueva Delhi cuando el Gobierno de Sri Lanka solicitó poner en práctica la cláusula de asistencia militar. Una fuerza de paz de varios miles de soldados indios fue despachada a la isla con la intención de supervisar el alto el fuego y el desarme de la guerrilla y, una vez cumplido el objetivo, regresar. Pero las tropas fueron vistas con recelo por ambos bandos, por la mayoría cingalesa que las acusaba de violar la soberanía, y por los Tigres, que hasta entonces habían pensado que la India estaba de su parte. Cuando los soldados de la fuerza de paz les pidieron que depusieran las armas, los tamiles añadieron de pronto unas condiciones que eran inasumibles, dando al traste con el acuerdo. Regresaron a la selva, desde donde lanzaban cruentos ataques contra la fuerza de paz. Al tener que defenderse, los indios acabaron todavía más implicados en la contienda, asumiendo el papel que tenía anteriormente el ejército de Sri Lanka. Rajiv llegó a enviar casi setenta mil soldados, lo que hizo cundir el pánico en el Parlamento de Nueva Delhi:

– ¡El primer ministro está convirtiendo a Sri Lanka en el Vietnam de la India! -le acusaron desde el banco de la oposición.

Rajiv había sido muy ingenuo al pensar que los tamiles jugarían limpio. «Incumplieron cada uno de los compromisos que habían adquirido con nosotros -declararía Rajiv-. Se lanzaron deliberadamente a destrozar el acuerdo porque o no eran capaces, o no querían hacer la transición de la lucha armada a un proceso democrático.» Rajiv se lo había jugado todo a una carta, pero los tamiles le dejaron en la estacada. Al quitarles el apoyo del que siempre habían disfrutado en la India, le vieron como un traidor a su causa.

Frustración, desengaño y exasperación eran también el lote de un primer ministro, sobre todo cuando los resultados de elecciones regionales parecían confirmar las predicciones de los halcones de su partido, que le habían puesto en guardia contra una política que no diese resultados inmediatos a los pobres. En 1987, el Congress perdió en varios estados, provocando un aumento del descontento entre la vieja guardia, que empezó a cuestionar el liderazgo de Rajiv al frente del partido. Al problema de Sri Lanka y la derrota electoral se sumó un escándalo que causó un daño irreparable a su imagen de Mr. Clean. El 16 de abril de 1987, la radio sueca anunció que millones de dólares habían sido pagados en concepto de comisiones a funcionarios indios y a miembros del Congress por la empresa armamentística sueca Bofors en conexión con un contrato para la venta de cuatrocientos diez morteros a las fuerzas armadas indias. El contrato había sido el resultado de la decisión de Rajiv de mejorar el equipamiento del ejército indio, el cuarto mayor del mundo después del de Estados Unidos, la Unión Soviética y China.

Rajiv y su gobierno reaccionaron ferozmente contra las alegaciones de la radio sueca, desmintiendo varias veces que se hubieran pagado comisiones. La oposición olfateó miedo en las filas del gobierno y lanzó un ataque contra el primer ministro con todos los medios a su alcance. La prensa llegó a acusarlo veladamente de haber cobrado una comisión a través de la familia de Sonia, aludiendo a la proximidad entre Turín y Ginebra como dejando entender que se habían utilizado cuentas suizas opacas manejadas por la familia o amigos de la familia. ¡Hasta hubo periodistas que llamaron por teléfono a los padres de Sonia allá en Orbassano, y el pobre Stefano Maino se vio de repente involucrado en una supuesta trama de tráfico de armas y de cobro de comisiones! Lo único que hicieron aquellas llamadas fue alarmarlos aún más, porque la distancia exacerba la angustia, y el miedo a lo que pudiera ocurrirle a su hija y sus nietos ya era grande. Al escarbar en el asunto, la prensa india sacó a relucir el nombre de un hombre de negocios que había estado involucrado en varios contratos de venta de helicópteros y armamento de empresas italianas al estado indio. Ottavio Quattrochi, el amigo exuberante que desde hacía años pertenecía al círculo íntimo de Rajiv y Sonia, habría cobrado seguramente una jugosa comisión en el asunto Bofors. De ahí a insinuar que Quattrochi les había pasado parte de esa comisión en el extranjero, sólo había un paso, que los periodistas dieron alegremente. ¡Qué escándalo más jugoso!

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