Javier Moro - El sari rojo

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Una gran novela de amor, traición y familia en el corazón de la India protagonizada por Sonia Gandi. Una italiana de familia humilde que, a raíz de su matrimonio con Rajiv Gandhi, vivió un cuento de hadas al pasar a formar parte de la emblemática saga de los Nehru-Gandhi.

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Aunque ninguna publicación pudo aportar pruebas, el daño estaba hecho y la ingenuidad y falta de experiencia de Rajiv no hicieron más que agravarlo. En lugar de ignorar acusaciones sin fundamento, salió a defenderse en el Parlamento: «Declaro categóricamente en este alto foro de la democracia que ni mi familia ni yo hemos recibido comisión alguna en estas transacciones de Bofors. Ésa es la verdad.» Pero la verdad ya daba igual. Lo importante para los adversarios de Rajiv era que había picado, que en lugar de ignorar la alegación desde el principio, había reaccionado con tanto ímpetu que había abierto la caja de Pandora de las insinuaciones y falsas sospechas. Desmintió de nuevo que se hubieran pagado comisiones o que cualquier ciudadano indio se hubiese beneficiado de ese contrato, y al hacerlo se hundió aún más en el fango del escándalo. En un país donde hasta un cartero cobra una pequeña mordida por entregar el correo al pobre de una chabola, donde la práctica del intermediario existe en todas las facetas de la vida y es tan antigua como la propia cultura, resultaba difícil creer que en un contrato de mil millones de dólares nadie hubiera cobrado un céntimo. A pesar de que un comité parlamentario conjunto concluyese que el proceso de elaboración y evaluación había sido objetivo y correcto, que la decisión de adjudicarlo a Bofors se había basado sólo en el mérito y que no existía evidencia de intermediarios en el momento en que se firmó el contrato, Rajiv ya era sometido a un veredicto público, y ese veredicto le acusaba de estar escondiendo algo. «Quizás sea cierto que Rajiv no estuviese envuelto en la corrupción -reconoció la prensa-. ¡Pero entonces estará involucrado en camuflarla!», proclamaba acto seguido. Cuando un periodista del India Today preguntó por qué Rajiv no respondía a esta última alegación, éste contestó irritado: «¿Tengo que contestar a cualquier perro que ladra?» Más tarde, Rajiv reconoció que ni él ni su gabinete habían sabido manejar el problema. En realidad, había reaccionado como un hombre decente. No lo había hecho como lo hubiera hecho un político avezado, buscando un chivo expiatorio y cargándole las culpas. No contó con que se desenvolvía en el mundo sucio de la política donde la verdad no era lo importante, sino su manipulación para sembrar dudas y descalabrar la imagen del adversario. Sonia estaba triste por él, y furiosa por haberse visto implicada de manera tan ridícula pero tan destructiva, a través de su familia y de los Quattrochi, en semejante despropósito. Se dio cuenta de que se había convertido en blanco de todas las críticas y que ni siquiera en la intimidad era libre. Se acabaron los brunch de los domingos. Ni Maria ni Ottavio Quattrochi ni ninguno de los hombres de negocios o diplomáticos que conocían volvieron a la residencia del primer ministro. Qué injusto, pensaba Sonia. Sobre todo porque ella había sido testigo de primera mano de los términos generales de la negociación. Habían tenido lugar alrededor de una lasaña que había cocinado personalmente para la ocasión. Corría enero de 1986, y el primer ministro sueco Olof Palme, de visita a Nueva Delhi, había ido a comer a casa. Él y Rajiv se habían hecho amigos durante unas conferencias sobre desarme en la sede de la ONU en Nueva York. También Rahul y Priyanka estuvieron presentes en esa comida, en la que ambos estadistas discutieron abiertamente los términos del contrato y Rajiv insistió en su veto a los intermediarios, precisamente para abaratar el coste de la transacción.

¿Cómo podría olvidar Sonia a Olof Palme, tan comprometido con los problemas del Tercer Mundo y que compartía con Rajiv tantos puntos de vista, como la oposición al régimen del apartheid o el apoyo a los países no alineados? Menos de un mes después de aquella cena, Sonia se quedó helada al enterarse por la televisión, el 18 de febrero de 1986, del asesinato del líder sueco, en plena calle, cuando salía del cine con su mujer. ¡Dios mío! ¿Es que ya no existe ningún lugar seguro en el mundo? Si algo así ocurre en Suecia, ¿qué puede pasarnos a nosotros aquí en la India?

Por lo pronto, el asunto Bofors se convirtió en una cruzada que utilizó la oposición para echar a Rajiv de su puesto, aunque los periodistas y los editores de prensa se sentían frustrados por su propia incapacidad para aportar una evidencia definitiva de malversación por parte del gobierno. Nadie parecía saber quiénes habían cobrado de la empresa sueca, ni siquiera el gobierno, y menos aún Rajiv. Pero todos admitían ya que la cláusula del contrato que vetaba a los intermediarios había sido violada. ¿Habían cobrado miembros del Congress desvinculados del gobierno y el dinero había ido a parar a las arcas del partido? ¿Había cobrado Ottavio Quattrochi utilizando su proximidad al poder? ¿Era eso posible sin que lo supiera el máximo responsable, es decir el primer ministro? Rajiv sostuvo siempre que no, pero la duda pesaba como una losa. El clima de incertidumbre pulverizó su credibilidad. Durante los primeros dos años de su mandato, había disfrutado de una prensa favorable y parecía incapaz de hacer algo mal. Hasta la oposición encontraba dificultades en criticar sus acciones, limitándose a criticar su estilo: «La política india ya no huele a pobre como en tiempos del Mahatma Gandhi -había declarado un famoso periodista de un partido rival-; ahora, con Rajiv, huele a after-shave.»

«Al principio nada de lo que hacía estaba mal -diría Rajiv-.

De pronto, nada de lo que hacía estaba bien. Por supuesto, ninguna de las dos cosas eran ciertas.» De llamarle Mr. Clean, pasaron a llamarle peyorativamente the boy, con la intención de compararle desfavorablemente con su madre. «¿Conseguirá the boy estar a la altura?» era el tema de un editorial de prensa diario.

En realidad, la mayoría de los problemas de Rajiv tenían que ver con su inexperiencia política y su candor como ser humano. Le costaba fijar los límites entre la lealtad a los amigos y el bien público. El nombre de los hermanos Bachchan, amigos de la infancia en cuya casa Sonia había vivido sus primeros días en la India, se vio asociado a oscuros escándalos financieros. Un primer ministro más prudente se hubiera distanciado de ellos. Pero Rajiv no lo hizo, al contrario, se mostraba resentido porque criticasen a sus amigos. Su madre decía siempre que en política no existen las relaciones sociales, pero él era demasiado buen amigo para ser buen político. Al principio, se negaba a admitir que sus amigos pudieran fallarle y antes prefería ver una conspiración de sus adversarios políticos que la verdad. Sin embargo, muchos amigos de confianza que había nombrado como consejeros acabaron desengañándole. Uno de ellos, un piloto, el encargado de recordarle cuándo expiraría su licencia de vuelo y de ocuparse de los asuntos de su circunscripción de Amethi, fue acusado por la prensa de construirse una piscina de mármol importado de Italia en su casa. De nuevo Rajiv, en lugar de distanciarse de él, salió a defenderle e hizo un comentario que le causó más daño político que si hubiese realmente cometido un error de gobierno. Dejó caer que muchos pilotos de aviación tenían casas con piscina, una declaración que, dicha en cualquier país de Occidente por un jefe de Estado que además hubiera sido piloto de aerolínea, no hubiera causado furor alguno. En la India levantó ampollas. La oposición le echó en cara su falta de respeto hacia la «sensibilidad india». Fue muy criticado por la costumbre de cogerse unos días de vacaciones en Año Nuevo con su familia en sitios a veces exóticos, como las islas Lakshadeep, en el Océano Índico, o las islas Andamán, en la bahía de Bengala. En Occidente hubiera parecido razonable que alguien que trabajaba tanto mereciese un descanso, que los hijos que vivían enclaustrados todo el año pudiesen disfrutar de unos días de libertad y seguridad, pero en un país pobre como la India, que el máximo mandatario se lo pasase bien estaba mal visto. En realidad, Rajiv y Sonia seguían con la costumbre de reunirse en familia en Navidad y año nuevo, pero en 1988 dejaron de hacerlo en Italia. En octubre de ese año, Stefano Maino había caído fulminado por un ataque al corazón y pensaron que era mejor invitar a la familia a algún lugar que no les recordase las antiguas reuniones alrededor del patriarca.

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