Javier Moro - El sari rojo

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Una gran novela de amor, traición y familia en el corazón de la India protagonizada por Sonia Gandi. Una italiana de familia humilde que, a raíz de su matrimonio con Rajiv Gandhi, vivió un cuento de hadas al pasar a formar parte de la emblemática saga de los Nehru-Gandhi.

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Sonia se desplazó a Orbassano para el entierro, prácticamente de incógnito, y casi no se dejó ver. A los problemas de seguridad se unía un lógico sentimiento de profunda desolación y las ganas de estar en familia, con su madre y sus hermanas, buceando en los recuerdos, consolándose mutuamente. Al oír el ruido de la primera palada de tierra que el enterrador tiró sobre la caja, Sonia se estremeció. Una parte de su vida quedaba sepultada para siempre. Ya no escucharía sus consejos de sabio montañés que, ahora se daba cuenta, la habían marcado más de lo que siempre había creído.

De regreso a casa, estuvo charlando con Danilo Quadra, el viejo amigo de Stefano, que rememoró los últimos momentos de la vida del antiguo pastor de los montes Asiago. Le contó que habían estado jugando al dominó en el bar de Nino, en la plaza de Orbassano, como lo hacían diariamente desde hacía años, y que nada más volver a casa, esa casa que para Stefano era el símbolo de su triunfo en la vida, cayó fulminado. Que murió sin sufrir. Unos días después, Danilo le contó que Stefano estaba irritado desde que se había enterado del recrudecimiento de los ataques contra Sonia en la prensa india.

– «A mi hija no la quieren allí porque es de aquí», me dijo. ¿Es cierto eso?

– No lo creo -dijo Sonia-. Los que no me quieren son los que están en contra de mi marido.

– Le fastidiaba que por el hecho de que seas italiana, el gobierno indio evite cualquier contrato con empresas de aquí -siguió contándole Danilo-. Unos días antes de morir, me dijo que la Fiat había hecho una oferta muy buena de venta de tractores, pero que al final el contrato se lo habían llevado los japoneses… por miedo del gobierno de tu marido a ser acusado de favorecer empresas italianas. ¿Es eso cierto? -volvió a preguntarle Danilo.

Sonia le miró con sus ojos negros, hinchados por el cansancio y la pena, y asintió. Cuando se quedó sola y se fue a dormir a la que había sido su habitación de soltera, se preguntó, como sorprendida de sí misma, ¿soy realmente de aquí? Su padre se hubiera revuelto en su tumba si la hubiera oído decir algo así, pero sentía una indefinible sensación de extrañeza, de no pertenecer ya a ese decorado que había sido el de su juventud. Como si la muerte de su padre hubiera precipitado el sentimiento de desarraigo. A Sonia le costaba reconocerse en el país de su infancia. Su mente estaba demasiado lejos de las preocupaciones cotidianas de la gente de Orbassano, como para que pudiera identificarse con ellas. En el fondo, había vivido más años en la India que en Italia, más años en un ambiente volcado en los problemas de gobernar a una sexta parte de la humanidad que en un ambiente orientado al mero bienestar individual. Hacía tiempo que su corazón había dejado de oscilar entre ambos mundos. Era de allí, y la muerte de su padre vino a confirmárselo, de una manera secreta, como si la desaparición de quien más se había opuesto a su designio le hiciese ver con mayor claridad de qué lado se encontraba de verdad.

Se quedó encerrada varios días en casa, sin ganas de nada. Ni siquiera tuvo fuerzas para ir a ver a Pier Luigi; no quería hablar con nadie, dar explicaciones, contar su vida… ¿Era posible contarla? ¿Cómo pretender que alguien entendiese la vida que llevaba? Sólo lo podía entender su familia más próxima, y ahora ni siquiera su padre. Le asaltaron pensamientos oscuros… «Tendría que haber sido más cariñosa con él -se decía-, tendría que haberle insistido para que viniera más veces a Delhi, haber estado más cercana a él, haberle llevado al médico y quizás se hubiera podido evitar el infarto…» Era una letanía de reproches provocados por la pena inmensa de haber perdido al hombre que, junto a Rajiv, más la quería. Cuando cerraba los ojos, recordaba el cosquilleo del bigote de su padre en su mejilla, su olor a jabón, su sonrisa y su ceño, sus palabras siempre juiciosas, impregnadas de un sentido común muy básico. Recordaba cuando la llevaba a visitar una obra terminada, y él se la mostraba con el orgullo del trabajo bien hecho. «¿Por qué se ha ido tan rápido?», se preguntaba Sonia. Se acordó de Indira, que había perdido a su marido de un infarto, que es como cuando se apaga la luz de golpe. O cuando explota una bomba y deja un cráter. Dicen que es mejor morir así, pero a Sonia le hubiera gustado despedirse de él, decirle lo mucho que le quería… aunque sólo fuese una vez. Le parecía tan extraño que su padre ya no estuviera allí que una noche se levantó y se fue al cementerio, a rezar sobre su tumba. Se encontró con su hermana, que había tenido la misma idea. Querían estar con él, porque a veces el inconsciente tarda en aceptar lo inevitable. A los pocos días, Sonia se marchó a Nueva Delhi y nunca nadie la volvió a ver en Orbassano.

38

La historia se repetía. Rajiv Gandhi no podía ser primer ministro sin provocar la misma animosidad que habían suscitado anteriormente su abuelo y su madre. En 1989, partidos de derecha e izquierda se aliaron con miembros del antiguo Partido Janata, la coalición que había nacido para derrotar a Indira, con el objetivo de presentar un frente común en las elecciones generales y lograr una misma meta: de nuevo sacar a un Gandhi del poder. Durante la campaña, un episodio de violencia feroz en el estado de Bihar entre musulmanes e hindúes empañó aún más la ya de por sí desgastada imagen de Rajiv. Hubo más de un millar de muertos antes de que Rajiv pudiese encargarse de aplacar los disturbios.

Luego siguió recorriendo el país al estilo de su madre, acumulando mítines y kilómetros y vendiendo los logros de su gobierno. La diferencia es que su madre iba rodeada de poca protección, lo que le permitía estrechar manos, dar abrazos y, en definitiva, estar en contacto físico con la gente. Cada desplazamiento de Rajiv, en cambio, implicaba la movilización de unos trescientos agentes de seguridad, que no le permitían acercarse tanto, salvo en situaciones absolutamente controladas. De vez en cuando se saltaba el protocolo, aunque tuviera que discutir con sus escoltas, pero en general cada movimiento suyo implicaba tanta logística que había que pensárselo bien si merecía la pena o no. Sabía que tanta limitación le hacía aparecer como un líder lejano ante las masas y por eso pugnaba por liberarse de la vigilancia. «Nunca he tenido miedo por mí», declaró en una entrevista. Como siempre, quien era más consciente del peligro era Sonia.

En campaña, Rajiv viajaba en un Boeing del ejército, costeado por el partido, que despegaba de Nueva Delhi antes del amanecer y que le permitía visitar tres o cuatro estados en un día. Para acceder a lugares remotos, utilizaba helicópteros que la víspera del viaje habían hecho prácticas de aterrizaje en pistas de fortuna. Terminaba la jornada después de medianoche y se quedaba a dormir unas horas en el avión, o en un alojamiento del gobierno. Sólo alguien con la resistencia y el sentido deportivo de la vida que tenía Rajiv podía soportar un ritmo semejante. Sin duda los indios no profesaban por él la misma adoración que sentían hacia su abuelo, ni el respeto casi reverencial con el que rodeaban a Indira, pero apreciaban a este hombre decente que luchaba por mostrarse digno de la carga dinástica que había heredado. En varias ocasiones le acompañó su hijo Rahul, un adolescente con gafas que se parecía mucho a él. Para el joven, fue el bautismo de multitudes. La gente quería tocarle como si al hacerlo se contagiasen de la magia y del poder de un Gandhi. Priyanka no iba a ser menos que su hermano, e insistió para que ella y su madre fuesen a la circunscripción de Amethi, de la que Rajiv era diputado, a poner toda la carne en el asador. Priyanka disfrutaba mucho haciendo campaña junto a su madre. Ambas eran muy populares y muy queridas entre el millón y medio de habitantes de Amethi, que disfrutaban ahora de la prosperidad que les había prometido Rajiv en su primera campaña. Amethi podía alardear ahora de tener todas las carreteras asfaltadas; casi todas sus aldeas tenían electricidad yagua potable y un pequeño boom industrial había reducido drásticamente el paro. Ésas eran las ventajas de tener a su diputado de primer ministro. Madre e hija fueron recibidas con mucho cariño y efusividad. Sonia era la atracción principal de los campesinos, deseosos de colocar una guirnalda de flores alrededor del cuello de esta extranjera que les intrigaba porque siempre iba vestida con sari y hablaba hindi con fluidez. «Puede que sea hija de Italia, pero soy nuera de Amethi», les decía para explicar su origen, y su sonrisa dejaba ver sus graciosos hoyuelos. Como a Sonia no le gustaba hablar en público prefería de ir de casa en casa, o de choza en choza, y animar a la gente a votar por su marido. También madre e hija improvisaban mítines en la cuneta de la carretera, donde explicaban lo mismo que Rajiv y Rahul explicaban a miles de kilómetros de allí a otros campesinos todavía más pobres. Repartían pegatinas e insignias a los jóvenes, y a las mujeres unos bindis adhesivos (el punto en medio de los ojos) con el logo del Congress, la palma de la mano abierta. «Sólo quiero que os deis cuenta de lo que ha mejorado la situación de vuestras aldeas desde que Rajiv fue elegido parlamentario hace ocho años… -les decía Sonia, antes de añadir-. Hermanos y hermanas, si queréis que sigamos trabajando, votad por mi marido.»

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