Javier Moro - El sari rojo
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Pero, como siempre, el paréntesis de felicidad lo cerraron los acontecimientos políticos, que se precipitaban más rápidamente de lo que Rajiv esperaba. La India se deslizaba por una pendiente peligrosa, empujada por uno de los partidos de la coalición en el poder, el BJP (Bharatiya Janata Party), la antigua derecha fundamentalista hindú que tanto había fustigado a Indira. El partido había crecido hasta convertirse en el adversario más peligroso del Congress y un peligro potencial para la unidad del país. Apoyado por el RSS, una organización militante extremista, el BJP reclamaba una «India hindú» donde las minorías tendrían que vivir supeditadas a la mayoría, no en pie de igualdad. Su filosofía era diametralmente opuesta a la de Nehru y el Congress, porque renegaba del principio fundador de la India moderna, es decir de la aconfesionalidad que pregonaba la separación del Estado y de la religión, y la igualdad de todas las religiones ante la ley. El auge del BJP coincidió con el recrudecimiento de la violencia religiosa en el norte del país. Eran disturbios que no se aplacaban solos, sino que duraban hasta que las fuerzas de policía los aplastaban. El origen de esos disturbios era siempre el mismo y solía desencadenarlo un detalle nimio, como una disputa por los lindes de un terreno, por un espacio en una acera, por un cerdo orinando en el muro de una mezquita o una vaca muerta encontrada cerca de un templo hindú. En cualquier caso, en cuanto saltaba la chispa, la violencia se propagaba de manera fulgurante alimentada por rumores, siempre falsos) que magnificaban el incidente original, transformando un simple encontronazo entre dos individuos en una guerra santa entre religiones. Las organizaciones comunitarias y los políticos que se identificaban con una u otra de las facciones alimentaban el fuego de la discordia, de manera que de las palabras se pasaba a los puñetazos, luego a los cuchillos, y así hasta los cócteles molotov y los balazos.
En la India, los conflictos de casta y religión empezaron a retroalimentarse a partir de los años ochenta, en concreto después de que toda la población de un pueblo de intocables en Tamil Nadu tomase la decisión de convertirse al Islam para escapar del rígido sistema hindú de las castas. Aquellos pobres cambiaron hasta el nombre del pueblo, que de Menashkipuram pasó a llamarse Rehmatnagar. Los fundamentalistas hindúes pusieron el grito en el cielo -«¡El hinduismo está en peligro!»- y acusaron a los países del Golfo de estar financiando a los musulmanes de la India. La realidad era que los intocables reaccionaban por fin a siglos de opresión a manos de los terratenientes, que en esa zona eran hindúes de alta casta.
Luego, un acontecimiento aparentemente inofensivo inflamó aún más los ánimos de los fundamentalistas hindúes: la retransmisión en 1987 de una serie basada en el Ramayana, la epopeya hindú más popular, lo más parecido que los hindúes tienen a las escrituras sagradas. La adaptación para la televisión, una mezcla de telenovela y mitología, constaba de ciento cuatro episodios que se retransmitían los domingos por la mañana. El éxito fue tan fulgurante que la televisión estatal encargó a otro productor de Bollywood la realización de la epopeya del Mahabharata. Ambas series fueron las telenovelas de mayor audiencia en el mundo entero. Un 85 por ciento de los telespectadores indios vieron la totalidad de los episodios, una cifra única en la historia de la televisión.
Cuando emitían las series, la actividad del país entero se paralizaba. Taxis, bicicletas y rickshaws desaparecían de las calles. Los teléfonos dejaban de sonar. Las oraciones y los ritos de cremación se posponían. Funcionarios, amas de casa, tenderos, prostitutas, reos, vendedores de agua, barrenderos, niños, pobres que hurgaban en las basuras… todos abandonaban sus quehaceres para plantarse frente a un televisor en casa de alguien, en un comercio, en la plaza de la aldea, o mirando a hurtadillas por las ventanas de las casas de las familias que tenían el privilegio de contar con ese invento extraordinario. Muchos espectadores se creían a pie juntillas lo que estaban viendo, como si los dioses que salían en la pantalla habitasen el mundo de los hombres. Cuando el dios Rama salía en la serie, encendían una lamparita de aceite y se ponían a rezar allí mismo. En la India, las capas más desfavorecidas de la población son indiferentes a la distinción occidental entre historia pasada y actualidad, entre verdad y mito. Para ellos, todo es verdad. Los políticos más avezados, empezando por Indira, siempre supieron utilizar a su favor esa tenue frontera entre personas y dioses.
Las series desencadenaron una auténtica marea de fervor hinduista. En realidad el fervor había existido siempre, y se había exacerbado con la independencia, como una reacción a tantos siglos de dominación por los mogoles y luego por los ingleses. Nehru y Gandhi, muy conscientes del peligro de este tipo de fundamentalismo -parecido al de los sijs o al de los musulmanes, o al de los cristianos en otras partes del mundo, pero más peligroso aún en la India porque era la religión mayoritaria-, se esforzaron en predicar las virtudes de la aconfesionalidad y en enfatizar la unidad entre hindúes y musulmanes. El Mahatma Gandhi lo pagó con su vida: fue asesinado por unos militantes del RSS, organización que más tarde se afilió al BJP. Indira, muy consciente del problema, al principio de su mandato tuvo que enfrentarse con firmeza a cientos de santones desnudos que exigían la prohibición de matar vacas a las puertas del Parlamento.
Rajiv y otros miembros del Congress eran testigos de cómo el BJP explotaba con fines políticos el sentimiento religioso creado por la retransmisión de las series. En 1987, el BJP, de común acuerdo con dos poderosas organizaciones sociales y paramilitares ideológicamente afines, iniciaron una campaña que llamaron de «desagravio histórico». El objetivo era derribar una antigua mezquita construida en la antigua capital hindú de Ayodhya por un general del emperador mogol Babar en 1528. Alegaban que la mezquita había sido construida en el emplazamiento donde había nacido el dios Rama.
Para los musulmanes indios, la campaña del BJP y sus aliados era un ataque directo a sus derechos y a su religión. Impedir que las hordas hindúes destruyesen la mezquita se convirtió en símbolo de su supervivencia. Los ingredientes para un conflicto enrevesado y violento estaban servidos.
En 1989, después de las elecciones que le costaron el puesto a Rajiv, otra organización fundamentalista hindú asociada al BJP lanzó una campaña nacional para que cada pueblo de más de dos mil habitantes ofreciese un ladrillo destinado a la construcción de un templo a Rama a menos de treinta metros del emplazamiento de la mezquita. Era una provocación a los musulmanes. En el Parlamento, Rajiv urgió a que el gobierno tomase cartas en el asunto. El nuevo primer ministro mandó a las fuerzas del orden a interrumpir la construcción del templo, pero no consiguió sentar en una misma mesa a los distintos líderes para negociar una solución pacífica al conflicto. Por su parte, Rajiv hizo el gesto de ir a visitar a un santón hindú muy venerado que vivía a orillas del Ganges, un hombre que creía firmemente que la India era el hogar común de muchas religiones, y que debía seguir siendo así.
Un año más tarde, el BJP hinduista dio una nueva vuelta de tuerca a la provocación. Uno de sus líderes, un individuo alto, serio y carismático llamado L.K. Advani, hizo un llamamiento para que miles de voluntarios de todo el país convergiesen en Ayodhya con la idea de galvanizar las pasiones chovinistas de los hindúes. Él mismo encabezó una peregrinación que salió de una pequeña ciudad de Gujarat, y lo hizo a bordo de un carruaje motorizado que exhibía grandes retratos de los dioses y cuyos altavoces recitaban versos del Ramayana. Los campesinos se frotaban los ojos, incrédulos, al ver pasar ese cortejo seguido de voluntarios vestidos exactamente igual que los héroes de las series que habían visto en televisión. Aquella marcha elevó tanto la temperatura de la tensión comunal que el gobierno, en principio reacio a intervenir contra uno de los miembros de su coalición, mandó interrumpir la procesión de Advani antes de que ésta llegase a su destino.
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