Javier Moro - El sari rojo
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El 20 de mayo, Rajiv y Sonia salieron de casa a las siete y media de la mañana para depositar su voto. A esas horas, la temperatura era todavía soportable. Las cornejas parecían saludarlos desde las ramas de los árboles con sus graznidos amargos. Rajiv, vestido con una kurta blanca y un pañuelo tricolor alrededor del cuello, condujo el coche por las anchas avenidas, que estaban casi desiertas, pero a la entrada del colegio electoral les esperaba un corrillo de gente y un equipo de televisión. Sonia estaba espléndida en un salwar kamiz rojo. Saludaron a diestra y siniestra juntando las palmas de la mano a la altura del pecho y Rajiv firmó algunos autógrafos mientras esperaban que abriese el colegio. Detrás, la fila iba creciendo. Un joven voluntario del partido se acercó a Rajiv con una bandeja en la que había incienso, azúcar y pétalos de flor con la intención de realizar allí mismo una puja (una ofrenda) para empezar el día con una nota auspicios a en su honor. Sonia, siempre que estaba con su marido en un lugar público, observaba atentamente a todo el que se acercaba, intentando adivinar alguna intención oculta, un bulto sospechoso, un gesto inhabitual. La paranoia no le daba tregua. Quizás por eso se asustó tanto cuando el hombre de la bandeja, intimidado por Rajiv, la dejó caer en un estrépito que hizo sobresaltarse a todos. Sonia se crispó, luego empezó a sudar copiosamente. Rajiv se percató del malestar de su mujer y pidió que le trajeran un vaso de agua. Cuando le tocó votar, estaba tan alterada que no encontraba la papeleta con el símbolo del Congress. Por un momento pensó que se iría sin votar. A la salida, yendo hacia el coche, se lo contó a Rajiv, que se reía: «Me cogió la mano -recordaría Sonia- con ese toque cálido y tranquilizador que siempre ayudaba a disipar cualquier sentimiento de ansiedad.» Fue quizás la última ocasión en la que Rajiv estaba presente para calmar a su mujer, porque después de dejarla en casa, salió para su siguiente gira. Por la tarde tenía previsto volver a Nueva Delhi para cambiar del helicóptero a un avión y partir con destino al sur, donde las elecciones se celebrarían dos días después.
Pero esa tarde, Rajiv les dio la sorpresa de pasarse por casa. Sonia y Priyanka estaban felices de verlo, aunque fuera por poco tiempo. Rajiv se duchó deprisa, picó algo y llamó a su hijo a Estados Unidos: «Te llamo para darte ánimos con tus exámenes, Rahul, y para decirte lo contento que estoy de que vuelvas pronto… Va a ser un buen verano… Te quiero… Adiós.» Luego dio un beso a Priyanka. De nuevo debía irse, pero lo bueno es que aquélla sería la última escala de la gira electoral. Estaba tranquilo, iba al sur, territorio seguro, no como el norte, tan convulso y peligroso.
– ¿No puedes dejarlo ya? -le pidió Sonia-. Este viaje no cambiará los resultados…
– Lo sé, pero ya está todo organizado… Ánimo, un último empujoncito y saldremos vencedores… Sólo dos días más y de nuevo juntos -le dijo a Sonia con su sonrisa cautivadora.
«Nos despedimos con ternura… -recordaría Sonia- y se fue.
Me quedé mirando entre las rendijas de la persiana y le vi alejarse, hasta que le perdí de vista… Esta vez para siempre.»
40
Al día siguiente, 21 de mayo de 1991, Rajiv se embarcó en un helicóptero para visitar varias ciudades del estado de Orissa, en el este del país. Fue una jornada extenuante, y por la noche se encontraba tan cansado que pensó recuperar un poco de sueño atrasado y cancelar la última visita que tenía prevista a un pueblo del vecino estado de Tamil Nadu llamado Sriperumbudur. Además, un informe del Servicio de Inteligencia del gobierno central le había expresamente aconsejado no asistir a mítines en Tamil Nadu después del anochecer, porque los Tigres Tamiles disponían en ese estado de un apoyo considerable entre la población. Estaba hambriento, y la líder local del partido, una joven profesional que él había reclutado para el Congress, le invitó a cenar a su casa, pero se quedó pensando en los que le estaban esperando en Sriperumbudur, en todo el esfuerzo que sus compañeros de partido habían invertido en organizar el mitin, y a la postre no quiso defraudarlos y declinó la invitación a cenar. El partido bien se merecía un último esfuerzo.
– Ya dormiré a pierna suelta con Rahul, Priyanka y Sonia a mi alrededor -le dijo a su acompañante.
– ¿Entonces no vas a hacer caso al informe del Servicio de Inteligencia?
– Si tuviera que hacer caso a todos esos informes, tendría que haber abandonado la campaña hace mucho tiempo. Además -añadió-, la violencia política es poco común en el sur de la India, eso lo sabemos todos. Aquí las elecciones se parecen más a fiestas de pueblo que a acontecimientos políticos serios.
Al entrar en el avión, se encontró con la agradable sorpresa de que la líder local le había hecho llegar pizza y unas empanadillas. Apenas había dado un primer mordisco a su cena cuando le comunicaron que el aparato no podía despegar por un problema técnico. «Mejor -se dijo Rajiv, que sólo pensaba en echar una cabezadita-. Pues aquí nos quedamos.» Bajó del avión y se metió en un Ambassador que le condujo al alojamiento del gobierno. Pero, de camino, un coche oficial le alcanzó.
– Señor -le dijo un policía por la ventanilla-, ya se ha solucionado la avería, el avión está listo para el despegue.
Durante una fracción de segundo, Rajiv dudó en si debía seguir camino o regresar al aeropuerto. Al final, se dejó llevar por los acontecimientos y le dijo al chófer que diese media vuelta. De nuevo en el avión, tomó asiento, se abrochó el cinturón y cuando el aparato empezaba a rodar por la pista, se dio cuenta de que había olvidado la comida en el coche.
Llegó a Madras a las ocho y media de la noche, asistió a una corta rueda de prensa, bebió un refresco y siguió viaje por carretera. Iba sentado delante, al lado del conductor, con la ventanilla abierta. En el salpicadero del Ambassador, había una pequeña luz fluorescente que le daba en la cara para que la gente pudiera verlo en la oscuridad de la noche. Se detuvo en un pueblo en el que dio un mitin de veinte minutos y a las nueve y media ya estaba en otro dando un nuevo discurso. En el trayecto, aprovechaba para charlar con periodistas. Ese día iba acompañado de Barbara Crossette, corresponsal de The New York Times y especialista en temas asiáticos. Al cruzar las aldeas, el coche se abría lentamente paso entre la multitud y la gente, con expresión de frenética alegría en sus rostros, lanzaba flores. «Esperamos buenos resultados en esta zona», dijo Rajiv a los periodistas. Nada más salir del coche, sus seguidores pugnaban por colocarle guirnaldas alrededor del cuello, mientras otros le regalaban pañuelos y chales. En un momento dado, se detuvo para saludar a una mujer que estaba siendo estrujada por la muchedumbre. Le colocó una bufanda de seda alrededor del cuello y le dijo unas palabras. La mujer cubrió su rostro con sus manos y apretó la bufanda contra su pecho. Barbara Crossette se sorprendió de la escasa protección de que disponía: «Más de cien veces, cualquiera de las manos que se habían metido en el coche para tocarle el brazo o darle la mano hubiera podido apuñalarlo o dispararle.»
Siguieron camino. A lo largo de la carretera, había luces de colores y pancartas dándole la bienvenida. De vez en cuando, Rajiv indicaba al chófer que fuese más despacio o que parase el coche para salir y estrechar más manos mientras les pedía el voto para el Congress. Lo curioso es que lo decía en inglés, porque no hablaba tamil. Cuando tenía que explicar algo más largo, un intérprete le hacía la labor. Las notas y cartas que iba recogiendo de la gente las metía en una bolsa gris de líneas aéreas que siempre llevaba consigo. Barbara Crossette le hizo su última entrevista. Le preguntó si no tomaba suplementos vitamínicos o si llevaba una dieta especial para aguantar ese despliegue de energía, teniendo en cuenta el calor de 40 grados y lo duras que eran las carreteras… Rajiv prorrumpió en carcajadas. «¡Estos americanos!», debió pensar. «La mayor parte del tiempo no como nada. Me mantengo con esto…», contestó, señalando un par de termos, uno de café y otro de té. Les indicó que la única concesión al confort eran las zapatillas de deporte blancas que llevaba. Luego departió sobre sus temas favoritos: «La gente está frustrada porque el sistema no es eficaz, no alimenta sus aspiraciones. Tenemos que conseguir mejorarlo drásticamente. Pero, sobre todo, estoy decidido a acabar con todas las controversias sobre la religión. Queremos una separación completa entre religión y política. La mezcla es explosiva, no sólo aquí, sino en todo el mundo.»
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