Javier Moro - El sari rojo
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A las diez de la noche, los líderes locales de Sriperumbudur, un pueblecito agrícola sin mayor interés, anunciaron la llegada del líder. La gente estaba viendo un espectáculo de danza típica de la región, muy colorido y ruidoso, algo normal en los mítines electorales, ya que los candidatos importantes nunca llegaban puntuales. Las dos horas de retraso sobre el horario previsto no quitaron las ganas a la gente de corearlo y de lanzar petardos para celebrar su llegada. Rajiv se asustó al oír las primeras explosiones, pero le explicaron que era la manera habitual de recibir a un dignatario importante en Tamil Nadu. Normalmente, en un acto así, en el norte, hubiera habido un arco detector de metales a la entrada del recinto. Pero aquí no existía nada parecido, excepto los esfuerzos del fiel escolta Pradip Gupta por apartar a la gente y evitar que tocasen a su protegido. Rajiv se detuvo frente a una estatua de su madre y le colocó ceremoniosamente una guirnalda de claveles. La multitud estaba compuesta sobre todo de hombres de aspecto cordial, vestidos con longhis, unas telas enrolladas alrededor de la cintura, y de niquis o de kurtas sin cuello. Después del homenaje a Indira, Rajiv caminó sobre una alfombra roja hacia el estrado donde le esperaban los líderes locales del partido, sentados alrededor de una larga mesa. Aceptaba con su eterna sonrisa las guirnaldas que le iban poniendo, se detenía para dar un apretón de manos, respondía al saludo de uno, se quitaba guirnaldas amontonadas en el cuello y las lanzaba a las mujeres, discutía con los policías locales que intentaban mantener apartada a la multitud, se reía y bromeaba con todos. Sacaba su increíble energía del contacto con la gente, entroncando de este modo con el ejemplo de su abuelo y de su madre.
Entre la multitud había dos mujeres de unos treinta años. Una de ellas era bajita, de piel oscura y llevaba gafas. Se llamaba Dhanu. Vestía una chaqueta vaquera sobre un traje punjabí de color naranja que consistía en una falda larga sobre pantalones anchos, contrariamente al resto de las mujeres del sur, que suelen llevar saris. Parecía estar embarazada. Nadie sospechaba que las razones de su corpulencia se debían a que bajo su chaqueta tenía pegados al cuerpo una batería de nueve voltios, un detonador y seis granadas con metralla envueltas en un material explosivo plástico. La otra chica se llamaba Kokila, y era la hija de un funcionario del partido. Rajiv le puso cariñosamente el brazo por encima del hombro mientras ella recitaba un poema en su honor. Dhanu, con una guirnalda en la mano, consiguió abrirse paso y colocarse detrás de Kokila. Cuando la chica acabó el poema, le llegó el turno a Dhanu, pero justo cuando iba a entregarle su guirnalda a Rajiv, una mujer policía la paró con el brazo. Rajiv le sonrió. «Deje que cada uno tenga su turno… No se preocupe, tranquila.» La policía desistió y se dio la vuelta, sin sospechar que de esa manera estaba salvando la vida. Entonces Dhanu se acercó a Rajiv para colocarle una guirnalda de virutas de madera de sándalo esculpidas en forma de pétalos de flor alrededor del cuello. Rajiv se lo agradeció con su hermosa sonrisa y, siguiendo la tradición, se quitó la guirnalda para entregársela a un compañero del partido que estaba detrás de él. Mientras, Dhanu se agachó para tocarle los pies. Rajiv también lo hizo, para mostrar humildad, como diciendo que él no era digno de ese saludo. Pero la mujer le engañó: no estaba tocándole los pies en signo de veneración, sino tirando de una cuerda que activó el detonador.
La explosión fue apocalíptica. «Cuando me di la vuelta -contó Suman Dubey, ayudante de Rajiv y viejo amigo de la familia- vi a gente volar por los aires como a cámara lenta.» Barbara Crossette, que se había quedado atrás, vio «una explosión muy intensa… y luego la gente cayendo alrededor, en círculo, como los pétalos de una flor. En el lugar donde se suponía que estaba Rajiv, había un agujero en la tierra.» La metralla había acabado con la vida de la asesina, de Rajiv y de diecisiete personas más. El pánico se apoderó de la multitud y de los policías, que no sabían si aquélla sería una explosión aislada o si habría más. El polvo y el humo se disiparon para dejar al descubierto el espectáculo de la masacre: cuerpos desmembrados, tierra negra y humeante, objetos calcinados. Curiosamente, el estrado seguía en pie, lo que había saltado en pedazos había sido la gente.
«Estaba buscando algo de color blanco -contaría Suman Dubey-, porque Rajiv siempre iba de blanco. Pero todo lo que veía era negro, materia calcinada.» Otros compañeros de partido se fueron acercando y encontraron a Pradip Gupta, el fiel escolta de Rajiv. Seguía vivo, estaba tumbado y con los ojos muy abiertos, sufriendo en carne propia la predicción que le había hecho a Sonia: «Si algo le pasa a Rajiv, tendrá que ser por encima de mi cadáver…» Murió unos segundos después. Debajo de su cuerpo, alguien encontró una zapatilla de deporte blanca. Era de Rajiv. Un colega del partido intentó girar lo que quedaba del cuerpo, sin conseguirlo porque se deshacía. Rajiv había sido literalmente eviscerado por la explosión, el cráneo estaba fracturado y había perdido casi toda la masa cerebral. Había muerto en el acto. Quince minutos después de la explosión, sonó el teléfono en el número 10 de Janpath.
41
Quien descolgó el aparato fue el secretario de Rajiv, que trabajaba en el despacho privado de su jefe, en un ala apartada de la casa. La familia dormía. En su dormitorio, Sonia oyó el teléfono entre sueños y le sonó como un alarido.
– Señor, ha habido un atentado con bomba -dijo una voz entrecortada, salpicada de interferencias.
– ¿Quién habla?
– Soy del Servicio de Inteligencia. Llamo de Sriperumbudur.
Al secretario se le hizo un nudo en la garganta.
– ¿Cómo está Rajivji? -preguntó.
El hombre no respondió. El secretario oyó cómo su interlocutor carraspeaba para aclararse la garganta antes de volver a hablar.
– Señor, es que… -empezó diciendo, sin terminar su frase.
Nervioso, el secretario le azuzó:
– ¿Por qué no me dice de una vez cómo se encuentra Rajiv?
– Señor, ha fallecido -soltó entonces el hombre, y nada más decirlo colgó el teléfono.
El secretario se quedó con el auricular en la mano, la mirada perdida, intentando asimilar lo que acababa de oír. La leve esperanza de que hubiera sido una falsa noticia se evaporó cuando, nada más colgar, volvió a sonar el teléfono. Un miembro del Congress de Tamil Nadu vino a confirmarle la noticia. Ya no había duda. En seguida las demás líneas empezaron a vibrar, en una cacofonía insoportable. El secretario salió apresurado.
– Madam, Madam…
Se encontró con Sonia en el pasillo, que salía de su cuarto atándose el albornoz.
Casi no podía abrir los ojos. Tenía el pelo revuelto. Sabía que una llamada en mitad de la noche no podía anunciar nada bueno. Tenía grabada en su memoria la que había recibido una noche en la casa familiar de Orbassano anunciándole el accidente de Sanjay. Ahora estaba presa de un sentimiento similar y se le hizo un nudo en el estómago. Pero lo que la dejó helada fue el aire asustado, casi histérico del secretario, un hombre habitualmente sobrio y comedido.
– Madam, ha sido una bomba… -balbuceó.
Sonia le lanzó una mirada severa. Tenía el rostro hinchado de sueño.
– ¿Está vivo?
El secretario fue incapaz de contestar. No le salieron las palabras. Tampoco hacían falta, Sonia había dejado de escucharle. Todo su cuerpo se contrajo como si hubiera recibido una descarga eléctrica y de lo más hondo de su alma herida de muerte surgió un grito gutural, ronco. Siete años después de la conversación que había mantenido con Rajiv en el quirófano del hospital donde estaban cosiendo el cadáver de Indira, y en la que le suplicó no aceptar el puesto que su madre había dejado vacante porque le matarían, la predicción se había cumplido.
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