Javier Moro - El sari rojo

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Una gran novela de amor, traición y familia en el corazón de la India protagonizada por Sonia Gandi. Una italiana de familia humilde que, a raíz de su matrimonio con Rajiv Gandhi, vivió un cuento de hadas al pasar a formar parte de la emblemática saga de los Nehru-Gandhi.

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– ¡iNooooo…!!

Su grito despertó a Priyanka, que apareció en el pasillo, también envuelta en un albornoz, el aspecto derrengado, la mirada atónita. Se quedó muda, incrédula, lívida. Agarró a su madre y la llevó al salón como pudo. Nunca en sus diecinueve años de vida la había visto en ese estado de desesperación. Nunca nadie la había visto llorar de esa manera. Tanto duraron y tan fuertes eran los sollozos que los primeros compañeros de partido que más tarde empezaron a llegar a la casa los oyeron desde la calle.

Priyanka no conseguía confortarla. De pronto, Sonia empezó a toser y a ahogarse de tal manera que el secretario temió que perdiese el conocimiento.

– Es un ataque de asma -dijo Priyanka.

Resultó tan violento que se asustó mucho.

– ¡En seguida vuelvo! -lanzó.

Corrió hacia el cuarto de baño de su madre y buscó afanosamente el inhalador y los antihistamínicos. Cuando volvió al salón, la vio sentada en un sillón con los ojos casi en blanco, la boca abierta y la cabeza echada hacia atrás, buscando aire como un pez fuera del agua. Pensó que se moría. En realidad, una parte de ella había muerto con su marido.

Las medicinas hicieron su efecto y consiguieron detener la tos, pero no los sollozos. Por mucho que su hija intentara calmarla, Sonia era inconsolable. Su llanto crecía sobre sí mismo, insistente y regular como las olas en su acoso a la playa. Priyanka se dirigió al secretario:

– ¿Dónde está el cuerpo de mi padre? -preguntó.

– En este momento, lo están llevando a Madrás.

– Por favor, ayúdame a hacer las gestiones pertinentes para que podamos desplazarnos hasta allí -le rogó.

Priyanka se hizo cargo de la situación, demostrando una madurez, una sangre fría y un sentido de la organización admirables. Departió con los primeros amigos de su padre y líderes del Congress que acudían con aire perplejo y desolado, algunos llorando a lágrima viva. Hasta habló con el presidente de la República por teléfono. Le pidió que pusiese un avión a disposición de la familia. En el fondo algo dentro de ella le impedía creerse que su padre estaba muerto. Era como un reflejo que protege del dolor y permite actuar. Inconscientemente, le costaba aceptar algo tan catastrófico sin comprobarlo, por eso necesitaba ver a su padre cuanto antes.

– ¿Creéis que es prudente desplazaros hasta allí? -le dijo el presidente de la República.

– Por favor, presidente, insisto. Mi madre y yo tenemos la firme intención de ir esta misma noche a Madrás.

– Está bien, hablaré con el ejército para poner a vuestra disposición un avión de la Fuerza Aérea. Luego pasaré por vuestra residencia para daros el pésame.

– Gracias, le esperaremos.

Ahora le tocaba dar la noticia a su hermano, que estaba en Harvard. Allí era la hora del almuerzo. Consiguió que un compañero le transmitiese el mensaje de que debía llamar a casa urgentemente. Una hora más tarde, su hermana y su madre le dieron la peor noticia de su vida.

– ¡Lo sabía, lo sabía! -dijo el chico llorando y mordiéndose el labio-. Sabía que iba a pasar.

Ese sentimiento de frustración e impotencia acentuaba el dolor de toda la familia.

– Hicimos lo que pudimos…

– ¿Tú crees?

– Claro que sí.

Le dijeron que viniese en el primer vuelo, que estaban empezando a organizar los funerales, que le esperaban.

Eran más o menos las once de la noche y ya la noticia había corrido por Nueva Delhi. Una multitud se estaba congregando ante la verja de casa. Desde el interior, Priyanka y Sonia oían gritos histéricos y lamentos. Seguían acudiendo amigos de la familia, compañeros, ministros, policías, etc. Una invasión en toda regla. La prensa tomaba posiciones en la verja y la calle. La gente todavía no sabía contra quién dirigir su rabia: ¿contra los sijs, los fundamentalistas musulmanes o hindúes, los Tigres Tamiles, los asameses, los dalits…? No faltaban agravios en ese país tan abigarrado. Por lo pronto, la dirigieron contra los equipos de televisión nacional e internacionales. La gente allí congregada empezó a insultarlos. Algunos amigos que al volante de su coche franqueaban la valla fueron recibidos de mala manera: Ottavio y Maria Quattrochi fueron abucheados y recibieron alguna que otra pedrada, y lo mismo ocurrió con los líderes de la oposición, que venían a presentar sus condolencias. La furia de la multitud se extendió hacia todos los adversarios de Rajiv. Una turba intentó asaltar la vecina casa de uno de sus críticos más feroces cuando estaba en el gobierno, un líder de una casta de «intocables». Tal era el ambiente en las calles que el presidente de la República no pudo llegar hasta la casa. Se encontró con una muchedumbre frenética y desesperada. La gente se tiraba sobre el capó de su automóvil, llorando y sollozando.

– ¿Los dispersamos? -preguntó el oficial de seguridad al presidente.

– No, demos media vuelta. No quiero que se inflamen más los ánimos.

De regreso a su residencia en el antiguo palacio del virrey, el presidente llamó por teléfono a Sonia. Estaba un poco más tranquila, y pudo agradecerle sus condolencias y las facilidades que había dispuesto para ese singular viaje.

Vestida con un salwar kamiz blanco, el pelo peinado hacia atrás y recogido en un moño, nada más colgar salió de casa con Priyanka. Fuera les esperaba un coche para llevarlas al aeropuerto. Conducía el tío Kaul, el que tantos esfuerzos había hecho para convencer a Rajiv de que siguiera los pasos de su hermano. El coche se abrió paso con dificultad entre la multitud que se agolpaba alrededor de la casa. Las calles estaban cada vez más agitadas. Grupos de gente se arremolinaban en las esquinas y en las rotondas, en un estado de ánimo que oscilaba entre la rabia y la pena.

– Espero que el gobierno actúe con prontitud y no permita lo que ocurrió después de la muerte de Indira -comentó el tío Kaul.

El vuelo duró tres horas y media, el tiempo que un jet tarda en cruzar el subcontinente de norte a sur. Abajo, en esa negra extensión de tierra salpicada de puntitos de luz que indicaban las ciudades y los pueblos, la India dormía. Dentro de unas horas iba a despertar con la tragedia de otro asesinato político. Dentro de unas horas, pensaron, el país estaría hundido en la aflicción. Nadie habló durante el vuelo. Sólo se oían los sollozos de Sonia.

Seguía siendo de noche cuando aterrizaron en Madrás a las cuatro y media de la madrugada. El avión rodó hasta la vieja terminal, iluminada y rodeada de una ingente multitud. Allí estaba el cuerpo de Rajiv. Por indicación del presidente de la República, lo habían llevado hasta allí para evitar que Sonia y Priyanka tuvieran que desplazarse en coche hasta la ciudad. Un aire húmedo y pegajoso les envolvió nada más salir del avión. Estaban muy nerviosas porque se acercaba el momento. El momento de verlo por última vez. ¿Qué iban a encontrarse? ¿Estaban preparadas para ello? ¿Lo soportarían? Se hacían esas preguntas mientras bajaban la escalerilla y saludaban a las personalidades que habían acudido a recibirlas.

También aquí las autoridades temían que estallasen disturbios, les dijo el gobernador. La multitud buscaba un chivo expiatorio y los ánimos en la ciudad estaban muy caldeados. Por eso habían dispuesto las medidas necesarias para que el vuelo despegase antes del amanecer. Cuando reconoció a Suman Dubey, viejo y leal amigo de Rajiv que había salido milagrosamente ileso del atentado, Sonia se echó a llorar en sus brazos.

Pero no vieron a Rajiv. No podían. Les dijeron que su cuerpo estaba tan destrozado que había sido imposible embalsamarlo. Lo único que vieron fue dos ataúdes. Uno contenía los restos de Rajiv y el otro el de su guardaespaldas, el bueno de Pradip Gupta. A partir de entonces, todo fue muy rápido. Agarradas la una a la otra, madre e hija vieron cómo los metían en las tripas del avión. Ellas volvieron a subir por la escalerilla. Una vez dentro, Sonia pidió que colocasen el ataúd a su lado. Con una mano puso una guirnalda de flores sobre el féretro, mientras con la otra se cubrió el rostro con un chal para enjugar sus lágrimas. Priyanka, al ver el ataúd amarrado así, tuvo que admitir lo que su subconsciente se negaba a aceptar, que en esa caja estaba su padre, o mejor dicho, lo que quedaba de él. Entonces no pudo contenerse más y se desmoronó. De pronto se dio cuenta de que no lo volvería a ver nunca, de que nunca más se dejaría mecer por el afecto y calidez de su padre. Se abrazó a la caja y se quedó sollozando largo rato.

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