Javier Moro - El sari rojo
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Como represalia, miles de voluntarios del BJP asaltaron la mezquita de Ayodhya, armados de arcos y flechas. Un escalofrío de pánico recorrió el país entero. ¿Qué pasaría si en cada barrio, en cada aldea, en cada ciudad del subcontinente empezase una guerra de religiones? ¿No había servido la violencia desencadenada durante la Partición para vacunar a la India contra enfrentamientos basados en la religión? Las consecuencias podían ser tan terribles que daba miedo imaginarlas: atrocidades contra personas inocentes, el desmembramiento del país, quizás una guerra civil. Pero el líder del partido hinduista parecía inmune al sentido común. Todo valía con tal de ganar votos, incluyendo colocar a una nación de ochocientos cincuenta millones de habitantes al borde del abismo.
La policía no tuvo más remedio que actuar con contundencia para proteger la mezquita de la destrucción. Hubo una docena de muertos entre militantes y policías. El partido hinduista achacó a la policía el desenlace violento y su líder, Advani, anunció que retiraba su apoyo al gobierno. Mucho antes de lo que Rajiv había previsto, caía el primer gobierno que le había sustituido.
– ¿Vas a pedir que se convoquen elecciones? -le preguntó su hija.
– No, el partido no está listo todavía. No creo que saquemos más votos ahora que en las anteriores. Prefiero esperar.
Rajiv, cabeza del partido con mayor representación en el Parlamento, se encontraba de nuevo en una posición clave. Un líder rival del primer ministro que acababa de caer solicitó su apoyo para formar gobierno. Rajiv aceptó dárselo, pero desde fuera, sin formar parte del nuevo gabinete. Una maniobra astuta, que le proporcionaba control sin tener que asumir la responsabilidad de lo que hacían los miembros de la nueva coalición gobernante. La verdad es que Rajiv no confiaba mucho en este líder, ni en sus ministros, entre los que se encontraba Maneka Gandhi, y no quería verse asociado a su gestión, que preveía iba a ser un desastre. Estaba convencido de que en cuestión de meses la gente pediría desesperadamente el regreso del Congress al poder. Entonces sería el momento de convocar elecciones.
Las predicciones de Rajiv se hicieron realidad. El gabinete constituido por el nuevo primer ministro ofrecía una colección de granujas de lo más deprimente hasta para los estándares del tercer mundo: «Una extraordinaria colección de los más despiadados e inmorales oportunistas que jamás han entrado en la arena política india», según la descripción del escritor inglés afincado en Nueva Delhi, William Dalrymple.
La ruptura no tardó en llegar, y ocurrió de manera un tanto extraña. Sonia estaba de nuevo muy ofuscada con el tema de la seguridad porque, al perder las elecciones, el nuevo gobierno les había retirado los escoltas altamente adiestrados del Special Protection Group, como si el hecho de que Rajiv no estuviese en el gobierno hiciese desaparecer las amenazas. El cambio había sido tan drástico que Sonia y Priyanka vivían en un estado de miedo perpetuo cada vez que Rajiv se iba de viaje. De pasar a ser protegido por cientos de agentes en cada desplazamiento, salía de casa acompañado de un solo escolta, un buen hombre, fiel y servicial, llamado Pradip Gupta: «Si algo le ocurre a Rajiv, será por encima de mi cadáver» le dijo una vez a Sonia al verla tan desasosegada. Pero era un pobre consuelo. Rahul compartía la misma angustia. Llamaba a menudo desde Estados Unidos para cerciorarse de que nada le había pasado a su padre. Estaba tan preocupado por los detalles que le contaba su madre sobre lo chapuceras que eran las medidas de seguridad que insistió mucho en ir a pasar las vacaciones de Pascua a casa, en marzo de 1991. Acompañó a su padre en un viaje por el estado de Bihar y se quedó pasmado al comprobar por sí mismo la ausencia de previsión, la falta de medios y lo expuesto que estaba Rajiv a cualquier agresión. A veces los policías estaban apartando a una muchedumbre y le dejaban solo en el coche, otras veces no se adelantaban lo suficiente y Rajiv quedaba de nuevo expuesto. Antes de embarcarse de nuevo para Estados Unidos, Rahul dijo a su madre unas palabras que en el fondo no quería creer, pero que resultaron premonitorias: «Si no hacéis algo al respecto, me temo que la próxima vez que vuelva será para el funeral de papá.»
El problema no era sólo la falta de apoyo del gobierno, sino que Rajiv estaba obsesionado con la idea de mantenerse cercano al pueblo. Le habían dicho que había perdido las elecciones porque había dado la imagen de alguien lejano y casi altivo. La presencia de guardaespaldas era un impedimento a la hora de labrarse una imagen de político accesible, que era lo que buscaba. «Vivir bajo una amenaza terrorista o una amenaza de muerte nunca me ha preocupado -había declarado-. Nunca he dejado que interfiriese en mi manera de pensar. Sí, me ha causado problemas por todas las molestias que la seguridad implica… pero si hay que morir por lo que uno cree, no lo dudaría.» Christian van Stieglitz estuvo unos días con ellos en aquellas fechas, junto a Pilar, su mujer española. «Pilar no conocía Nueva Delhi, así que Rajiv nos llevó a dar una vuelta. Nos metimos en un pequeño Suzuki que conducía él mismo, y salió a toda velocidad, sus escoltas siguiéndole como podían en un Ambassador blanco, hasta que consiguió despistarlos. ¡No debía ser fácil ser escolta de Rajiv Gandhi! Yo no podía dejar de pensar que se arriesgaba demasiado. Recuerdo que una tarde fuimos al Qutub Minar, el monumento más alto de la ciudad. Rajiv estaba entre mi mujer y yo charlando con nosotros mientras caminábamos entre las ruinas. En un momento dado, me di la vuelta y vi que nos seguían unas mil personas, a cierta distancia, sin atreverse a acercarse demasiado. Estaban sorprendidísimos de ver a Rajiv pasear como un turista más. Seguimos caminando y de pronto Rajiv se agachó y recogió del suelo dos florecitas blancas. Se acercó a la multitud y se las dio a una niña que le miraba boquiabierta con grandes ojos negros.» Cuando Christian le hizo un comentario sobre los riesgos que asumía, Rajiv le contestó: «No puedo desconfiar del hombre de la calle. Tengo que vivir la vida.»
La que no vivía era Sonia. Fue ella quien se fijó, en un fin de semana que pasaron en la casa de campo de Mehrauli, en dos individuos que vigilaban la casa y que no eran los escoltas habituales. Se lo comunicó a Rajiv, y éste salió a preguntarles quién les había dado la orden de vigilarlos, y así descubrió que había sido el jefe de gobierno local, un individuo que pertenecía al partido del nuevo primer ministro. Irritado y desconcertado por lo que consideraba una inaceptable intrusión en su vida privada, Rajiv llamó al primer ministro y exigió que le quitasen esa vigilancia, así como la dimisión del jefe de gobierno que había dado esa orden. «Era una cuestión de confianza -declaró Rajiv-. Había depositado mi confianza en este hombre, y apoyamos su gobierno. Y ahora descubro que no somos de fiar y nos ponen dos policías vigilando nuestra casa. ¿Qué significa esto?» El nuevo primer ministro intentó minimizar el asunto y procuró aplacar los ánimos encendidos de Rajiv, porque se encontraba en un callejón sin salida. De cara a su propio partido, no podía despedir a funcionarios o a jefes de gobierno locales a petición del líder del Congress. Por otra parte, si Rajiv le quitaba el apoyo, perdería el control del Parlamento. Pero Rajiv insistió en depurar responsabilidades. Como el hombre no respondió a sus requerimientos, Rajiv amenazó con boicotear el Parlamento. De modo que cuatro meses después de haber jurado el cargo, ese primer ministro se vio obligado a presentar su dimisión al presidente de la República.
Ahora sí, había llegado el momento de celebrar nuevas elecciones generales, que la comisión electoral fijó para el 20, 23 Y 26 de mayo de 1991. La India estaba en plena crisis, lo que podía facilitar que un partido de oposición como el Congress volviese al poder. Aparte del auge del fundamentalismo hindú, Cachemira vivía una escalada de violencia. En el frente de la economía, la gestión de los últimos gobiernos había sido desastrosa. La inflación, producida por el aumento del precio del crudo a causa de la guerra del Golfo, estaba desbocada y amenazaba con crear graves problemas sociales. Rajiv propuso un programa basado en la estabilidad y en la reforma económica, incluyendo más privatizaciones y menos controles a la industria y el comercio. El enemigo a batir en las urnas era el BJP, el partido hinduista, que se perfilaba como una organización en auge con un programa potencialmente peligroso para la estabilidad del país. Los demás partidos, incluidos los de la coalición saliente, sólo podían aspirar a un número limitado de escaños.
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