Javier Moro - El sari rojo
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Su marido ya no era el político un poco verde de cinco años atrás. La adulación no le hacía el mismo efecto, apenas se avergonzaba de las canciones que le dedicaban ni de los floridos adjetivos con los que le describían. Estaba impaciente por hacer entender los avances conseguidos, las nuevas políticas y las novedosas iniciativas emprendidas. Se desgañitaba explicando cómo había solucionado gran parte de los conflictos heredados en 1984 y cómo había conseguido colocar a la economía en la senda de un crecimiento del 6 por ciento, cuatro puntos más que cuando gobernaba su madre, pero le daba la impresión de que había perdido poder de persuasión y que sus palabras se las llevaba el viento. Le irritaba tener el sentimiento de haberlo hecho bien y al mismo tiempo tener que defenderse constantemente de ataques e insinuaciones malévolas. Lo cierto es que su imagen había pasado de «hijo valiente que asumía el manto de su madre» a «señorito europeo que vivía a costa del pueblo». Era inevitable que después de aplacar antiguos conflictos surgiesen nuevos, pero lo importante era que la India permanecía unida, era un país respetado internacionalmente y la economía despegaba. Sin embargo, la oposición le martilleaba con una avalancha de calumnias. Sonia era un blanco favorito de las críticas: una extranjera manipuladora que desviaba recursos de los pobres indios hacia paraísos capitalistas con la ayuda de amigos y familiares en el más puro estilo mafioso, tan de su país. El problema de su nacionalidad era tan espinoso que la aconsejaron no ir a recibir al Papa en su escala en Nueva Delhi. No se consideraba políticamente correcto que millones de indios la viesen hacer la reverencia y besar el anillo del máximo pontífice de la Iglesia católica. En realidad, ni los políticos ni las masas ni los medios de comunicación estaban acostumbrados al glamour de una pareja en el más alto puesto de gobierno. No existía en la India la tradición de unos Kennedy, unos Blair, porque todos los primeros ministros anteriores habían sido viudos, empezando por el abuelo Nehru.
Al término de la campaña, Rajiv estaba escaldado y decepcionado. Empezó a tener dudas de que su trabajo y la sinceridad de sus propósitos acabaran imponiéndose, como pensaba al principio. «El mundo real es una jungla -escribió a su hija Priyanka- pero ni siquiera funciona la ley de la selva cuando estás en la vida pública.» Su aspecto reflejaba su desaliento. Ya no tenía el rostro sereno y la expresión relajada del pasado. Con la edad, sus facciones se habían crispado, su andar era más pesado, la voz perdió firmeza, aunque seguía siendo cálida, porque él era un hombre afable.
En la oposición, una exultante Maneka Gandhi también ponía en práctica, a su manera, todo lo que había aprendido de su suegra. Hacía campaña en una circunscripción vecina a la de Rajiv con todo el vigor de su juventud y sus ganas de tomarse la revancha. Indira se hubiera escandalizado desde el más allá al descubrir que su nuera se había convertido en una de las secretarias generales de una nueva versión de la coalición Janata, las siglas bajo las que había conseguido ser vencida y llevada a la cárcel. Además, Maneka ejercía de periodista y reportera especializada en temas medioambientales, sobre todo la protección de los animales, un tema muy afín a la ideología de la derecha hindú, siempre muy preocupada por proteger a la vaca sagrada. La influyente revista India Today describía así su estilo de hacer campaña: «Ésta es la Maneka real: madura, confiada en sí misma, una infatigable política que sabe exactamente cómo ganarse el corazón rural. Lleva saris con los colores azafrán y verde de su partido y la cabeza siempre cubierta; la perfecta imagen de una viuda recatada, pero decidida.» No tenía escrúpulo alguno en utilizar su vínculo con la familia para apoyar al partido contrario. Los eslóganes, escritos en paredes y muros de adobe, ofrecían un curioso panegírico de la «cuñadísima»: «La tormenta de la revolución: Maneka Gandhi» o «La valiente nuera de Indira dará su sangre por la nación», como si su relación con la familia bastara para convertirla en mártir potencial.
Las elecciones tuvieron lugar del 22 al 24 de noviembre de 1989. La mayor movilización voluntaria en el mundo de hombres, mujeres y material con un solo objetivo culminó con pocas interrupciones y escasos disturbios. Tres millones y medio de funcionarios supervisaron 589.449 colegios electorales para que quinientos millones de personas depositasen sus papeletas en las urnas. Todo el proceso, que se vivió como una gran fiesta, era motivo de orgullo para la gran mayoría de la población, que encontraba en la democracia un nuevo Dios que les unía por encima de sus diferencias de casta, raza o religión. Rajiv volvió a ganar en Amethi, pero el Congress, por primera vez en su historia, no obtuvo la mayoría absoluta en el Parlamento nacional. Los analistas coincidieron en que el asunto Bofors había jugado un papel importante en los resultados. Aquellas elecciones marcaron el final de lo que se llamaba el «sistema de partido dominante» porque nunca más ningún partido ha vuelto a conseguir la mayoría absoluta de escaños en el Parlamento.
Había corrido el rumor de que Rajiv tenía un vuelo reservado para ir a Italia en caso de derrota, pero no era cierto. Poco antes de las elecciones, un amigo íntimo, también aficionado a la música, le había preguntado:
– Vamos a suponer que pierdes las elecciones…
– Para mí, sería la paz -contestó Rajiv-. Me sentaré a escuchar música con los niños. Retomaré mis viejas aficiones, como la radio y la fotografía.
Pero lo había dicho a la ligera, llevado por el cansancio y el desgaste. Tanto él como su familia, después de todo el esfuerzo realizado, estaban desilusionados. Priyanka, que había heredado el carácter luchador de Indira, no se daba por vencida.
– Papá -le decía-, si el Congress ha conseguido el mayor número de escaños, tienes derecho a formar gobierno… ¿Por qué no lo haces?
En efecto, Rajiv tenía derecho a formar gobierno, pero decidió abstenerse. Aunque hubiera tenido suficiente apoyo entre los partidos minoritarios, pensó que no era momento de seguir.
– Creo que es mejor mantenerse fuera -le dijo-. Voy a dimitir, ahora les toca preocuparse a los nuevos. Interpreto los resultados como que el pueblo no está todo lo satisfecho que tenía que estar. Es lógico que después de tantas expectativas al principio, ahora haya existido una reacción en contra…
Apartado del poder por el péndulo de la democracia, Rajiv sentía una gran frustración. No por el veredicto del pueblo, sino por no haber podido hacer todo lo que se había propuesto, y por su incapacidad en desenvolverse en el nido de víboras de la política india. Ahora que sabía lo difícil que era construir algo, cambiar los conceptos y las ideas, le daba vértigo pensar en la facilidad con la que su labor de los últimos años podía ser destruida. Quizás su visión de la India había pecado de inocente: en cinco años, quiso que su vieja nación, tan temerosa de los cambios y al mismo tiempo tan deseosa de ellos, emprendiese un viaje de varios siglos hacia el futuro. ¿No era pedirle demasiado a este viejo elefante indio? Por un momento, Sonia pensó que quizás abandonaría la política, pero al verlo tan descorazonado fue ella quien le animó a seguir en la brecha. A un periodista que le preguntó a Rajiv si por fin había aceptado la política como profesión, él contestó de buen humor:
– Sí, sólo que a veces me apetece tomarme un descanso. Creo que es algo muy humano.
Sonia sabía que era imposible volver a la vida de antes. Cuando su marido miraba hacia atrás, lo hacía con nostalgia, pero asumiendo que aquello era el pasado: «Soy el mismo de siempre -dijo en una entrevista en televisión-, pero lo que ha cambiado es todo lo demás. Tenía una vida muy confortable, una familia pequeña, un trabajo bien pagado con mucho tiempo libre… pero todo eso se acabó.» Rajiv estaba imbuido de un sentimiento de fatalidad que le hacía pensar que un hombre no reniega de su destino. Los últimos años le habían hecho crecer en una dirección que le había colocado en un plano distinto en la vida. Ahora los desafíos eran mucho mayores y las expectativas eran diferentes. Sobre todo, la responsabilidad de mejorar la vida de ochocientos millones de personas se había transformado en algo prioritario para él. «Esa responsabilidad pesa tanto que cambia todo lo que hacía y lo que hago ahora. Lo que no va a cambiar es mi compromiso con el pueblo de la India para mejorar su existencia, y para que la nación tenga su lugar en el mundo.» La derrota no había alterado su fe. Sabía que su nombre era, para su partido, sacudido por varias derrotas en distintos estados, el solo y único recurso. Su plan era seguir reformándolo para convertirlo en una organización más democrática, como lo era en tiempos de su abuelo. Un partido aconfesional capaz de abarcar todas las tendencias y las creencias. Una casa común que sería el mejor antídoto contra el creciente faccionalismo religioso que vivía el país. Para hacer ese trabajo, era mejor estar en la oposición.
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