Javier Moro - El sari rojo
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Como siempre ocurre con alguien que sacude viejas estructuras e ideas, fue objeto de escarnio. En Nueva Delhi le tildaban de ingenuo, de querer saltar del carro de bueyes al teléfono móvil, algo que sin embargo terminaría por ocurrir gracias a su visión y a su empuje en esos primeros años de gobierno. Tres décadas más tarde, la foto de un mahut hablando por un teléfono móvil desde lo alto de un elefante que transporta troncos se convertiría en la imagen publicitaria de una empresa de telefonía india. Fue bajo el gobierno de Rajiv Gandhi, y gracias a la intervención de indios que vivían en el extranjero, principalmente en Estados Unidos, que se implantó un sistema de telefonía interurbana e internacional que funciona vía satélite y que ha llevado el teléfono a todas partes, haciéndolo asequible a esos pobres que vivían en el aislamiento más completo.
También en la capital se burlaron de su eslogan «Un ordenador en cada colegio de pueblo para el siglo XXI». Parecía el sueño de un hijo de papá porque, en efecto, muchas escuelas en las aldeas no disponían siquiera de electricidad, o de una pizarra. Pero lo cierto es que Rajiv entendió en seguida el potencial de la informática, que años más tarde serviría de locomotora a la economía de la India, Pensaba que la revolución industrial había conseguido que Europa adquiriese su posición preeminente y no quería que la India perdiese el carro de otra revolución, la de la electrónica y la informática. Menos de un mes después de ser nombrado primer ministro, redujo los aranceles de importación de los componentes informáticos y de los ordenadores. Luego fue eliminando muchos controles de la industria informática y promovió el uso de ordenadores en colegios, bancos y oficinas, dando un fuerte estímulo a la industria local. Bajo su mandato la economía se empezó a liberalizar: «Tenemos que librarnos de los controles sin abandonar el control», decía. La clase media vivió una expansión deseada durante mucho tiempo. La gente pudo comprar televisores, radios, cámaras, relojes y electrodomésticos que previamente eran inasequibles a causa de los altísimos aranceles, tan altos que la mayoría de esos objetos se adquirían de contrabando. Fueron años buenos para los consumidores y los negocios. Por primera vez desde la independencia, la creación de riqueza no era considerada un crimen o un pecado.
La repercusión de estas medidas en la vida de Sonia fue inmediata, facilitando su labor de primera dama. En previsión de las cenas oficiales, ya no tenía que partir en peregrinación por los mercados de Nueva Delhi para conseguir queso, por ejemplo, o aceite de oliva o una batidora. Poco a poco, el mundo exterior empezaba a penetrar en la India milenaria y ésta, a su vez, a abrirse al mundo.
Pero en los años ochenta el país seguía siendo un hervidero de conflictos, y la labor de primer ministro podía compararse a la de un bombero apagando fuegos. Después del Punjab, se dedicó a pacificar la región de Assam, alterada por el influjo de refugiados musulmanes que seguían llegando de Bangladesh quince años después de la guerra a buscar trabajo, y a conseguir la paz con las comunidades tribales del noreste, como los hados, los gurkhas y los mizo, en una serie de acuerdos que consiguieron disminuir y hasta detener la violencia secesionista. En esas visitas, no tenía reparos en tocarse con aparatosos sombreros o de vestirse con trajes locales muy coloridos en símbolo de amistad, exactamente como lo hubiera hecho Indira. Se reía de sí mismo al verse así, y aguantaba muy deportivamente que le tomasen el pelo. Nunca perdía el sentido del humor, y se quedaba perplejo cuando alguien no captaba sus bromas. Cuando Rajiv volvía a casa, se apresuraba a enseñar a Sonia y a los niños los objetos que le habían regalado en esos viajes, ya fuese una vieja pipa de mujer de los Mizo, un cesto de mimbre o una concha esculpida, y que luego guardaba en su despacho como auténticos tesoros. En su fuero interno, sabía que conseguir la paz y la seguridad de los distintos pueblos de la India significaba también conseguirlas para su familia, o por lo menos eso creía hasta el 2 de octubre de 1986, cuando el conflicto sij dio un último coletazo.
Ese día, mientras asistían a una ceremonia para celebrar el 117º aniversario del nacimiento del Mahatma Gandhi en el mausoleo dedicado a su memoria en Nueva Delhi, oyeron nítidamente una explosión.
– Es el petardeo de un ciclomotor -dijo muy seguro un miembro del Special Protection Group.
Rajiv y Sonia se sentaron en el suelo mientras los sacerdotes recitaban las oraciones en memoria del padre de la nación. Cuando la ceremonia terminó y se levantaron para salir, oyeron más explosiones. El guardia más próximo a Sonia fue herido en la frente. Cundió el pánico. La multitud gritaba mientras se dispersaba. Rajiv protegía a su mujer con su cuerpo cuando otros policías les rodearon y los alejaron del lugar. «¡…Conque un ciclomotor!», repetía Sonia indignada. El frustrado asesino fue inmediatamente capturado. Era un sij, que había disparado desde lo alto de un árbol. No hubo heridos, pero para Sonia el intento era un recordatorio de que no podían bajar la guardia ni un segundo. Volvió muy alterada a casa, con enormes ganas de abrazar a sus hijos para comprobar que también ellos estaban bien, porque siempre quedaba la posibilidad de que el atentado formase parte de una conspiración más amplia. Pero esta vez no fue así, el sij había actuado solo.
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De pronto, parecía que Rajiv había engordado. ¿Serán los penne all'arrabbiata de Sonia que tanto le gustaban los responsables de esa prominente barriga?, se preguntaban sus amigos con sorna. No, la culpa de ese torso abultado bajo una camisa de algodón era el grueso chaleco antibalas que fue obligado a llevar desde el último intento de atentado. De ahora en adelante, realizaba sus viajes en uno de dos grupos de coches idénticos, para que nadie supiera en cuál viajaba. y cada vez que salía, cientos de policías patrullaban la ciudad en estado de alerta. Los niños ya sólo veían a un grupo reducido de hijos de amigos de sus padres de toda la vida, que, a pesar de ser conocidos de los guardias de seguridad, debían someterse a cacheos minuciosos antes de penetrar en «la fortaleza», como llamaban a la residencia familiar. Sonia dejó los cursos de restauración en el Museo Nacional, que había reanudado en su escaso tiempo libre, y se puso a recopilar las cartas entre Nehru e Indira con la idea de publicarlas un día. Era un trabajo que podía hacer en casa y que además podía servir a su marido, siempre en busca de buenas frases e ideas para sus discursos. Buceando en la memoria familiar, reconoció muchos de los conflictos y problemas con los que su marido se enfrentaba porque, de otra manera y en otro tiempo, Nehru e Indira también habían tenido que lidiar con ellos: cómo controlar el poder de la burocracia, cómo apaciguar las tensiones regionales, cómo sacar el país de la pobreza… El desprecio a la seguridad personal parecía ser un rasgo común en la familia. Ni Nehru ni Indira ni Rajiv sentían mucho respeto por «la seguridad» en general, porque les distanciaba del pueblo y les recordaba más a una dictadura que a una democracia. Pensaban que si alguien de verdad quería matarlos, siempre encontraría la manera de hacerlo. Sonia no estaba convencida. Se estaba dando cuenta de que si Rajiv no hubiese acabado de primer ministro, con todo el poder del Estado protegiéndoles, quizás ahora estarían todos muertos. Le daban sudores fríos de sólo pensarlo. Las circunstancias de la vida habían metido a su familia en una espiral que les obligaba a huir hacia delante. Como no existía posibilidad de detenerse ni retroceder, Sonia no tuvo más remedio que cambiar, aceptar su papel e ingeniárselas para adaptarse y sacar provecho de lo que esta vida le ofrecía. No era fácil, porque la atípica situación de la familia les creaba problemas inesperados. Por ejemplo, Rahul y Priyanka estaban llegando a la edad en la que debían ingresar en un college. ¿Dónde mandarlos? Sonia daba por hecho que no iban a estar más a salvo de la venganza sij en el extranjero que en la India, de manera que el problema se convirtió en fuente de gran ansiedad. Fue entonces cuando Rajiv sugirió mandarlos al American College de Moscú. De todos los países, la URSS era de los más seguros y además no había comunidad sij. A Sonia no le hizo gracia la idea, así que por el momento la desestimaron.
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