Javier Moro - El sari rojo

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Una gran novela de amor, traición y familia en el corazón de la India protagonizada por Sonia Gandi. Una italiana de familia humilde que, a raíz de su matrimonio con Rajiv Gandhi, vivió un cuento de hadas al pasar a formar parte de la emblemática saga de los Nehru-Gandhi.

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La gira electoral de Rajiv por el todo el país hubiera sido triunfal de no ser por un grave accidente que ocurrió en la ciudad de Bhopal, en el centro de la India, cuando un escape de gas venenoso de una fábrica de pesticidas, propiedad de la multinacional norteamericana Union Carbide, se extendió por los barrios más pobres de la ciudad, causando miles de muertos y heridos. Considerado el mayor accidente industrial de la historia, la tragedia de Bhopal, justo al principio de su carrera, fue vista por muchos como un mal augurio para el hombre que quería a toda costa desarrollar el país y estrechar lazos con la elite de los negocios. Rajiv decidió inmediatamente visitar la ciudad siniestrada. Prefería que Sonia se quedase en casa, no fuera a ser que el veneno de la fábrica anduviese todavía flotando en el aire, pero ella se negó y fue con él. Nada más llegar, quedaron impresionados por los efectos del envenenamiento. Los hospitales estaban atestados de gente que había perdido la vista, de madres que lloraban la muerte de sus hijos, de niños huérfanos y de hombres desesperados por la aniquilación de sus familias. Ante semejante tragedia, sus diatribas sobre la industrialización de la India y su llamamiento a preparar el país para el siglo XXI parecían palabras huecas. Rajiv se dio cuenta de los problemas que el propio desarrollo era capaz de engendrar. Por lo pronto, hizo lo único que podía hacer, desbloqueó ayuda urgente para las víctimas y se comprometió a que el gobierno les daría una compensación justa. Pero eso nunca se consiguió [1].

Rajiv arrasó en las elecciones de diciembre de 1984, con un resultado mejor del que jamás habían conseguido su abuelo o su madre. Sonia le felicitó efusivamente, a pesar de intuir que esa noticia les acercaba un poco más al borde del precipicio. Durante los tres últimos años su marido había sido diputado del Parlamento responsable únicamente de Amethi, y uno de los secretarios generales del partido. Ahora tenía a su cargo quinientas cuarenta y cuatro circunscripciones y la responsabilidad de gobernar un inmenso, volátil y a veces ingobernable país gripado por un gigantesco aparato de Estado. ¿No había escrito un político inglés que la cordillera del Himalaya parecía pequeña comparada con la carga que soporta un primer ministro de la India a sus espaldas? La dinastía había recibido el mandato del pueblo, un mandato a escala nacional, pero Rajiv no se hacía ilusiones sobre las razones de su éxito: «Ha sido sobre todo por la muerte de mi madre… Nadie me conocía realmente, lo que han hecho ha sido proyectar en mí las expectativas que tenían puestas en ella. Me he convertido en símbolo de sus esperanzas.» Quien perdió estrepitosamente fue Maneka, a pesar de haber hecho una campaña muy dinámica. La ola de simpatía por Rajiv, y quizás el hecho de que ella fuese hija de una familia de origen sij, la barrieron del mapa de la política, por lo menos momentáneamente. Ahora quedaba claro quién era el verdadero heredero del manto de los Nehru-Gandhi.

A Sonia y a los niños se les hizo aún más cuesta arriba luchar para recuperarse del trauma de la muerte violenta de Indira porque, después de quince años viviendo en la misma casa, tuvieron que dejarla y mudarse a otra considerada más segura y más apropiada como residencia oficial del primer ministro, y que se encontraba cerca, en Race Course Road. Ahora que el terrorismo se había convertido en una realidad ineludible de la vida política india, la familia se veía rodeada las veinticuatro horas del día de un impresionante despliegue de fuerzas de seguridad. En parte se trataba de un alarde innecesario, desplegado para compensar todos los fallos que habían cometido con Indira. La responsabilidad de proteger al primer ministro ya no recaía en una fuerza paramilitar, sino en un grupo profesional especializado, el Special Protection Group, creado precisamente a raíz del reciente magnicidio. «Su presencia puso fin a lo que quedaba de nuestra privacidad y nuestra libertad», dijo Sonia. De repente, un día, se pegó un susto cuando estaba en el jardín, con sus tijeras de podar en la mano, y vio en la rama de un árbol a una especie de marciano, totalmente vestido de negro, con pasamontañas, chaleco antibalas y metralleta en ristre. «Estoy de guardia», le dijo el hombre. En otra ocasión en la que tuvo que salir deprisa a comprar algo al economato americano, otro marciano, en la puerta, se lo impidió.

– Señora, no puede salir ahora.

– ¿Cómo que no puedo? Necesito ir a la embajada americana, tengo invitados esta noche…

– Señora, tiene que acostumbrarse a avisarnos con un poco de tiempo. No podemos reaccionar de manera improvisada. Hay unos trescientos agentes encargados de la protección de su familia en este momento.

«¡A buenas horas!», pensó Sonia, que no tuvo más remedio que llamar a su hermana Nadia para que le hiciera el favor de comprar lo que necesitaba y traérselo a casa.

Aunque era desesperante vivir así, no hubo más remedio que acostumbrarse. A Rajiv, los agentes de seguridad quisieron impedirle que siguiera con la costumbre heredada de su madre y de su abuelo de recibir a cientos de visitantes muy pronto por la mañana que le hacían preguntas y le escuchaban sentados en el césped. Pero él insistió en mantenerla, aunque sólo fuese tres días por semana. Era importante que pudiese tomar el pulso del pueblo. y también aprovechaba para perfeccionar su hindi, que hablaba con errores de sintaxis y a veces de pronunciación.

En casa se despertaban a las seis de la mañana con el morning tea que les servían en una bandeja. A las ocho y media, toda la familia estaba reunida para desayunar. Rajiv se iba en seguida y Sonia se quedaba organizando la casa y, si tenía tiempo, leyendo y recortando la prensa. Sus hijos habían dejado de ir al colegio el día del asesinato de la abuela. Según la policía, era demasiado peligroso que fueran a un lugar donde un hombre armado pudiera penetrar con facilidad. De modo que ahora unos profesores particulares llegaban hacia las diez para darles clase en casa. Sonia aprovechaba ese momento para salir a hacer compras o ir a alguna exposición. Iba siempre inmaculadamente ataviada, porque era consciente de que su persona era sometida a un implacable escrutinio público. «Tiene más saris que Imelda Marcos zapatos», decía un rumor. Lo que tenía era la colección de saris y de chales de Indira, en su mayoría regalos que, en su calidad de primera ministra, había acumulado en todos sus recorridos por la India. Sonia los había heredado.

Por las tardes se quedaba con los niños y buscaban maneras de distraerse sin salir, como viendo películas de vídeo. Los domingos quiso mantener la costumbre de invitar a sus amigos íntimos al brunch, aunque Rajiv rara vez pudiese asistir, por lo ocupado que estaba. Pero le parecía importante mantener la apariencia de normalidad. Todos los visitantes, incluida su hermana Nadia y el matrimonio Quattrochi, tenían que ser registrados y pasar una triple barrera de detectores de metales antes de ser admitidos. Se juntaban en el jardín y se charlaba alegremente en italiano, francés, inglés y español mientras degustaban delicias indias servidas en thalis, típicos platitos de latón. Sonia sorprendía con algunos platos difíciles de cocinar en la India, como langostinos en salsa de ajo, que se convirtió en un favorito de los domingos.

Aparte de esos momentos robados, la normalidad era una quimera. Cualquier pequeño retraso de Rajiv, que se esforzaba en comer en familia siempre que podía, provocaba grandes sustos. Los únicos momentos de vida normal los tenían cuando iban de vacaciones a Italia, en verano y por navidades. También allí había vigilancia, aunque no tan agobiante. En Nueva Delhi, vivían como prisioneros.

Lo que tuvo que abandonar totalmente Rajiv fueron sus aficiones especialmente la fotografía, en la que había conseguido un buen nivel profesional. No le quedaba tiempo para escuchar sus canciones preferidas ni para asistir a algún concierto de música clásica india con Sonia y sus hijos. Pero estaba resuelto a continuar siendo un piloto competente, porque era su pasión y además le daba una cierta seguridad ante la incertidumbre de la política. Pidió a un colega que le avisase cuando estuviera a punto de caducar su licencia de vuelo para renovarla acumulando las horas necesarias, lo que siempre podía hacer pilotando él mismo los aviones en los que viajaba recorriendo el país. Pero se le acabó el tiempo para lo que no fuese su actividad de primer ministro: «Para mí sólo había tiempo para la acción». Me lancé a restaurar la confianza, a restaurar la amistad y la fraternidad entre comunidades que habían vivido juntas durante siglos», declaró.

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