Javier Moro - El sari rojo

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Una gran novela de amor, traición y familia en el corazón de la India protagonizada por Sonia Gandi. Una italiana de familia humilde que, a raíz de su matrimonio con Rajiv Gandhi, vivió un cuento de hadas al pasar a formar parte de la emblemática saga de los Nehru-Gandhi.

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Rajiv había recibido de su madre una herencia envenenada, el problema sij. Era fundamental poder solucionarlo para recuperar la convivencia general. Pensó que primero había que rebajar la tensión, de modo que empezó soltando lastre: declaró que estaba abierto a cualquier compromiso para solucionar el problema siempre y cuando no constituyese una amenaza a la integridad de la nación; liberó a los extremistas arrestados durante los últinl0s meses del régimen de su madre, y se comprometió a iniciar una investigación sobre las matanzas de sijs en Delhi. El líder del partido sij moderado, tan deseoso de conseguir la paz como el primer ministro, acabó firmando los prolegómenos de un acuerdo. Inmediatamente después, Rajiv anunció elecciones en el Punjab para septiembre de 1985, con el fin de transferir la administración de ese estado a los sijs moderados y hacerles responsables de lidiar con los extremistas. Pero el terrorismo continuó, con pequeñas bombas en Delhi y en los alrededores y, sobre todo, con la explosión de un Boeing 747 de lndian Airlines en pleno vuelo de Toronto a Delhi. El atentado, que costó la vida a los trescientos veinticinco pasajeros a bordo, fue atribuido a dos grupos extremistas sijs. Esa noche, Rajiv estuvo reunido con su gobierno, y Sonia le esperó despierta hasta las cuatro de la mañana. Era muy consciente de la magnitud de la amenaza que se cernía sobre su marido y tanto ella como sus hijos vivían aterrados. Veían a los miembros del Special Protection Group con escepticismo. Es cierto, estaban siempre presentes, quizás demasiado, pero ante la audacia de los terroristas sijs… ¿serían realmente eficaces?

Mientras esperaba a Rajiv, Sonia habló por teléfono con su familia en Orbassano. Desde la muerte de Indira, sus padres estaban muy inquietos por lo que pudiera ocurrirles y vivían muy pendientes de los informativos. Cualquier atisbo de orgullo que Paola, su madre, pudiera sentir por el hecho de que su hija fuese primera dama de la India quedaba ensombrecido por el temor a otro atentado. Sonia siempre les tranquilizaba, aunque su madre era capaz de reconocerle el miedo en la voz, a pesar de la distancia y las interferencias. Ese día su madre estaba doblemente preocupada. Su hija Nadia le había anunciado su regreso a Italia.

– Qué suerte tienes, mamá, vas a estar cerca de las niñas… -le dijo Sonia-. En cambio, yo voy a echar mucho de menos a Nadia.

– Estoy muy disgustada. ¿No crees que se pueden reconciliar?

– No, mamá… A veces es mejor así… -le respondió Sonia, adivinando la angustia de su madre. Su cuñado español había seguido engañando a su hermana, y ésta, harta ya, había decidido pedir el divorcio. Ya no tenía sentido quedarse en la India. Sonia se quedaba sola, en un momento delicado, en un ambiente apocalíptico. Tenía que ser valiente, no había alternativa.

Rajiv mantuvo la sangre fría y no cedió a la tentación de responder a la violencia con más violencia, como quizás hubiera hecho su madre. Concedió al Punjab el uso exclusivo de Chandigarh, la ciudad concebida por Le Corbusier, como su capital, a cambio de un compromiso de lealtad por parte del partido moderado sij, y anunció medidas económicas, como la construcción de una presa hidroeléctrica para aliviar el problema de la falta de energía en ese estado. Quería jugar a fondo su baza de ganarse a los moderados.

Pero el 20 de agosto de 1985 todo se vino abajo de nuevo. El líder del partido moderado que recorría los pueblos y ciudades del Punjab pidiendo el apoyo de la gente, «vendiendo» a los suyos el acuerdo con Rajiv, fue asesinado a tiros. De nuevo la tragedia, de nuevo el impasse. Los fanáticos imponían su tiranía, boicoteando cualquier solución negociada. En el Parlamento de Nueva Delhi, se empezó a dudar de la habilidad de Rajiv para conseguir una solución rápida al problema. Pero él no se amedrentó y decidió seguir adelante con las elecciones en el Punjab. De la misma manera que el asesinato de su madre le había catapultado al poder, pensó que el asesinato del líder moderado sij crearía una oleada de simpatía hacia ese partido. Estaba en lo cierto. Por primera vez en la historia del Punjab, los moderados arrasaron en las urnas. El resultado era una clara victoria contra el extremismo.

Pero los fanáticos sijs no iban a desaparecer sin dar batalla. En un nuevo intento por crear tensión, volvieron a atrincherarse en el Akal Takht, el templo arrasado durante la Operación Blue Star y que luego había sido reconstruido. Alegaban esta vez que la reconstrucción había profanado el templo; en realidad, cualquier pretexto era válido para recurrir a la violencia. De nuevo, les llegaron armas por los corredores y los túneles del complejo. En el exterior del Templo de Oro, jóvenes extremistas redoblaron sus ataques contra hindúes y contra todo el que no era considerado suficientemente devoto, como por ejemplo los barberos y peluqueros cuya actividad chocaba de pleno contra el precepto sij de nunca cortarse el pelo, ya que lo que Dios había creado debía ser respetado, incluido el vello. Fueron tachados de enemigos del pueblo sij y en consecuencia fueron blanco de los ataques de los más ortodoxos.

«Sólo cabe el recurso a una acción militar…», al oír esta frase, Sonia se echó a temblar. La había oído una vez, en boca de su suegra. A la vista estaba el resultado… El hijo se encontraba de pronto en la misma encrucijada. ¿Era necesario un nuevo sacrilegio, cuando el anterior no había solucionado el problema? ¿Dónde acabaría esta espiral de violencia? Por si fuera poco, los acontecimientos se repetían con macabra similitud. Como en la ocupación anterior, un policía fue tiroteado cerca del templo, poniendo al gobierno contra las cuerdas y forzando a Rajiv a tomar cartas en el asunto.

– ¿Qué vas a hacer? -le preguntó Sonia, angustiada.

– Sitiarlos hasta que se rindan.

Desde su despacho en Nueva Delhi, dirigió personalmente la Operación Black Thunder. Dio órdenes estrictas al ejército y a la policía de no entrar en el templo bajo ningún concepto y de sellar el recinto, bloqueando todos los pasillos secretos, así como las vías de entrada y salida de mercancías. La espera se hizo larga, eterna. Los primeros días, los terroristas disparaban al aire y lanzaban ráfagas intimidatorias. Fuera de estas escaramuzas, en el Templo de Oro reinaba el más absoluto silencio. Las aguas del estanque sagrado reflejaban como un espejo los templos colindantes, y todo estaba tan inmóvil que parecía que el tiempo se hubiera detenido. Los terroristas esperaban un ataque, hasta lo provocaban, pero sólo obtenían el eco de sus tiros por respuesta. Al ejército y a la policía siempre les cabía la duda de que pudieran abastecerse por algún canal que escapase a su control, lo que les mantenía en un estado de extrema tensión. Afuera, los habitantes del Punjab rezaban en silencio para que sus lugares sagrados no fueran de nuevo profanados. Sonia lo seguía todo desde casa, en Nueva Delhi, y cada vez que sonaba el teléfono, el corazón le daba un vuelco. Por fin, al cabo de diez días, la voz de Rajiv al otro lado del auricular le dio una buena noticia:

– Se han rendido, ya está. La estrategia ha funcionado. No ha habido violencia ni necesidad de entrar en el templo.

Sonia suspiró, aliviada, aunque no del todo relajada. Vivir sin tensión era un lujo fuera de su alcance. Los terroristas habían fracasado en su intento de provocar al gobierno. Como siempre cuando se quiere repetir la historia, ésta acaba en parodia de sí misma. Esta vez salieron de su guarida muertos de hambre y de sed. Más de doscientos se rindieron. La victoria de Rajiv se hizo aún más patente cuando la prensa publicó fotos del interior del templo, que mostraban el escaso respeto de los terroristas hacia ese lugar tan sagrado. Había restos de excrementos por doquier, montones de ropa, objetos rotos y manchas de sangre producto de sus propias peleas. El descrédito fue completo a ojos de sus correligionarios.

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