Primero cayó al suelo la Uzi y después el Comandante, de rodillas, como el toro bravo al que por fin la estocada no del todo certera del matador termina por hacer letal efecto. Con la cabeza baja y la barba arriscada sobre el pecho, parecía murmurar una oscura letanía. El Príncipe se acuclilló a su lado.
– Comandante…
– Los cabrones han conseguido… ¡Psche! -Ya resbalando sobre el suelo encharcado con su sangre, miró al Príncipe, irónicamente, aunque sus ojos estaban turbios-. Chico, comparado con tu padre no vales nada. Lo intentas, pero… Él sí que era grande. Ya no quedan de ésos. Y él sabía que yo, que yo también… Lo hicimos todo juntos, el Rey y yo. No merece la pena… pero antes… Siempre fui yo, sólo yo… con el Rey.
Enseñó un momento los dientes, última mueca de ferocidad, y se fue a la nada.
– Vamos a la casa -ordenó el Príncipe.
Al pasar junto al cuerpo de Tizón, el Doctor lanzó una breve ojeada a su cráneo partido, del que rebosaba una espesa mermelada rojiza, llena de grumos.
– Es curioso, nunca creí que este tipo tuviese tanto cerebro.
– ¡Por favor, doc! -se escandalizó el Profesor al oír el chiste impío.
La puerta principal de la villa estaba abierta. Cruzaron un salón grande, confortable y hasta lujoso, decorado con un estilo rural pero de diseño: muebles de aparatoso bambú, esteras de esparto que seguramente llevaban la cotizada firma del artista en el revés, una rocosa chimenea con aire de no haberse encendido jamás, etc. Al fondo sonaba un televisor: la voz apresurada, entrecortada y enfática, retransmitía una carrera de caballos.
Sentado en un sofá ante el aparato estaba un hombre de estatura algo menos que mediana pero ancho de hombros. Su cabello era de un rubio tan claro que las cejas parecían blancas, como si fuese un anciano. Fumaba un petardo de algo que obviamente no olía a tabaco de Virginia. Seguía con tanta atención la carrera televisada que no advirtió la presencia de los visitantes hasta que estuvieron junto a él.
– Hola, Pat. ¿Cómo lo llevas? -saludó el Príncipe.
– ¡Príncipe, tú por aquí! Y el profe… ¿Qué, habéis venido de visita? ¿Estáis de vacaciones?
– Algo así. Se te echa de menos, Pat. Te fuiste sin avisar y muchos están preocupados por ti.
El otro dio una honda chupada al porro y contrajo la cara al tragarse el humo.
– Ya, comprendo. He quedado mal con… Ahora no recuerdo bien. -Sonrió beatíficamente, mostrando la mojada colilla con aire de gratitud-. Esta maría es cojonuda, de veras. Oye, ¿quién dices que se ha preocupado por mí?,
– Para empezar, Wallace.
– ¡El viejo Wally! Está fastidiado, ¿eh? ¿Cómo anda ahora?
– No muy bien. Pero ya sabes que cuenta contigo para el Espíritu en la Copa. Y como no sabe dónde te has metido, está cada vez más inquieto.
– ¡Caramba, no quiero que Wally se preocupe! Con lo que tiene ya encima… Además, a mí me gustaría mucho montar al Espíritu otra vez. Me entiendo bien con ese cabronazo.
– Pues entonces… -El Príncipe hizo una pausa, buscando las palabras-. En fin, Pat, ¿qué coño estás haciendo en esta isla? ¿Darle al porro y ver la tele? La acción está en otra parte, ya lo sabes.
Pat Kinane se echó a reír silenciosamente.
– Tampoco aquí se está nada mal, no creas. Lo malo es que no consigo ver en la tele más que carreras francesas, de provincias. ¡Hasta pruebas de trotones me he tragado, imagínate! De lo que pasa en Leopardstown y en Newmarket, ni enterarme.
Hizo una pausa para apurar las últimas caladas y se quedó pensativo.
– Verás, he andado últimamente dándole vueltas a las cosas. Buscaba algo… Me dijeron que aquí podrían ayudarme y vine. Hay un tipo, Tizón, probablemente le habréis conocido. Hemos hablado mucho, es interesante. Pero en seguida me di cuenta de que sólo querían retenerme en la isla, que no me fuera. Es curioso… Con todas las comodidades, eso sí. Pero soy una especie de prisionero. Me vigilan… -Bajó la voz y miró a derecha e izquierda-. ¿Sabes que tienen leones?
– Sí, los hemos visto… Bueno, ya se acabó. Ahora podrás irte cuando quieras.
– ¿De verdad? ¡Estupendo! Ya empezaba a aburrirme. Porque, fíjate, encontré lo que buscaba. Era muy sencillo, no sé cómo me costó tanto.
– Y… ¿qué buscabas?
– Te va a parecer una tontería. Son esas cosas que… A la mayoría de la gente no le interesa el asunto, pero a mí me ha tenido obsesionado. Deben de ser manías mías, ya sabes que soy un poco raro… Verás, quería saber en qué consiste de veras la buena suerte. No me refiero a tener de vez en cuando un buen golpe, una racha afortunada, no. Yo quería saber en qué consiste el premio gordo, la Buena Suerte con mayúsculas, la de verdad, la definitiva. Al principio supuse que debía de ser la belleza…
– ¿Cómo la belleza? ¿Qué belleza?
– Pues ya sabes, tener belleza o ser capaz de producir belleza. La belleza es lo que convence sin tener que dar explicaciones: lo irrefutable porque no hay que argumentar. ¿Puede uno tener suerte mayor que ser dueño de la belleza? Pues luego me di cuenta de que sí, de que hay algo más allá… algo mejor, indudablemente.
– ¿El amor? -apuntó el Doctor, acordándose de Siempreviva.
– ¡No, hombre, qué cosas se te ocurren! -Pat pareció regocijarse con la sugerencia-. ¡Menuda zozobra, el amor! Más que buena suerte se parece a una maldición. No, la gran suerte, la mayor suerte, la definitiva buena suerte es la muerte por sorpresa.
– No te entiendo -se asombró el Príncipe.
– Sí, claro, la muerte furtiva. La que llega de repente, sin aviso ni preámbulo, sin padecimiento.
– Sicut latro … -murmuró el Profesor.
– No la tememos cuando se acerca, no la notamos cuando se cumple. No me cabe duda de que ésa es la mejor suerte de todas. ¡Lástima que uno no pueda darse cuenta de ella precisamente cuando nos beneficia! Aunque, claro, si nos diésemos cuenta ya no habría tal suerte. En fin…
Se puso en pie y se desperezó, como si saliera de una buena siesta. El Príncipe se le acercó, le puso la mano en el hombro y le miró de frente, sonriendo un poco pero sin asomo de burla ni ironía.
– Entonces, si ya has encontrado lo que buscabas… puedes venirte con nosotros, ¿no?
– ¡Naturalmente! Recojo unas cosas y podemos irnos en cuanto queráis. Cuanto antes, mejor; ya tengo ganas de volver al trabajo. No vaya a ser que Wally se enfade conmigo por esta bobada, imagínate…
LA GRAN COPA
Es un hecho notable que la mayoría de los
mamíferos viven una media de un billón
y medio de latidos del corazón.
S. BUDIANSKY, La naturaleza de los caballos
El entrenador Wallace rogó a la enfermera que levantase un poco el cabezal articulado de la cama.
– ¿Para qué? Estás más cómodo así y podrás dormir un poco.
Wallace la miró de reojo y rezongó. La chica debía de tener casi cuarenta años menos que él y desde luego no eran novios: ¿por qué le tuteaba, entonces?
– Es que quiero ver un rato la tele.
– ¿Y no estaremos mejor durmiendo? -Este tono maternal, ese plural absurdo, protector-. Ha dicho el doctor que tenemos que estar tranquilos, que no nos conviene excitarnos…
Wallace alzó una mano, tensando el tubo del gota a gota que llevaba prendido a ella.
– Por favor, señorita… -Le molestaba balar de un modo tan suplicante, tan desvalido, pero no quería correr riesgos-. Será sólo un ratito, hasta que traigan la merienda. Después de todo, ni siquiera he encendido todavía el aparato en los dos días que llevo aquí, compréndalo.
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