– Es curioso -comentó, casi para sí mismo, el Príncipe- que no haya cabras. No sé dónde se habrán metido las cabras.
¿Las cabras? ¿Qué cabras? El Doctor se interesó por el asunto, siempre enciclopédico. Lo normal, según explicó el Príncipe, es que por esos cómodos riscos nunca faltaran cabras domésticas. Pero no se veía ni se oía a ninguna, ausencia completa de esquilas y berridos, ni tampoco sus características bolitas de excremento adornaban el camino -propiamente caprino- que seguían. El Profesor inició un forzado chiste sobre que quizá habían sido devoradas por las medusas. Y en ese momento, precisamente entonces, oyeron rugir por primera vez al león. Todos se detuvieron a la vez, sin necesidad de que nadie diese la señal de alto. El Príncipe levantó en silencio la mano derecha, como pidiendo atención. Después, sin comentarios, reanudaron la marcha: un poco más despacio, sin duda, y ya no por culpa de lo empinado del terreno.
Desde hacía un rato el sendero se había hecho más estrecho, entre el escarpado risco que se precipitaba casi a pico a la derecha y una verja de hierro, algo herrumbrosa pero aún sólida, que los acompañaba a la izquierda subiendo junto al caminillo. Tras superar otro repecho apareció ante ellos el león, la cabeza alta, inmóvil como una estatua heráldica salvo por el rabo que azotaba perezosamente sus flancos. Afortunadamente estaba al otro lado de la verja, la cual quedaba así de lo más inapelablemente justificada. La expedición volvió a detenerse, cada uno en la postura en que le había sorprendido la visión de la fiera, como los niños que juegan a aproximarse por detrás a otro cuando éste se vuelve de repente para intentar descubrir y señalar el movimiento de alguno de ellos. Al fondo, más allá del primer león, divisaron a otro aún mayor que tumbado sobre una roca disfrutaba de los últimos y tibios rayos del sol de la tarde.
– Algo de esto había oído -comentó pensativo el Príncipe-, pero supuse que sería una especie de leyenda motivada por el nombre de la isla…
– ¡Venga, coño, que no pasa nada! -zanjó animoso el Comandante-. Están en su jaula, como en el zoo. Mucho grrr, grrr… pero de ahí no pueden salir.
– Por si acaso, será mejor no acercarse demasiado -aconsejó el Doctor-. Me parece que, en cambio, puede sacar la zarpa perfectamente por entre los barrotes…
El Comandante refunfuñó un poco sobre lo impresionables que son ciertas personas y reemprendieron el ascenso. En efecto, la proximidad de la verja y de quienes aguardaban tras ella resultaba algo incómoda. Tanto más cuanto que el primer león los acompañaba a lo largo del camino, unas veces a su propio paso majestuoso y otras trotando como un enorme ternero melenudo. En alguna ocasión se les adelantaba y entonces se detenía y los esperaba, volviendo la cabeza, como el perro que precede a su amo en un plácido paseo. Si le arrojásemos un palo a lo lejos, quizá se molestase en ir a buscarlo, pensó el Profesor, y después le susurró al Doctor que tanta docilidad le daba mala espina. No, ciertamente no era lo mismo que ver a la gran bestia en el parque zoológico. Y mientras el otro que esperaba en retaguardia, haciéndose el adormilado… Los cuatro aventureros procuraban mantenerse lo más alejados posible de la cerca metálica. Pero cuando alguna vez éste o aquél daban un tropezón o un bandazo, el león se acercaba en seguida a olfatear y ronronear, mostrando una solicitud nada tranquilizadora. «Está pendiente de nosotros -rumió el Profesor-. Espera la ocasión.»
Y lo más parecido a esa ocasión se presentó un poco más adelante. En ese punto, el sendero se angostaba hasta medir poco más de medio metro. Barranco en caída libre a un lado, jaula de fieras al otro… La verja estaba allí especialmente maltratada, vencida hacia fuera, como si hubiera soportado demasiados embates desde dentro y estuviese a punto de claudicar. Después el camino se ensanchaba de nuevo, incluso se apartaba decididamente en la subida de la verja, que a partir de entonces giraba hacia la izquierda. Pero durante casi dos metros el arriesgado viajero estaba indudablemente al alcance de las zarpas, a poco que el león se esforzase en alargar la pata entre los barrotes oxidados. De modo que a los expedicionarios se les presentaba una ordalía: la prueba del león. Volvieron a detenerse y esta vez se agruparon, considerando la situación. El corpulento felino también hizo un alto un poco más arriba, precisamente en la zona crítica: se volvió para mirarlos con sus ojos amarillos, y en su facha adusta -la boca semiabierta mostraba como por descuido los enormes colmillos- parecía apuntar una chispa de ironía, como diciendo «¡Aquí os quería yo tener!».
Esta vez ni siquiera el siempre farruco Comandante parecía tener prisa por dar el primer paso. Tras la vacilación de un instante -porque sólo un instante duró, por larga que se les hiciera a quienes vacilaban-, el Profesor se adelantó, suspirando con resignación humorística:
– Bueno, vamos allá. Más vale un final con horror que un horror sin final…
– Oye, un momento… -protestó el Doctor.
Pero fue el Príncipe quien echó a andar delante de todos, dando al pasar una cariñosa palmada al Profesor.
– Con permiso, profe. Es mi turno.
Con paso vivaz y decidido, sin mirar a derecha ni a izquierda, cruzó el estrecho peligroso. El león se aproximó rugiendo a la verja, pero no fue más allá de esa reconvención ominosa. Con un «¡Me cago en…!», el Comandante apartó de un empellón al Profesor y siguió al jefe, aunque caminando tan al borde del barranco para alejarse de los barrotes que un momento estuvo a punto de perder pie. Después fue el Profesor y, pisándole los talones, el Doctor. Demasiadas provocaciones para el inquilino de la jaula. Con un torvo rugido, el león cargó contra la verja, que tembló y pareció inclinarse bajo el peso de su tremenda acometida: su potente brazo, rematado por una ancha almohadilla llena de guadañas, apareció entre los barrotes buscando al Profesor. Pero el Doctor llevaba en la mano una fuerte rama, terminada en una punta aguzada, que venía utilizando como bastón en la subida: con esa improvisada lanza de leño aguijoneó desde atrás el flanco de la fiera, poniendo toda su fuerza en el golpe. Gruñendo ofendido, el gran felino retrocedió, revolviéndose y tratando de morder el palo. El Doctor se lo cedió de buen grado, para que se entretuviera mientras su compañero se ponía a salvo un par de metros más allá. Después él mismo empezó a su vez a cruzar aquel peligroso estrecho, pero con las prisas tropezó y se fue de bruces justo cuando el león volvía de nuevo al ataque. Gateó con premura para ponerse fuera de su alcance, estimulado y casi ensordecido por los maullidos gigantescos y los rabiosos gruñidos que le perseguían.
Un poco más arriba, ya en terreno seguro, se dio cuenta de que había perdido las gafas. Allí estaban, en medio del sendero fatídico, brillando como joyas en el escaparate de Tiffany's. El Doctor sentía por sus antiparras la sólita adhesión de los miopes, hasta el punto de que por un momento pensó en jugarse el todo por el todo y volver a por ellas. Pero el león se encargó de disuadirle: sacó de nuevo la frustrada zarpa por entre los barrotes, propinó un contundente manotazo y las aplastó magistralmente con un chasquido de adiós. Era lo menos que se podía conceder, después de haberse quedado sin presas mejores. Siguió por un rato enredando con los cristales pulverizados, mientras resoplaba y babeaba lleno de santa cólera. El otro león se había puesto en pie sobre la roca que le servía de pedestal y le miraba con conmiseración, reprochándole tan indecoroso berrinche. Luego levantó la cabeza con los ojos cerrados y bostezó largamente, las fauces distendidas de par en par apuntando al cielo como si quisiera zamparse el sol.
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