Fernando Savater - La Hermandad De La Buena Suerte

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Esta novela obtuvo el Premio Planeta 2008, concedido por el siguiente jurado: Alberto Blecua, Alfredo Bryce Echenique, Pere Gimferrer, Álvaro Pombo, Carmen Posadas, Carlos Pujol y Rosa Regás.
Un caballo invencible que ya ha sido vencido, un jockey que desaparece misteriosamente cuando busca el secreto de la buena suerte, dos magnates sin escrúpulos que pretenden zanjar sus rivalidades en la pista del hipódromo… Ya se acerca la fecha de la Gran Copa, la carrera internacional que desata pasiones. Cuatro aventureros deben encontrar al desaparecido a tiempo para que pueda montar en la prueba crucial: mientras, cada uno de ellos lucha contra los fantasmas de su pasado. Su búsqueda los hará enfrentarse con enigmas y peligros, hasta el desenlace en una isla del Mediterráneo donde se encontrarán con la traición… y con el acecho de los leones. Una novela de aventuras, aliñada con gotas de metafísica y ambientada en el fascinante mundo de las carreras de caballos.

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– ¿Todos sanos y salvos? -indagó el Príncipe cuando se reunieron un poco más adelante, en un pequeño ensanchamiento del camino.

– Yo me he quedado sin mis gafas -se quejó el despojado cegato.

– No te preocupes -le tranquilizó el Profesor, con tono de burlesco melodrama-. De ahora en adelante, yo seré tu lazarillo…

– ¡Anda y que te den!

El Comandante los interrumpió, de nuevo impaciente.

– ¡Venga, sigamos de una vez, que ya queda poco y la tarde se nos echa encima!

De modo que continuaron cuesta arriba, por un terreno cada vez más fácil y accesible. Ya tenían a la vista, entre los árboles, el edificio de la villa, con sus terrazas y sus anchas escaleras de piedra. Cruzaron una zona un poco más boscosa y llegaron a un claro muy pedregoso. Allí, sentado en una roca de forma propicia cubierta de musgo, estaba un hombre fumando. Al verlos se levantó sin prisa, tiró el cigarrillo y lo aplastó cuidadosamente con el pie.

– ¡Hola! Os habéis hecho esperar bastante. Los leones estaban abajo, ¿eh?

Era un tipo alto, muy fornido, completamente calvo. Llevaba gafas negras y una camisa ligera de manga corta, desabrochada hasta el esternón, que dejaba ver una abundante vegetación pectoral como compensación a su alopecia en la zona superior. Tenía una voz cultivada y agradable, casi dulce, aunque su sonrisa resultaba demasiado irónica para poder considerarla francamente amistosa.

– Adelante, adelante… Me llamo Tizón y estoy aquí para darles la bienvenida.

– ¿Nos esperaba? -preguntó el Príncipe, sorprendido.

– Pues sí, ya lo ve. Y también sé que van ustedes armados. ¡Me lo ha dicho un pajarito! Les ruego que saquen toda la artillería y la dejen en el suelo. Sin gestos bruscos, por favor, no pongan nerviosos a mis muchachos… -Hizo un gesto amplio con la mano derecha, abarcando generosamente el paisaje a su alrededor. Fue como si efectuara un pase de magia. Saliendo de tras los árboles a sus espaldas aparecieron otros cinco personajes, desplegados en semicírculo. Todos llevaban también gafas oscuras y esgrimían convincentes pistolas.

Tres de los aventureros obedecieron la orden del llamado Tizón y depositaron con melindrosa reluctancia sus armas ante ellos. Todos menos el Comandante, que sencillamente se cruzó de brazos y comenzó a silbar muy ufano la sintonía de «Bonanza», como si no hubiera en su vida el menor motivo de preocupación. Tizón le miró con cierto fastidio y se limitó a comentar:

– Bueno, tú no hace falta.

– De modo que has sido tú quien los ha avisado de nuestra llegada -resolvió el Profesor, constatando por fin lo evidente-. Eres de los suyos. Debí sospechar algo cuando me hiciste entrar en aquella carbonera para que me liquidara el cíclope. ¡Buen amigo estás hecho!

– Yo nunca he sido tu amigo -puntualizó el Comandante-. Me das bastante asco. Pero debo reconocer que te las arreglaste bien aquella noche… y desarmado. Aunque supongo que todo fue más bien cuestión de suerte.

El Príncipe le miró largamente, como si le viese por primera vez. Con una voz átona, igual que si repitiera un viejo verso memorizado tiempo atrás, estableció:

– Fuiste tú quien mató a mi padre.

– ¡Yo, naturalmente! Nadie más podría haberlo hecho. Sólo confiaba en mí.

– Entonces… ¿por qué?

– En primer lugar, por dinero -enumeró el Comandante en tono pedagógico-. Por mucho dinero. El Sultán paga muy bien este tipo de servicios, mientras que el Rey se había vuelto un poco tacaño en los últimos tiempos. No pasaba una buena racha. Pero el dinero no fue todo, ¿eh? ¡Nanay! Se trataba de algo entre nosotros, algo que no entenderéis los… los civiles. Yo le admiraba, le admiraba más que a nadie. Era un auténtico guerrero, impecable. ¡Ar…! Pero yo sabía que era tan bueno como él. Ni más ni menos. Y sólo había un modo de probarlo.

– Le traicionaste…

– ¡Psche! Técnicamente, quizá sí. ¡Cuidado! Le di todas las oportunidades. Lo de la emboscada lo inventé luego; en realidad, estuvimos solos él y yo. Tenía su pistola y fue cara a cara. ¡Sin ventajas ni trampas! -Se quedó un momento pensativo, y luego siguió en un murmullo-: Salvo la sorpresa. No se lo esperaba. De mí, nunca se lo esperó.

– ¿Y el honor, maldita sea? -rugió el Doctor, fuera de sí como nunca nadie le había visto antes-. ¿Dónde queda el honor?

– Venga, doc, que no somos niños -comentó displicente el Comandante-. Soy un militar, aunque de fortuna, mercenario. Entiendo de estas cosas más que tú. Y sé muy bien que el honor es la victoria. Vencer o morir, lo demás son cuentos.

– ¡Qué vergüenza! -masculló el otro-. Y qué vergüenza que ni siquiera te avergüences…

Los hombres de Tizón recogieron las armas depuestas, sin dejar de encañonarlos con las propias. Y el jefe parecía tener cierta prisa en despachar cuanto antes a su cómplice, el Comandante.

– Bueno, Comandante, ya puedes irte. Nosotros nos encargamos ahora de todo. Te aconsejo que bajes por la carretera, irás con mayor comodidad y rapidez… además de no tener que saludar de nuevo a los leones. Si te das un poco de prisa, aún puedes tomar el último avión de la tarde. Es el que va a Malta, si no me equivoco.

El gigantón se mostró puntilloso:

– No te preocupes por mí, sé muy bien lo que tengo que hacer. ¡Bah! Lo importante es que no te olvides tú de lo acordado. Ya me entiendes. Con esos dos puedes hacer lo que quieras -abarcó con su manaza al Doctor y al Profesor- porque nadie va a echarlos de menos. Bye-bye, Kaputt ! Pero al Príncipe tienes que tratarle como es debido. Le retienes un mes, como al otro -aquí guiñó aparatosamente el ojo-, y luego le sueltas en Marsella o en algún otro puerto del Mediterráneo. Sin tocarle ni un pelo, ¿eh? ¡Cuidadito! Sano, salvo y todo lo demás.

– Irá a buscarte -aseguró Tizón, lúgubre.

– Eso no es asunto tuyo. Ya me las arreglaré. Tú preocúpate solamente de cumplir lo acordado.

– Y tú no te preocupes ya de nada más. -El calvo parecía un poco molesto por el tono exigente del Comandante-. Lárgate tranquilo, que conozco muy bien mis obligaciones. Yo también soy un profesional, como tú. No me gusta que desconfíen de mí cuando llevo un asunto entre manos. Haré lo que tengo que hacer.

– Más te vale -advirtió el Comandante.

Después giró bruscamente sobre sí mismo, con el movimiento mecánico de esos soldados de morrión alto que hacen el cambio de guardia ante los palacios. Y echó a andar con grandes zancadas campo a través hacia su izquierda, en busca de la carretera de bajada. Al pasar frente a ellos, su mirada se cruzó un breve instante con la de sus antiguos compañeros, pero no se detuvo: se encogió un poco de hombros, engalló la testa hirsuta y se alejó silbando Una vez nada más.

Tizón y su pandilla invitaron de manera perentoria a los tres prisioneros -era imposible ya no considerarlos así- a que continuaran ascendiendo por el camino que llevaba al palacete. Los trataban con cierta expeditiva amabilidad. Caminando junto a Tizón, el Príncipe entabló conversación con él:

– ¿Puedo preguntarle algo?

– Claro, adelante.

– Me gustaría saber si tienen a Pat Kinane en la villa.

– Bueno, sí, está en la casa grande. Pero yo no diría que le «tenemos», ni siquiera que le retenemos, en sentido estricto. Por el momento, al menos. La verdad es que no le dejaríamos irse, pero tampoco lo ha intentado hasta la fecha. Vino por su voluntad, de modo que ahora hacemos todo lo posible porque esté contento y no piense en marcharse. Es un personaje curioso… No conozco a ningún otro jockey, pero me extrañaría que hubiese muchos como él. Es interesante… ¿cómo decirlo?… es profundo. Y ya ve qué cosas, le gusta mucho hablar conmigo. O por lo menos que yo le escuche.

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