Fernando Savater - La Hermandad De La Buena Suerte

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Esta novela obtuvo el Premio Planeta 2008, concedido por el siguiente jurado: Alberto Blecua, Alfredo Bryce Echenique, Pere Gimferrer, Álvaro Pombo, Carmen Posadas, Carlos Pujol y Rosa Regás.
Un caballo invencible que ya ha sido vencido, un jockey que desaparece misteriosamente cuando busca el secreto de la buena suerte, dos magnates sin escrúpulos que pretenden zanjar sus rivalidades en la pista del hipódromo… Ya se acerca la fecha de la Gran Copa, la carrera internacional que desata pasiones. Cuatro aventureros deben encontrar al desaparecido a tiempo para que pueda montar en la prueba crucial: mientras, cada uno de ellos lucha contra los fantasmas de su pasado. Su búsqueda los hará enfrentarse con enigmas y peligros, hasta el desenlace en una isla del Mediterráneo donde se encontrarán con la traición… y con el acecho de los leones. Una novela de aventuras, aliñada con gotas de metafísica y ambientada en el fascinante mundo de las carreras de caballos.

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– ¿De modo que se han hecho amigos?

– No tanto, no tanto… -Tizón sonrió, divertido ante esa idea-. Pero lo cierto es que cuando se marche voy a echarle de menos.

El Príncipe se detuvo de pronto, como para pensar mejor, obligando al otro a parar también.

– Escuche… ¿no podría verle, aunque fuese un momento? Le conozco, seguro que se alegrará de verme.

– No, lo siento. No es una buena idea. Usted sabe bien que Pat debe seguir con nosotros, en la isla, al menos un mes más. Hasta que pase la Copa. Si es posible, hasta que se olvide la Copa. Ahora está tranquilo, pensando en sus… filosofías. Si usted aparece de pronto le perturbará, vendrá a recordarle obligaciones y compromisos, en una palabra: le despertará. Y no nos interesa que despierte, no todavía… Sigamos, por favor.

Llegaban casi al pie de la escalinata que subía hasta la terraza y entonces Tizón ordenó torcer a la izquierda, por una senda emparrada. Se alejaron de la casa, lo cual no auguraba nada bueno. El sol estaba a punto de ocultarse y las sombras se alargaban, tan enormes como desvalidas.

– Tizón, se lo pido formalmente. Es más, se lo exijo. No quiero en ningún caso separarme de mis hombres. Lo que a ellos les espere, que sea también para mí.

– Claro, hombre. -Tizón se puso serio, casi melancólico-. Todos vais a… a lo mismo, no te preocupes. Al Comandante le hemos contado un bulo, para que se marchase tranquilo. ¡Qué fastidio de hombre! No sé quién se ha creído que es. Tiene una obsesión contigo: a ti no se te puede tocar ni un pelo. ¿No estará enamorado, verdad? Es broma, no me hagas caso… En fin, la verdad es que el Sultán se ha propuesto acabar de una vez con todo lo que queda de la banda del Rey. Una vieja cuenta que pretende saldar definitivamente. Y claro, viniendo aquí de forma clandestina se lo habéis puesto muy fácil… En fin, lo siento. Ya sabes que no es nada personal. Me caéis bien. -Suspiró, con aire pensativo-. Es curioso, pero a mí todo el mundo suele caerme bien. No me gusta tener que liquidar a la gente, aunque supongo que a veces le haré un favor a alguien, ¿no?

Al salir del emparrado se dirigieron hacia el calvero que se abría en medio de un encinar.

– Mira, todavía tengo sombra -le comentó el Profesor al Doctor.

– ¿Qué quieres que mire? Bastante tengo con intentar ver dónde piso. Así, sin las gafas… ¿De qué diablos de sombra hablas?

– Según los taoístas, cuando uno deja de ver la propia sombra es señal de que su materialidad se ha depurado definitivamente y ya es imperecedero. Pero yo veo mi sombra todavía. De modo que aún puedo perecer…

– Si aún ves algo, no te quejes. Yo no veo ni gota.

– Oye, Karl…

– Venga, suéltalo ya.

– Nada, que ha sido un privilegio conocerte. Yo no he tenido muchos privilegios en la vida, ¿sabes?, más bien lo contrario. En fin, para qué voy a quejarme. Pero quería que lo supieras. Ha sido hermoso cabalgar a tu lado y cazar juntos.

– ¿Cabalgar? ¿Cazar? ¡Siempre con tus cursilerías! Acaba de hacer pucheros. Mira lo que te digo, Alan: es muy sencillo, somos compañeros. Y pienso que eres el tío más legal que he conocido en este puñetero y asqueroso mundo.

– Hombre, quizá «legal» no sea precisamente la palabra más adecuada… -dijo el Profesor con una sonrisa.

– ¿Ah, no? Pues lo siento mucho, pero creo que ya no me va a dar tiempo a encontrar otra…

Tizón dio el alto al llegar al claro del bosque. El Príncipe supuso que no debía de ser la primera vez que allí se realizaba una ejecución.

– Bien, ya estamos. Ya os digo que lo siento, chicos, pero así son las cosas.

– ¿Vais a usar silenciador? -se interesó, muy profesional, el Doctor-. Porque de otro modo los disparos se oirán en media isla.

– Sin duda se oirán -explicó Tizón-. Pero nadie les dará importancia, porque aquí hacemos prácticas de tiro todos los días. La gente está acostumbrada. Lo de hoy ya ha pasado otras veces, sin despertar alarma. De los restos se encargan los leones, que son estupendos en tareas de limpieza. Eso sí, se los damos bien troceados para que no los relacionen con la forma humana. No queremos que cojan malos hábitos y luego nos miren a nosotros como posibles filetes… -Lanzó una breve risita, poco coreada-. Ahora voy a pediros que os arrodilléis y pongáis las manos en el suelo ante vosotros. ¡Venga, rápido! A pesar de la hora que es, sigue todavía haciendo calor…

Se pasó el pañuelo por la calva para quitarse el sudor. Luego se sobresaltó, porque alguien estaba silbando la sintonía de «Kojak». De detrás de una encina salió el Comandante y se quedó mirándolos muy tieso, con los brazos cruzados, como una torre amenazadora.

– Vaya, veo que he hecho bien entreteniéndome por aquí. Por lo visto me tomas por un pardillo, ¿eh, Tizón? No es esto lo que habíamos acordado. Bueno, se acabó. Ahora el Príncipe se vendrá conmigo.

– Mira, Comandante, es mejor que lo dejemos estar. No quiero líos contigo, pero tengo órdenes que cumplir. Vete a tomar tu avión y todos tan amigos.

– ¡Qué coño! No soy amigo vuestro, faltaría más. Ya me has oído, me llevo al Príncipe. Y ahora mismo, antes de que me enfade de verdad.

– ¡Y dale con el puto Príncipe! ¿Qué pasa, acaso eres su niñera?

– ¡Cuidado con lo que dices, que no estás hablando con uno de tus gorilas! No tengo por qué darte ninguna explicación. Pero oye bien lo que voy a decirte… y que lo oiga también el interesado. ¡Atentos todos! Fue el Rey quien me lo mandó, para que lo sepas. Varias veces, además. Me decía: «Cuando yo no esté, tú cuidas del chico. En mi ausencia, como si fueras su padre.» Me lo encargó a mí porque no confiaba en nadie más. Lo que pasó luego entre el Rey y yo es cosa nuestra. Pero algo tiene que quedar claro: nunca, ¿entiendes, sicario?, nunca desobedecí una orden del jefe. Yo sé lo que es la disciplina, no soy un piojoso aficionado. Príncipe, ven aquí. Nos vamos.

Tizón se afianzó sobre las piernas un poco abiertas y luego hizo un breve gesto de atención a sus hombres.

– Se acabó la discusión. El Príncipe está bien donde está y de ahí no va a moverse hasta que yo lo diga. El único que tiene que largarse, y ahora mismo, eres tú, Comandante. Te doy medio minuto para perderte de vista. ¡Ya!

– ¡Cómo! ¿Te atreves a darme órdenes a mí? ¿A mí vas a mandarme tú, jodido matón de discoteca? ¡Yo soy un soldado, para que te enteres! ¡Maldita sea! ¡Yo sé lo que es la guerra, y no tiene nada que ver con dar una paliza al borracho de turno que se niega a pagar! ¡Te cagarías patas abajo si hubieras estado en sitios donde yo hice la siesta tranquilamente, mariconazo rapado! ¡A ver si te atreves ahora a darme órdenes! ¡Venga, tú y yo solos, de hombre a hombre!

El Comandante cargó a toda máquina, avanzando con enormes zancadas hacia Tizón. «¡Abajo con él!», voceó el calvo. Disparó inmediatamente uno de los sicarios desde la derecha y un instante después otro desde la izquierda. En la camisa deportiva del Comandante, pegada al torso por el sudor, aparecieron varias condecoraciones oscuras y chorreantes. Así marcado pareció toser o gruñir, quién sabe, pero no acortó el paso. En cambio llevó la mano al bolsillo trasero y esgrimió la Uzi, que tan pronto se hizo presente empezó a escupir su retahíla de balas. Tizón fue despedido hacia atrás súbitamente, como si estuviera uncido de modo invisible a un fórmula uno que acabase de arrancar en dirección opuesta. Luego, con un ronco aullido, cayó el sicario de la izquierda. Los demás seguían disparando al ogro feroz que se les venía encima.

Con un exacto puntapié, el Príncipe desarmó al pistolero que tenía más cerca y se hizo con su pistola. Ya inerme, el tipo echó a correr. Mientras, el Profesor, secundado más o menos a tientas por el Doctor, noqueaba a otro gañán y le aligeraba también de la artillería. El resto de la banda desapareció en un santiamén con rumbo desconocido pero previsiblemente lejano. La batalla había concluido y el campo ya era del Príncipe y sus compañeros.

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