Fernando Schwartz - El Peor Hombre Del Mundo

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Novela negra de trazos muy nítidos en el más puro estilo del género, El peor hombre del mundo combina la acción vertiginosa con el humor, la pasión y el riesgo. El secuestro de un millonario en Amsterdam desencadena una serie de acontecimientos que desembocan en el submundo de la droga de Madrid. A su vez, el ex-agente Horcajo, el peor hombre del mundo, ha abandonado su refugio en Colombia y ha regresado a la ciudad. ¿Qué le ha hecho volver a un lugar en el que se sabe condenado a muerte? ¿Qué papel juega en todo esto Paloma, una madrileña rompedora? Y, por cierto, ¿cómo se cobra un rescate sin ser detenido?.

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– No.

– ¿No?

– No.

Javier respiró hondo.

– ¿El bar del Palace te parece suficientemente solemne?

– Sí -dijo Paloma en voz baja.

– ¿A las seis?

– A las seis.

14.00

– Hoy invito yo -dijo Carlos.

El Gera lo miró con cara de sorpresa.

– ¿Qué te ha pasado? ¿Te ha caído una maceta en la cabeza?

– Nada. Lo que yo os diga. Aprovechar, que hoy mi generosidad no conoce límites.

– Andrés -dijo José Luis, con gran seriedad-, ponme un poco de fugrás con unas tostadas.

– José Luis -dijo Andrés-, déjate de coñas. ¿Quieres una caña?

– No, anda, por ser hoy e invitar éste, ponme un cubata de ginebra… A mí, esto me huele a un lío de señoras.

– ¿No decías que no me como una rosca?

– Alguna vez tenía que sonar la flauta. ¿Qué tal el transporte a Francia?

– Como la seda -dijo el Gera -. El tío fue durmiendo casi todo el camino…

– Sí, casi todo el camino… -Carlos soltó una carcajada.

– Hombre, al principio nos quiso convencer de que entregarle a la policía holandesa era una tontería. Estábamos equivocados y él era inocente. Luego, como quería pararse a mear, así de repente, Carlos, que es un cagueta, dijo que seguro que nos sigue toda la banda de mañosos y que como nos lleguemos a parar, nos trucidan. Justo antes de llegar a Bilbao, Kleutermans se hizo pis en los pantalones.

– Venga-dijo Andrés.

– Palabra.

– No le hagáis caso, que está de broma.

– Oye, ¿y qué hay de Jacinto Horcajo? -preguntó José Luis.

Carlos lo miró con detenimiento.

– Y yo qué sé qué hay de Horcajo -dijo-. Ya me gustaría encontrarlo, ya. Mira, estaba en Madrid. Igual se ha ido ya. Ha acabado su negocio y se ha ido ya. Y nosotros sin enterarnos… En el fondo -dijo bebiendo un largo trago de cerveza-, deberían disolver a la policía. La cantidad de cosas que ocurren y nosotros sin enterarnos y sin poder hacer nada. O sea, que si no da la casualidad de que vemos a Horcajo el otro día, ni nos enteramos de que se va a cometer un delito, pero de los gordos. Lo que me mata es saber que está, saber que va a hacer una perrería y no saber ni de qué va, José Luis, a ver si me entiendes.

– Te entiendo muy bien. Mira, a ti qué más te da. Unas veces se acierta y otras no. Oye, y si Horcajo está en Madrid y te cuela una y tú no te enteras, mala pata.

– No, si a mí, que cometa un crimen o que lo deje de cometer, me trae sin cuidado. Será uno más de los ocho mil que se cometen a diario sin que se entere nadie. A mí lo que me revienta, coño, es que tengo una cuenta pendiente con él y que me la quiero cobrar y no puedo. Jopé, Pepillo, hombre, chaval -dijo, viendo entrar al hermano del Gera en el bar-, vente para acá, que te voy a invitar a una caña.

– Coño -dijo José Luis-, si es el fino estilista.

– Eso se decía de los boxeadores, José Luis -dijo el Gera dando una palmada en el hombro de su hermano-. Hola, muchacho. Tómate algo.

– D-dame una caña, Andrés, que nos ha pegado el m-míster una paliza de campeonato.

– Venga, que invita la casa.

– Oye, ¿invita la casa o invito yo?

– Qué más da…

– Espera, déjame un par de duros, Gera, que voy a llamar por teléfono… Oye -dijo, al cabo de un momento, tapándose el auricular con la mano para que no lo oyeran-, te invito a comer.

– Si es Dick Turpin. Hola, tío bueno, ¿qué tal has dormido?

– Poco. Te invito a comer.

– No, gracias. Oiga, yo trabajo, ¿sabe? Además, no te pongas nervioso, que me vas a tener hasta en la sopa.

15.15

– Nada -dijo José Luis-, no tienen ni idea de dónde estás, ni de si estás ya en Madrid, ni de qué has venido a hacer, nada.

– Bueno, eso está bien -contestó Horcajo.

– Ahora, eso sí, te tienen los dos una manía que es sólo comparable a la que te tiene el jefe.

Horcajo se encogió de hombros.

– Gajes del oficio. Bueno, José Luis. Está todo organizado, ¿no? -José Luis asintió-. Pues el jueves empezamos a las ocho, para que nos dé tiempo a hacer toda la ronda de recogida antes de llegar a Ortega y Gasset a las diez.

– ¿Tú has pensado en el carajal de tráfico que hay en Ortega y Gasset a esa hora de la mañana?

– Justo por eso. Las cosas van a tener que hacerse despacio, sin precipitaciones y con un follón de gente alrededor. Una buena receta para que nadie pierda los nervios y haga una tontería.

– ¿El Pitri? ¿Lo tienes controlado?

– Sí, hombre. Cuando me fui de su casa anteanoche, te aseguro que no le dejé una dirección para que me hiciera seguir la correspondencia, ¿sabes? No, hombre. No tiene ni idea de dónde estoy, no sabe a lo que he venido y me tiene más miedo que a un nublado. El mejor sistema que conozco para impedirle hacer idioteces. Tú tranquilo. Mientras yo lo esté, tú tranquilo, ¿vale?

17.00

Cuando entró en la habitación 516 del hotel Palace, Javier Montero no reconoció a ninguna de las dos personas que allí lo esperaban. El que le había abierto la puerta era un hombre grande, de cara redonda y algo grasienta en la que resaltaban unos ojos achinados y la boca, de labios extraordinariamente gruesos. Iba vestido con una chaqueta gris clara, los bordes de cuyas solapas estaban pespunteados de blanco y cuyos bolsillos exteriores eran de tapa y se cerraban con botón.

El otro hombre, que estaba apoyado contra la pared junto a la ventana, era de estatura media y muy moreno. Una barba negra y crecida, aunque no desordenada, le cubría la cara casi desde media mejilla. Tenía la piel picada de viruela y los ojos muy oscuros.

– Buenas tardes -le dijo el que había abierto-. Usted es Javier Montero, no hase falta que lo jure, porque su cara es muy conosida. Yo soy Lambert hijo. En realidad, me llamo Oswaldo Borrero. Pase por favor y siéntese donde apetezca. ¿Un drink?

Señaló un carrito sobre el que había media docena de vasos, una hilera de pequeñas bandejas con aperitivos, un cubo de hielo y varias botellas de los más variados licores y bebidas.

Montero miró con curiosidad al otro hombre, que seguía inmóvil y sin pronunciar palabra.

– Nada, gracias…, bueno, si acaso una coca-cola… con hielo, sí.

Se sentó en una de las butacas tapizadas de chinz de flores, al lado de una mesa redonda. La mesa estaba cubierta por un grueso cristal. No había un solo papel a la vista.

Borrero puso un vaso lleno de hielo y coca-cola sobre la mesa, cerca de Montero, y luego se sentó en la otra butaca.

– Bueno, señor Montero, le voy a introducir a mi colega. Don Jasinto Horcajo representa los intereses -Jacinto lo saludó con una inclinación de cabeza- de nuestros capitalistas principales en Colombia. Él deberá aprobar la operación que usted nos proponga aquí esta tarde y será quien determine las modalidades que deberá adoptar la misma.

Borrero hablaba con parsimonia, gran precisión y extremada cursilería.

– Muy bien -dijo Javier-. Como le anticipé por teléfono, necesito una cierta cantidad de dinero…

– ¿Cuánto? -preguntó Horcajo.

– Mil quinientos millones de dólares -ninguno de sus dos interlocutores movió un músculo-, que, al cambio de hoy, son doscientos veinticinco mil millones de pesetas.

– ¿Nos puede usted detallar la operación? -dijo Jacinto.

Javier cruzó las piernas. Después, alargó la mano, cogió el vaso y bebió un sorbo de coca-cola. De un bolsillo interior de la chaqueta sacó una pequeña calculadora electrónica. Se sentía perfectamente tranquilo.

– Naturalmente. Ustedes saben, claro está, que presido el Crecom. Dentro de cinco semanas se celebrará en Madrid la junta general de accionistas, la primera desde que, habiendo adquirido el uno coma veinticinco por ciento del capital, fui nombrado para el cargo con la ayuda de mi socio, Andrés Martínez-Malo. Martínez-Malo adquirió un cuarto de un uno por ciento en la misma operación. Nuestras acciones, sumadas al dos por ciento de nuestros aliados en el consejo, nos daban el control del banco, por encima de las familias tradicionales, que, a lo largo de los pasados años, han ido vendiendo papel hasta controlar solamente el cero setenta y cinco por ciento. -Miró a Borrero y a Horcajo. Ambos asintieron-. Bien, ayer acabé de comprobar que, desde el banco Goldblum & Pierce, se había completado una compra masiva de acciones del Crecom, dos millones de acciones, con una inversión de mil millones de dólares…, lo que da a los compradores el diez por ciento del capital del banco.

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