Fernando Schwartz - El Peor Hombre Del Mundo

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Novela negra de trazos muy nítidos en el más puro estilo del género, El peor hombre del mundo combina la acción vertiginosa con el humor, la pasión y el riesgo. El secuestro de un millonario en Amsterdam desencadena una serie de acontecimientos que desembocan en el submundo de la droga de Madrid. A su vez, el ex-agente Horcajo, el peor hombre del mundo, ha abandonado su refugio en Colombia y ha regresado a la ciudad. ¿Qué le ha hecho volver a un lugar en el que se sabe condenado a muerte? ¿Qué papel juega en todo esto Paloma, una madrileña rompedora? Y, por cierto, ¿cómo se cobra un rescate sin ser detenido?.

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– Te has destapado, caperucita.

– ¿Y tú para qué tienes esa boca tan grande? -dijo Paloma con voz ronca-. Eh…, burro -añadió al cabo de un rato-. No, bobo… Sigue… Me encanta, pero me las vas a arrancar… Pinchas…

Carlos levantó la cabeza y la miró a los ojos.

– Si quieres, me afeito la barba… Me afeito lo que tú quieras si me dejas perderme en…

Paloma rió.

– Me has llenado de saliva… -Carlos cogió el embozo para secarle los pechos-. ¡Quieto, bobo! Me encanta… Buf…, hueles a tabacazo. -Lo agarró del pelo de la cabeza-. Mi hombre malo… Hueles a viaje, a coche, a… hombrón. Te vas a ir a dar una ducha y luego vuelves oliendo a jabón y te doy las llaves de oro de la plaza.

– No puedo moverme…

– Sí que puedes, sinvergüenza… Si te vas a bañar, cuando vuelvas, te diré cuánto te quiero.

Carlos se incorporó de un salto y acabó de quitarse la ropa. A toda velocidad, con desorden, tirando las cosas a derecha e izquierda. Desnudo, fue hacia el cuarto de baño.

– Estás indecoroso -le dijo Paloma-. Deberían detenerte por sátiro.

Si algún lujo verdadero tenía el piso de Carlos era la alcachofa de su ducha. El agua salía hirviendo en potentes chorros que pinchaban en el cuello y en la parte alta de los hombros y se deslizaban en cascada por los brazos y por entre las piernas. Durante un buen rato Carlos se quedó quieto debajo del agua.

– ¡Eh! -oyó que le decían.

Abrió los ojos. Delante de la ducha estaba Paloma, como una Venus, con los brazos caídos a lo largo de los costados, la cabeza inclinada y sonriendo burlonamente. Sobre el estómago, usando un tubo entero de pasta de dientes, se había escrito en pequeñas letras Te Quiero.

Carlos se echó a reír hasta que se atragantó con el agua que le caía por la frente y las cejas y la nariz. Alargando una mano, cogió a Paloma de un brazo y la forzó a entrar en la ducha.

Mucho tiempo después, sobre la cama, Paloma dijo:

– Uau, qué bueno.

– Nunca en mi vida -dijo Carlos.

Estuvieron un buen rato en silencio, acariciándose lánguidamente un hombro, una mejilla, la parte interior de un muslo, un pecho.

– Voy a ponerme a ronronear, como los gatos -dijo por fin Paloma.

– Sé que te va a parecer una salvajada, pero, en este momento, daría tres años de mi vida por fumarme un cigarrillo.

Paloma sonrió.

– Pero si dicen que el mejor es el de después del café por la mañana.

– Mienten. El mejor es éste, ahora. Probablemente, va a ser el mejor de mi vida.

– Huy, pues no debemos reprimirte…

Carlos cogió un cigarrillo de un paquete de Winston que tenía en el cajón de la mesilla de noche, se lo puso en la boca y lo encendió.

– Ahora te quiero ya.

– ¿Para siempre?

– Humm…, para mucho rato. ¿Sabes? Quiero tomarme aperitivos contigo, irme al cine contigo, irme… Oye, ¿tú sabes esquiar?

– ¿Yo? Qué va…

– Ah, pues me apetece que vayamos juntos a aprender. Dice una hermana mía que es maravilloso. Que se liga muchísimo… por las noches, con la nieve y el calorcito de las chimeneas…

– Dice un amigo mío que lo único en que piensas es en meterte en un baño de sales y en la cama.

– Justo lo que yo quiero hacer, ¿qué te has creído?

– No, boba…, para dormir…

– Ya… Tú date el baño de sales y métete en la cama, que ya me las compondré yo… Quiero poder pasear al aire libre contigo, que me vean sin que me importe, como me vieron Carmen y el Gera la primera vez en el Retiro el otro día…, recién amada, ¿sabes? Huy, ¿qué te pasa? -Carlos se había puesto serio-. No te pongas así de mustio. Es verdad que quiero que no me importe ser vista… Por una vez que ninguno de los dos tiene nada que esconder… Oye, Ótelo -añadió con dulzura-, escúchame bien, que te estoy diciendo que te doy mi lealtad. ¿Sabes lo que eso quiere decir? Carlos sonrió con algo de tristeza. -Sí que lo sé, sí.

– Lo de Javier Montero no lo vamos a poder borrar, amor. Está ahí… Ha pasado, qué quieres que te diga. A ver si te enteras, Gary Cooper, que lo estoy dejando por ti. ¿Qué dejas tú por mí?

– Nada, que no tengo nada que dejar.

– Debe de ser casualidad.

Carlos rió de buena gana.

– También es verdad. ¿Cuántos aperitivos quieres tomar conmigo?

– Unos diez mil.

– Se te va a poner el hígado como una trufa.

– ¿Habéis comido en Hendaya? ¿En qué estaría yo pensando? Trufas.

– Qué va. Un bocata en Burgos a la vuelta… El Gera me decía que qué prisa tenía yo en volver a Madrid. -Soltó una carcajada-. En realidad -apretó los labios-, a los dos nos dio miedo estar ahí y no veíamos la hora de marcharnos… Así, como te lo digo.

– Me haces cosquillas. Son gozosas. -Se encogió de hombros-. Lo vuestro de allá arriba es algún recuerdillo malo que tenéis, ¿no? Bah, no lo pienses más ahora. ¿Sabes lo que te digo? -Paloma se incorporó bruscamente, apoyándose en un codo-. Tengo un hambre que me muero.

– No se hable más. Vístete, que nos vamos a tomar algo y a bailar.

Se bajó de la cama de un salto.

Paloma se tapó con las sábanas.

– ¿Estás majara? No puedo ni mover las piernas. Quiero decir que me traigas un yogur de la nevera o unas galletas o algo así.

– ¿No decías que con el esquí se liga mucho y que no importa el cansancio?

– Huelo a… ti y…, y…

– ¿No quieres que te vean recién amada? -Carlos se puso de rodillas y apoyó su frente en la cadera de Paloma-. No sé cómo te sientes ahora, pero si sales ahora conmigo, la gente te verá amada. Me acabo de llevar el Oscar a la cursilada del año.

– Pero ¿adonde vamos a ir a estas horas? Si son más de las tres.

– Así de sitios hay en Madrid.

Paloma lo miró, cerrando un ojo.

– Déjeme usted pasar, que me voy a poner mona para ir a tomarme una hamburguesa y a bailar a las tres de la madrugada, a quién se le ocurre… ¡Oye! -gritó desde el cuarto de baño-. Huy, no había visto que me siguieras. Oye, ¿no será que vamos a buscar al ex amigo ese tuyo que es tan malo?

– ¿A Jacinto Horcajo?

– Ése.

– Qué va. No hay quien lo encuentre. Igual se ha ido ya. Qué sé yo. No hay quien lo encuentre, no. Y, lo que es peor, estoy seguro de que trama algo…, algo de drogas o así, ¿has visto cómo he vuelto de vasco…?, o así…, y no tenemos ni idea. Me da una espina fatal.

– Voy a ir hecha un adefesio… ¿Sabes lo que te digo? Me parece que me voy a traer unas cuantas cosas para tenerlas aquí. ¿Te importa?

– ¿Cómo me va a importar? Tengo un plan mejor: tráete todas tus cosas aquí. Todo, tus sábanas, tus blusas, tus muebles, tu álbum de fotos, tu balón firmado por el Madrid… Haré que te lo firme Pepillo también… -Ella miraba en silencio, sin parpadear-. Tengo un plan aún mejor: cásate conmigo.

Paloma le acarició la cara y dejó que sus dedos se le enroscaran en la barba.

– Que te crees tú que me vas a liar. Ni hablar -dijo-, aún te falta mucho, míster Hyde.

– Bueno, pues, entonces, si te es más cómodo, me llevo yo todas mis cosas a tu casa…

9.30

A las nueve y media en punto de la mañana, como previamente acordado, Hank Kalverstat llamó a casa de don Julio Galán. Hablando con extrema lentitud para hacerse entender en francés, un idioma que, como sospechaba, su interlocutor no hablaba demasiado bien, dijo:

– Julio Galán.

– Al aparato.

– Hemos llegado a Madrid. Hemos dormido mal, pero estamos preparados.

– ¿Cuántos han venido?

A don Julio le encantaba este melodrama conspiratorio de hablar con frases preparadas de antemano. Y más, siendo en francés, lo que se le antojaba como el colmo del refinamiento.

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