– Ya veremos. Ya se me ocurrirá algo.
– ¿Qué estás tramando?
– Ya te lo contaré. No te preocupes, Andrés. Anda. ¿Nos vemos en casa a las diez?
– A las diez. Pero, si te imaginas que voy a dejar de hablar de tu padre, estás muy equivocado.
Hendaya, 17.08
– Ocho minutos de retraso -dijo Carlos-. Somos la pera.
Conduciendo despacio, llevó el coche hacia el edificio de la aduana de frontera. Desde la puerta, un guardia civil los miraba. Tenía una mano metida en el bolsillo del pantalón.
– ¿Cuántos años hace que no venimos por aquí, Carlos?
– Buf, la tira. Se me revuelve el estómago, Gera.
– A mí no es el estómago. A mí lo que me da es miedo, puritito miedo. -Carlos, al oír la alteración en la voz de Gera, se volvió a mirarlo-. ¿Qué pasa? ¿No me puede dar miedo? Mira que si alguien me reconoce…
– No te va a reconocer nadie sin barba. Y además, bueno…
– ¿Sabes lo que te digo? Vamos a entregar a este tío y vámonos de aquí, ¿eh? ¿No te importa?
Otra figura se asomó a la puerta del edificio.
– El Sopla -dijo Carlos.
– Llámalo Ricardo, que se te va a cabrear -dijo el Gera. Sacudió la cabeza casi con violencia, como si quisiera arrancarse un miedo pegajoso de encima.
Kleutermans, que no había vuelto a hablar en todo el viaje, ni siquiera cuando se habían parado unos minutos en un área de servicio de la autopista, lo miraba con curiosidad, medio vuelto hacia atrás en su asiento.
Detuvieron el coche frente a la puerta. Dos guardias civiles que acababan de salir del edificio rodearon el automóvil y se colocaron frente a la puerta del pasajero. De sus hombros colgaban sendas metralletas. Ambos tenían el dedo índice de la mano derecha rígido y apoyado contra la guía del gatillo. Tres guardias civiles más se situaron frente al coche, dándole la espalda. Carlos dio un silbido.
– Chico, ha llegado el tercio -dijo-. Su padre.
– ¡Eh! -dijo Ricardo desde la puerta de la aduana-. Puntuales como un reloj.
– Oye, chico, Sopla, quiero decir Ricardo -dijo Carlos levantando ambas manos a la altura de los hombros para quitar malicia a la sorna-, no puedes imaginar el gusto que nos da verte… Bueno, al holandés, menos., ¿Cómo estás, hombre? Creí que ibas a venir vestido de uniforme diplomático… Ya sabes, la librea con charreteras y dorados.
– Se te ve bien -dijo el Gera, mirando a su alrededor.
Ricardo rió.
– Y vosotros, tan coñones como de costumbre. -Dio un firme apretón de manos a cada uno-. ¿Algún problema?
– ¿Con Kleutermans? No, qué va. Tranquilo -dijo el Gera.
– Pasar adentro, que están aquí los holandeses y tienen ganas de marcharse en seguida.
– Ni la mitad de las que tenemos nosotros de volvernos a Madrid.
Ricardo siguió la mirada de Carlos.
– Déjalo. Los civiles no lo dejarán moverse, no te preocupes.
– Cógete los papeles, Gera -dijo Carlos.
Los tres entraron en el edificio.
– Oye, Sopla, ¿tú ya te entiendes con estos tíos?
– Sí.
– ¿En holandés? Venga ya.
– No, hombre. El holandés no lo habla ni Dios. En inglés. Todos los holandeses hablan inglés, Carlos. Hasta los fontaneros.
– Y luego queremos estar en Europa. ¡Pero si una peseta ni siquiera puede traducirse a euros!
– Ese que está en el automóvil parado ahí enfrente -dijo Hank Kalverstat observando con atención desde la ventanilla del Mercedes- es Kleutermans.
Acababan de pasar la frontera sin incidente alguno y se disponían a seguir rumbo a Madrid.
– ¿Kleutermans? -preguntó Nick.
– Ya lo creo -dijo Hank-. El capo, el número uno. El mayor traficante de hachís del mundo. Bueno, a lo mejor de Europa sólo. Porque el número uno del mundo es Marco Polo, y a ése me parece que les va a costar trabajo detenerlo.
– ¿Qué le ha pasado?
– ¿A Kleutermans? Que se confió. Lo detuvieron, Holanda solicitó la extradición, España la concedió y, como si lo viera, lo están entregando a nuestra policía. Yo no me retrasaría más, anda -añadió dirigiéndose al conductor-. Sigue, que las armas las carga el diablo.
En el interior del edificio de la aduana, Ricardo dijo a Carlos:
– Pues tenemos un buen follón en Holanda.
– ¿Por?
– El millonetis secuestrado, Van de Wijn. Ayer los secuestradores le tomaron el pelo a la policía en pleno. Montaron una bronca en la playa de moda que no os puedo ni contar. Les sacaron el rescate en diamantes. Dos millones y medio de dólares… ¡en avioneta!
– En avioneta, ¿qué?
– El rescate. Se lo llevaron en ultraligero… Esta mañana temprano nos han distribuido a todos una descripción de los diamantes. Por seguirles el rastro si aparecieran en los respectivos países, ya sabéis. Traigo una copia conmigo y fotos de los pedruscos.
– ¿A ver? -dijo Carlos, abriendo el sobre que le entregaba Ricardo-. Su tía. Mira, Gera. Aquí hay para hacerle a Paloma un biquini de brillantes. Descuida, Ricardo, le daremos la lista al jefe y que se las pase a quien sea. Pero sólo por ser la lista, que si fueran las piedras de verdad… Por cierto, le comenté al jefe lo de tu sueldo.
– ¿Y qué dijo?
– Se rió. Dijo somos la puñeta, vamos a acabar construyendo un satélite espacial propulsado por gasógeno. Dice: anda, que tener a un funcionario destacado en una embajada y no pagarle, es el colmo del raterío. Que hablaba con tu jefe, vamos…
– Venga -interrumpió el Gera -, vamos a ver a tus holandeses. Empaquetamos al Kleutermans, nos tomamos un par de copas y nos volvemos. Hombre, a menos de que te quedes y cenemos juntos…
– Hombre, Carlos, ya me apetecería -dijo Ricardo sin inmutarse-, pero me parece mejor volverme con los holandeses. Ya sabes, relaciones públicas… Me conviene para el futuro.
– No te preocupes, que era una broma. Pero te vas a correr un rollo de campeonato, Sopla.
– No mucho porque nos hemos venido en avión y además éstos estarán tan ocupados en vigilar al holandés que no me harán caso y yo podré leer mi novelita.
– Jopé, qué suerte.
EL NEGOCIO
MARTES 26 DE MAYO
Madrid, 00.30
Carlos se guardó la llave en el bolsillo. Por la puerta entreabierta de su habitación podía verse el resplandor de una lámpara encendida. Se apoyó contra la pared del vestíbulo, inclinó la cabeza hacia atrás hasta que su coronilla tocó el muro y sonrió.
– ¿Eres tú, nuvolari? -dijo Paloma desde la cama.
– No. Soy el lobo feroz.
– Es que no me puedo levantar, ¿sabes?, porque estoy en bolas y, si eres un hombre malo, igual me haces cualquier cosa.
Carlos se acercó a la puerta de su habitación y la empujó con suavidad. Paloma estaba tapada hasta el cuello por las sábanas muy blancas. Sólo le asomaba la cabeza oscura, la mata de pelo muy negra apoyada sobre la almohada. Sonreía.
– ¿Qué tal os ha ido?
– Sh -dijo Carlos poniéndose un dedo contra los labios.
– Huy, chico -dijo Paloma sacando un brazo para tirar más de la sábana. Por un instante el movimiento le dejó un pecho al descubierto-. No mires, que éste lo tengo reservado en exclusiva para mi amor. -Levantó una rodilla y la sábana se desplazó, destapando un muslo muy moreno, como de terciopelo-. ¿O eres tú ése, lobo feroz? -preguntó en voz baja-. Creí que ya no venías. -Alargó un brazo-. Ven.
Carlos se sentó en el borde de la cama. Paloma le rodeó el cuello con ambos brazos y tiró de él hacia abajo.
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