Fernando Schwartz - Al sur de Cartago
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– Me ha interesado conocerle. ¿Un periodista del New York Times? Siempre es útil. Mire usted, señor Rodríguez, el que yo ignore si hay guerrilleros, o dónde están, no quiere decir que no esté de acuerdo con su concepto. Si hay guerrilleros, desde luego defienden unas ideas con las que estoy de acuerdo. No le voy a hacer grandes discursos demagógicos -agitó una mano despectivamente-, pero a este país le hace falta un revulsivo. Alguien tiene que ponerlo en pie… Si no, un día, nos encontraremos con que ya no tenemos país o con que se pudre, de la misma forma que están podridos nuestros políticos, nuestras instituciones. Que usted escriba sobre eso, nos vendrá estupendamente. Sería incluso mejor que el New York Times llegara a publicar en portada dos fotografías suyas.
Levanté las cejas con sorpresa. Paola no me estaba mirando y no se dio cuenta de mi gesto. Había investigado quién era yo, ¿eh? Vaya, vaya.
– Una, amarillenta y pasada de moda, inmortalizando a mi padre y a sus amigos; otra, vibrante y moderna, recogiendo la estampa de unos estudiantes con las manos enlazadas con alguno de los míseros desechos humanos que circulan por ahí… Ésa sería su historia, señor Rodríguez. -Levantó la mirada y sonrió. Cuando sonreía, se le arrugaban las comisuras de los labios y los párpados y la expresión se le tornaba terriblemente femenina.
– Me parece que sabe usted de mí bastante más de lo que parece -dije en voz baja-. ¿Quién le ha dicho que soy fotógrafo?
Se puso inmediatamente colorada y confieso que me dio un apuro tremendo. Desvié los ojos y cogí mi vaso de whisky. Carraspeó.
– Bueno… Christopher Rodríguez es un personaje famoso. -Y, con una franqueza que desarmaba, añadió-: Tenía gran curiosidad por conocerle.
Solté una carcajada.
– Muy bien… Hablemos de Costa Rica, entonces, y veamos cómo me pinta usted esas dos fotografías que tengo que hacer.
– Voy a hacer algo mejor. Esta noche vamos a cenar a mi casa. Mis padres dan una cena… -Se interrumpió y me miró -. ¡Oh, sí! Vivo con mis padres, ¿sabe?… La casa es grande y tengo mi propio apartamento en ella.
Me dio la impresión de que se estaba justificando.
– ¿Sí?
– Bueno, pues, dan una cena para sus amigos. Académicos, periodistas, políticos…, hasta el presidente de la República. Le voy a llevar y, así, podrá ver con sus propios ojos lo que le digo. Luego, hablaremos de lo demás. -Se levantó-. Pasaré a buscarle a las nueve. No hace falta que se ponga corbata.
Menos mal, porque no había traído.
CAPITULO XX
El ventanal que daba al jardín estaba abierto y, en la luz algo amarillenta de las velas del porche, el decorado tenía un regusto antiguo, como efectivamente había dicho Paola, de fotografía rancia. El césped se perdía en la penumbra y una mata de buganvilla violeta caía de la tapia lejana, casi fosforescente en la oscuridad, como si hubiera acumulado los últimos rayos del sol poniente. En la terraza había una gran mesa redonda y baja y, a su alrededor, una docena de cómodas tumbonas, tapizadas en chinz de vivos colores.
Hasta Paola se había vestido a la vieja moda tradicional del trópico, con una falda amplia, estampada con grandes flores, y una blusa blanquísima adornada con vainicas. Los hombros y el escote, desnudos en la noche, tenían el brillo de la caoba, y su gran mata de pelo le enmarcaba el semblante. Una sonrisa fija y algo impersonal la mantuvo fríamente distante durante toda la velada.
Al principio, su padre, un hombre pequeño, amable y lleno de gracia malévola, se había sorprendido de su presencia en la cena, a la que parecía asistir excepcionalmente. Paola la explicó señalándome y sugiriendo que yo necesitaba entrar en contacto con la vida del país. Qué mejor que empezar con una comida a la que asistirían las "fuerzas vivas".
Si he de decirlo con franqueza, me ocurrió una cosa peculiar en aquella cena: en ningún momento me sentí partícipe de ella y, a la larga, me acabé aburriendo sobremanera. Y no es que los comensales fueran cualquier cosa. Estaban presentes dos catedráticos, un director de periódico, el presidente de la República, el de la Academia de la Lengua, un médico humanista y dos diputados, amén del dueño de la casa que, por lo que pude colegir, era bastante conocido localmente como novelista y escritor de artículos. Había mucho talento sentado en aquel porche. Y, sin embargo, daban la impresión de ser una tertulia incambiada a lo largo de años, cerrada a las innovaciones y más preocupada por mantener un estilo literario chispeante que por discutir en profundidad de los temas. Puede que esté siendo injusto y que ignore deliberadamente que aquella gente había acudido a la casa de los Barrientos a descansar, a charlar inconsecuentemente entre amigos. Pero confieso que me irritó, porque esperaba más de la reunión.
Tuve la impresión, mirando a la cara impávida de Paola, de que los chistes y bromas eran repetición hasta la saciedad de un ingenio exhibido durante décadas. Me pareció que se producía una doble traición al espectador, en este caso C. Rodríguez: por una parte, se utilizaban clichés que eran un estereotipo de la realidad; por otra, aquellas píldoras de sapiencia eran pronunciadas en un tono lo suficientemente ligero como para sugerir que allí se estaban diciendo verdades profundas que luego eran disfrazadas en aras de la sencillez con que se manifiestan los grandes hombres, cuando, en realidad, no eran disfraz de nada. Todos ellos acababan dando la sensación de que se habían quedado encasillados en maravillosos tiempos pasados en los que nada estaba en peligro. Debo estar siendo injusto, precisamente yo, que debería sentirme atraído por la interpretación bucólica de la vida; pero llegaba a Costa Rica con demasiada carga emocional y nerviosa como para poderme deleitar con una exhibición de diletantismo.
Durante un solo momento, pronto evaporado, se trató con un poco más de seriedad de la situación centroamericana. El presidente, que no es ningún tonto, olvidó la sonrisa y bajó el tono de voz para hablar cansadamente de las presiones que estaba recibiendo de parte de los Estados Unidos para que los autorizaran a enviar técnicos y asesores, que pudieran ayudar a Costa Rica a hacer frente a las amenazas revolucionarias del norte.
– ¿Y cómo voy a ignorarlas, pucha? Tan pronto les digo que sí como que tenemos que esperar un tiempito, ve, y, mira, se me acaban los argumentos…
– Lo que tenes que hacer -dijo fogosamente el director de periódico-es contarles que nuestra independencia es buena propaganda para ellos y que se dejen de asesores y manden más plata.
– No podemos seguir viviendo de la plata de los demás, Beto. Y hablaban y sufrían por problemas menores, sin conocer la verdadera amenaza que pendía sobre sus cabezas: unos misiles atómicos instalados sin su conocimiento, justo debajo de sus camas. Al sur de Cartago, Dios del cielo. A cuarenta kilómetros de donde estábamos. Miré a Paola, que, por una vez, seguía atentamente cuanto se decía.
– Tómese un jaibol, don -me dijo Barrientos, sonriendo-. Paola, servíselo vos.
Paola se levantó y fue hacia la mesa del bar.
– Pucha, cómo creciste, niña -le dijo admirativamente el presidente Cañas.
Si las miradas heladas pudieran matar, nos hubiéramos quedado sin presidente de la República en ese mismo momento. Pero el presidente, un hombre alto y enjuto, tiene la piel de rinoceronte. No hizo caso, se volvió hacia los demás y dijo:
– ¿Sabes la última, Beto? Armé una carajera que ya no sé cómo parar. Hace un par de meses -se inclinó hacia adelante y colocó los codos sobre las rodillas -, se me ocurrió contarle a Oswaldo Madriz, y ya sabéis cómo es de correveidile, que yo era el heredero por séptima generación de la fortuna de un virrey del Perú. Abrió mucho los ojos el hijoeputa. -Todos rieron y el dueño de la casa se levantó a servirse un vaso de whisky; se acercó a la mesa sin dejar de mirar al presidente-. Bien. Le expliqué que yo, que soy de cuna noble y extremeña…
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