Fernando Schwartz - Al sur de Cartago

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Un Famoso Fotógrafo Bélico Intenta Descubrir Las Claves De Una Gigantesca Conspiración A Escala Internacional.

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– Lo siento -dijo. Y esta vez era de verdad -. Lo siento mucho.

– No me haga caso. Nunca hablo de esto. Lo siento. Nunca bajo la guardia.

– ¿Quiere que demos un paseo?

Le solté el brazo y asentí en silencio. Nos levantamos y nos pusimos a andar hacia el teatro. Ninguno de los dos quería hablar.

Y así estuvimos durante largo rato, deambulando por las calles desiertas y calladas. Eran casi las dos de la madrugada cuando volvimos al hotel.

– Olvídelo, olvídelo todo -dije salvajemente. Me miró sin decir nada-. No, la verdad es que no quiero que lo olvide. Quiero que me perdone. Por mí y por Marta. Y quiero darle las gracias. Es usted una buena compañera de silencio. -Sonreí débilmente. No quería decir lo que venía a continuación, pero no tenía más remedio-: Dígame una cosa, Paola. ¿Por qué mató usted a Malcom Aspiner?

Abrió mucho los ojos y se puso pálida. Se dio la vuelta, fue hacia su coche, se metió en él, puso en marcha el motor y arrancó con un violento chirrido de ruedas.

Vaya manera de darle las gracias.

CAPITULO XXI

Pero vamos a ver. MacDougall, el ascensorista de casa de Aspiner, había descrito a la mujer que había llegado con éste al dúplex la noche en que murió, como muy guapa, muy alta y con la tez de un colorido parecido al nuestro. Al cabo de un rato, quien quiera que fuese la mujer, había tomado un taxi y había ordenado al conductor que la llevara al aeropuerto Kennedy; y, según Patrick, a la hora en que había llegado al aeropuerto, sólo habían despegado dos vuelos, uno de ellos en dirección a Costa Rica. Finalmente, Markoff. Mi buen Vladimir me había dicho que el asesino había regresado a San José después de pinchar a Aspiner por el cuello como si hubiera sido una aceituna. Y, bueno, después de todo, el nombre de Paola estaba en la lista de pasajeros enviada por mi hermano desde Nueva York.

Dicho todo lo cual, no había ni una sola razón que pudiera hacer pensar que estos elementos identificaban a Paola como asesina de Aspiner. Ni una sola, salvo que, desde que la había conocido aquella tarde, no había podido quitarme la impresión de que todo coincidía, hasta la imagen física que me había hecho mentalmente de la mujer que había estado en el piso de Malcom Aspiner en Nueva York. Soy un fatalista y, aunque no estoy muy seguro de lo que me impulsó a hacerle la pregunta a Paola, supongo que fue una intuición repentina, el convencimiento de que todo gira en pequeños círculos concéntricos y de que un destino misterioso me había ido conduciendo inexorablemente hasta este momento, desde el día en que John Lawrence me había llamado a casa para que asistiera a la reunión con el bueno de Gardner a la mañana siguiente. Las piezas del rompecabezas iban encajando poco a poco y me parecía que un instinto mágico guiaba mi mano sin yerro.

Pero, hubiera sido mejor no empezar, haber oído la orden de Gardner y haberme levantado de aquella mesa como alma que llevara el diablo. Mucho mejor estar en mi barco rumbo a las Bahamas o al Polo norte, qué sé yo. Lo mío no eran piezas de rompecabezas sino losas de tumbas.

Las cosas son así, sin embargo, y, cualquiera que fuese la razón para hacerlo, yo había lanzado un dardo en la oscuridad y había acertado de lleno con la diana. Y le había dado a Paola un susto de muerte; probablemente, más de mi muerte que de la suya.

No me quedaba más remedio que esperar pacientemente a que Paola decidiera volver.

Me desvestí lentamente y me metí en la cama. Tardé mucho tiempo en dormirme. Me asaltaban imágenes de Marta, recuerdos del olor de su piel, ecos de su risa, sombras de su mirada. Me debí quedar dormido porque me encontré reviviendo con morboso detalle la escena del descubrimiento de su cuerpo sin vida, abandonado en el desierto. Me desperté de golpe, inundado de sudor frío y con la garganta seca. Bebí un vaso de agua y encendí un cigarrillo. Miré la hora en mi reloj: eran las cuatro de la madrugada. No conseguí conciliar nuevamente el sueño.

Poco a poco, con el paso de las horas, se fue despertando la ciudad. Primero, fueron carretas tiradas por mulos; unas llevaban fruta, sobre todo piñas y papayas; otras, chatarra y basura.

Luego, fue algún camión, cambiando estrepitosamente de marcha antes de la curva. Más tarde, empezaron a circular los autobuses y, entre acelerón y acelerón, podían oírse las conversaciones de los pocos peatones que pasaban por debajo de mi ventana. San José es ciudad madrugadora.

Hacía fresco y, en el cielo, no se veía ni una nube. Sola, allá a lo lejos, la imponente mole del Irazú se negaba a cambiar de color y se obstinaba en mostrarme su faz negra y malhumorada.

A las siete de la mañana, no pude aguantar más en la cama y me levanté. Después de afeitarme, me di una larga ducha caliente, me vestí y bajé al comedor a desayunar.

Decidí fumarme el primer pitillo del día en la plazoleta de enfrente del hotel. Salí a la puerta y, con un bostezo, me estiré largamente.

A una veintena de metros, había un coche aparcado. Meneé la cabeza y me dirigí despacio hasta donde estaba. Abrí la portezuela de la derecha y me instalé en el asiento del pasajero. Paola, sentada al volante, miraba al frente; una hostilidad agresiva flotaba en el aire. Suspiré y no dije nada.

Puso en marcha el motor y arrancó en dirección al oeste. Pronto salimos de la ciudad y tomamos la autopista del aeropuerto. Paola conducía muy aprisa: tardamos aproximadamente una hora en llegar a Puntarenas, el puerto costarricense del Pacífico. Hacía ya muchísimo calor, pese a lo temprano de la hora. Atravesamos Puntarenas, dejando el muelle a la izquierda y seguimos por una carretera de tierra, levantando una polvareda espantosa. A la izquierda, el mar, muy azul, estaba completamente en calma. A la derecha, íbamos cruzando bosquecillos de palmeras y algún trecho más denso de grandes árboles, entrelazados de lianas y hojarasca; pero la mayor parte de la vegetación eran arbustos y grandes extensiones de hierba pardusca y medio quemada. Durante unos kilómetros, nos alejamos de la costa, adentrándonos en la sabana. Al cabo de media hora, Paola, por fin, redujo la velocidad y, girando a la izquierda, se introdujo por un estrecho camino. Detuvo el automóvil ante una gran cancela de madera y alambre. No había abierto la boca en todo el trayecto. Me miró. Sin pronunciar palabra, me bajé del vehículo, fui hacia el portalón, levanté la anilla que lo mantenía enganchado al poste de madera y lo empujé. Basculó sobre sus goznes silenciosamente y acabó enzarzándose en las matas del otro lado de la alambrada. En vez de ser tierra batida como el resto del camino, la entrada estaba hecha de grandes tubos de hierro, separados veinte o veinticinco centímetros unos de otros. Así se evitaba que se escaparan las vacas.

Me aparté para dejar pasar al automóvil, cerré la cancela y me volví a subir. Ahora, Paola conducía muy despacio; a un lado y a otro del camino, la vegetación era muy densa y apenas si podía distinguirse el interior del bosque. Todo estaba en sombras y la humedad y el calor se habían hecho pegajosos. Una gota de sudor se me deslizó por las costillas.

Tras una revuelta del camino, apareció una amplia extensión de hierba y, detrás, protegida por enormes palmeras y gigantescos arbustos de buganvilla, la casa. Era un bungalow algo rudimentario, con un gran porche cerrado por una fina malla metálica, defensa universal del trópico frente al asalto de mosquitos y otros bichos de mal vivir. Las películas románticas siempre presentan escenas en playas blanquísimas, al pie de cocoteros lujuriantes, pero nunca señalan el calor que hace y los verdaderos elefantes con alas que zumban, provistos de las más aviesas intenciones. Nada es perfecto en este mundo.

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