Fernando Schwartz - Al sur de Cartago
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Paola detuvo el automóvil frente al porche y se bajó de él. Llevaba toda la espalda empapada en sudor. Sus piernas, que los diminutos pantalones enseñaban generosamente, brillaban de humedad. Se acercó a la casa e, inclinándose, metió la mano por detrás de una de las piedras sobre las que se asentaba el porche. Sacó una llave, subió los escalones y abrió la puerta de rejilla metálica. Introdujo la llave en la puerta del bungalow y desapareció en su interior. Al instante, se oyó el runruneo de los aparatos de aire acondicionado que iba poniendo en marcha. Se asomó al porche y me miró.
– Me voy a dar un chapuzón en el mar. Hace demasiado calor -dijo-. Usted haga lo que quiera. Si quiere bañarse… -Hizo una mueca de indiferencia-. Si no, puede esperarme en el salón. Pero está que arde.
– No tengo traje de baño.
Se encogió de hombros, salió de la casa, bajó los escalones y se dirigió hacia un pequeño camino que había a la izquierda. Volví al coche, saqué mi bastón y, renqueando un poco, seguí a Paola. El camino zigzagueaba por entre palmeras, cayendo en desnivel hacia el mar. Una playa de arena muy blanca, rodeada de vegetación, se abría sobre el agua. Inmóvil y ausente, Paola miraba el horizonte desde la orilla. Estuvo así un largo rato. Finalmente, se sacudió con un escalofrío y, con total sencillez, se quitó la camisa y los pantalones y se quedó desnuda. La sensualidad tremenda de aquel gesto tan absolutamente natural fue para mí como si hubiera recibido un puñetazo en la boca del estómago. Me quedé paralizado, mientras ella entraba en el agua, se daba la vuelta hacia mí y, arqueando la espalda, se lanzaba al mar como un delfín ágil y sinuoso.
Sin apartar la vista de donde ella nadaba con movimientos gráciles y llenos de fuerza, me desnudé. Por primera vez en meses, me pareció que mi maltrecho pie no sólo era un irritante impedimento, sino que, además, era una visión obscena y deforme. El agua estaba fresca y me puse a nadar vigorosamente mar adentró; al cabo de un rato, me detuve y me volví hacia la orilla. Paola salía en ese momento del agua y, en la distancia, su cuerpo perfecto y armonioso, las largas piernas tostadas, los pechos firmes y pequeños y la larga mata de pelo negro componían, sobre el contraste de la arena blanca, un cuadro de sorprendente belleza. Recogió su ropa y, sin volverse, empezó a andar por el camino hacia la casa.
Permanecí en el agua mucho tiempo, nadando y buceando y haciendo un esfuerzo por que la memoria me trajera imágenes de Puerto Rico, de días interminables pasados en la playa de San Juan con Pat y la golfería del barrio. Espiábamos a las turistas americanas y nos gastábamos bromas en voz alta, para que nos oyeran y se decidieran a vencer nuestra timidez. Era yo muy precoz.
Paola me esperaba en el salón del bungalow, cuya temperatura era ahora muy soportable. Se había puesto un bikini y, sentada en una enorme butaca, bebía un gran vaso de un líquido lechoso, lleno de hielo. O habían dejado la nevera enchufada la última vez que habían estado en la casa, o les funcionaba muy bien. Señalé una jarra que había encima de la mesa y, por primera vez, sonrió.
– Agua de pipa con ginebra. Está rica.
– ¿Agua de qué?
– De pipa. De coco.
Fui hacia la mesa y me serví un vaso del brebaje. Estaba buenísimo y, probablemente, emborrachaba sin sentir.
– Markoff dice que es usted un gran bebedor.
– Markoff miente: acabé debajo de la mesa. ¿Cuándo habló con él?
– Anoche, al volver a casa. ¿Cómo supo usted que había matado a Aspiner?
– Métodos secretos. Escuela americana.
Se puso muy seria con lo que, indudablemente, era el recuerdo de la noche anterior.
– Siento lo de anoche -dije.
Levantó bruscamente la cabeza; en la boca tenía un gesto amargo y la expresión de sus ojos era heladora. Se encogió de hombros.
– Es su problema -contestó.
– Ya lo sé. Pero quiero que sepa que no fue un truco.
– ¿No? -Rió-. No me lo creo. Estuvo usted muy convincente.
En sus palabras sonaba una ironía furiosa y herida. Vaya. La comprendí bien: Paola había permitido que mi tragedia personal la afectara, se había ablandado y, cuando más vulnerable estaba, yo había aprovechado la apertura para clavarle un cuchillo. C. Rodríguez, tan delicado como siempre.
– Lo siento. -Tuve un impulso casi irresistible de acariciarle la cara e, incluso, me incliné hacia adelante. Me miró fríamente y me detuve-. ¿Qué le dijo Markoff?
– Que era usted un hombre confuso y confundido y que había que aprovechar la irritación que usted siente ahora hacia sus amos.
– Tonterías. Ni estoy confundido ni me irritan mis amos… más que de costumbre. Markoff dice tonterías.
– ¿Cómo supo que yo había matado a Aspiner? -repitió-. Porque Markoff no se lo dijo. Se rió bastante cuando le conté lo rápidamente que me había encontrado…
– Bah… eso fue fácil. Costa Rica es un país muy pequeño.
– Bebí un sorbo del brebaje-. En cuanto a lo otro, a por qué sé que mató a Aspiner… yo qué sé… intuición… algo así. Además, el portero de la casa de Aspiner la describió a usted muy bien.
– Me incliné hacia adelante y la miré de hito en hito-. ¿Qué hacemos ahora?
Alargó una pierna e hizo descansar el pie encima de la mesa. Lo tenía fino y estrecho, con largos dedos y el tobillo delicado.
– ¿A qué ha venido usted?
– ¿No se lo dijo Markoff?
– No.
– Pero, se lo imagina.
– Sí. Ha venido a impedir que las guerrillas encuentren los misiles y se adueñen de ellos.
– Exactamente. Necesito su ayuda.
– ¿Para qué? Ustedes, los de la CÍA, con su poder y su prepotencia, se bastan y se sobran para acabar con las guerrillas, con los misiles y con Costa Rica. -Me miró con sorna.
– Con la pequeña diferencia de que nosotros los de la CÍA, en este caso, yo, el de la CÍA, no podemos andar dando mucho escándalo… ¿Hablamos en serio?
Asintió.
– Bien. Yo no puedo utilizar el poderío de la CÍA, primero, porque el Gobierno de Costa Rica no sabe lo que está enterrado en Talamanca, al sur de Cartago. Por cierto, ¿ha estado usted allí?
– No.
– … Segundo, porque no sé quién de la CÍA quiere que evitemos la tragedia y quién quiere que se arme la marimorena. Tercero, porque el Club… -La miré inquisitivamente, para ver si había oído hablar del Club; asintió nuevamente con la cabeza-… El Club es un cáncer que hay que eliminar y no quiero levantar liebres innecesarias. Y lo haría, si anduviera pregonando a los cuatro vientos lo que quiero hacer.
– ¿Ha oído usted hablar del comandante Ernesto?
– No. ¿Quién es?
– El comandante Ernesto es el jefe de las guerrillas en Costa Rica. Lleva un año organizándolas. Un verdadero genio. Hace un año tomó a un grupo de estudiantes y de campesinos medio chiflados, de ideología incierta e insegura y, desde entonces, los ha organizado, les ha enseñado a combatir, a sacrificarse.
– ¿Cuántos son?
– Unos noventa, pero cada día se suman más… Por ahora, no los utiliza más que en acciones de frontera, en el norte, cerca de Nicaragua… Asaltos a la gente de ARDE… cosas así. Pronto empezarán aquí y creo que intentarán estrenarse con un golpe espectacular…
– ¿Como capturar los misiles norteamericanos?
Hizo una afirmación con la cabeza.
– Como capturar los misiles norteamericanos… y -sonrió-hacerle chantaje a los Estados Unidos.
– ¿Qué? ¡Santo cielo! Ese hombre está loco. ¿No se da cuenta de lo que puede ocurrir en cuanto se enteren en Washington de que tiene los misiles?
Ladeó la cabeza e hizo una mueca mitad de resignación y mitad de indiferencia. Se levantó sin esfuerzo aparente y se dirigió hacia una puerta, detrás de la cual vi que estaba la cocina. Me incliné hacia adelante para seguirla con la mirada; igual que me ocurría con Marta, me fascinaba la parte baja de su espalda, arqueada y perfecta, con los músculos tensándose suavemente debajo de la piel y dos hoyuelos, perfectamente visibles por encima de la parte baja del bikini. Abrió la nevera y el reflejo de la luz le dio en el estómago.
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