Fernando Schwartz - Al sur de Cartago
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CAPITULO XIX
Tardé un gran rato en regresar al hotel. Había decidido dar un rodeo y aprovechar el sol de la mañana para pasear y reflexionar un poco sobre todo este asunto.
Me preocupaba verme metido (por instrucciones del director de la CÍA, era cierto) en un problema que desbordaba su cauce y se complicaba mucho más de lo esperado, que ya era bastante. Que los soviéticos intentaban darnos la lata, era lo que había asumido Masters al encargarme de la investigación. Pero que, de repente, nuestros amigos rusos no tuvieran nada que ver con el problema y que fueran los propios norteamericanos los que se dedicaran a robar nuestro, su computador, a estimular la revolución en Centroamérica y a asesinar a su propia gente, rompía todos los esquemas. Se planteaba un problema de traición mucho más sutil que el de venderse al enemigo: se trataba de norteamericanos que se habían puesto más papistas que el papa y que estaban empeñados en enmendarle la plana al mismísimo presidente de los Estados Unidos. Y, ¿dónde terminaba el patriotismo y empezaba la traición? Era cuestión de grado. Lo malo era que yo estaba seguro de que, si preguntaba a cualquiera de nuestros tres sospechosos o, probablemente, a la mayoría de los norteamericanos, todos se inclinarían por la bondad de destruir al enemigo (léase revolucionario centroamericano o piojoso centroamericano), antes que caer en la maldad de colaborar con el oso bolchevique. Era una cuestión de matiz; la opción no era blanco o negro, sino blanco marfil o blanco nieve. Justamente el matiz que atenta contra la esencia maniquea del espionaje. Y yo, venga a colaborar con el oso.
¿No había yo matado en aras del principio de defensa de los Estados Unidos? Pues ellos habían matado con mucha mayor convicción, llevando la defensa de los Estados Unidos a sus últimas consecuencias.
Había un traidor entre los tres. Pero ¿cuál? Y, lo que es más importante, ¿cabía llamarle traidor? ¿No era, más bien, un patriota? Me resultaba terrible pensar que una actuación como la suya podía llegar a contar con la comprensión de los otros dos. Si preguntaba a Masters, a Fulton o al bueno de Gardner cuál sería su opinión en un caso así, estaba convencido de que los tres, en mayor o menor grado, invocarían el principio de que los Estados Unidos está antes que nada. A lo más que llegarían los dos que no eran traidores sería a menear severamente la cabeza y a lamentar que se utilizaran métodos tan violentos. Pero, bueno, dirían, a lo hecho, pecho y no perdamos el tiempo en detalles de escrúpulo.
Y, aparte de mi venganza personal, ¿qué diablos pintaba yo en este tinglado? Absolutamente nada. Estaba empeñado en una lucha solitaria contra todos, contra todos los míos, y me apoyaba, para mayor inri, en la buena voluntad de los rusos. Pues, en un par de semanas, había conseguido labrarme un excelente porvenir.
Andando lentamente, llegué al parque Morazán, una manzana de plantas, zacate y arroyuelos, metida entre calles y rodeada de edificios. Me senté en un banco frente al monumento erigido en honra del libertador Morazán. Como siempre que se trata de un monumento a la lucha por la independencia de una región, se encaramaban al pedestal unas cuantas figuras de bronce, con el semblante tenso por el sacrificio y las privaciones de la guerra, los tendones del cuello y de los hombros visibles y señalados por el esfuerzo, y los cuerpos, poderosos y grandes, con enormes manos lanzando la flecha o empuñando la espada que derrota al malvado enemigo. Todo muy dramático y, probablemente, poco acorde con la realidad. Habría que haber visto a los inditos luchando contra el colonizador, la malaria y los mosquitos.
Levanté la vista y, allá al fondo, se alzaba la gigantesca y amenazante mole del volcán Irazú, ensombrecida por el contraste con el azul limpísimo del cielo. Un volcán que solamente está dormido y que, de vez en cuando, se despierta retumbando el sueño de los costarricenses y gruñendo como un gran mastín inofensivo. Después de muchos dolores de parto, alumbra una lluvia de fuegos artificiales y suelta polvo. El polvo flota y, empujado por la brisa, acaba cayendo sobre los jardines capitalinos, sobre las casas, sobre los automóviles, y se mete por todas partes. La última vez que el Irazú soltó su polvareda, la cosa duró dos años y empezó el día en que Kennedy visitaba oficialmente el país. "Pucha, la gente creía que era caspa", me contó después Antonio, el dueño de la Soda Palace, riendo estentóreamente.
Decidí que esa tarde haría un poco de turismo y subiría al Irazú. Pero, el hombre propone y Dios dispone. No subí al Irazú en aquella ocasión.
Regresé al hotel. Pedí mi llave y subí a la habitación. Nada más entrar en ella y echar un vistazo, me di cuenta de que alguien había estado registrándola. Sólo un fotógrado profesional, después de muchos años de utilizarlo, sabe cómo se colocan en su estuche los cuerpos de las cámaras, las lentes, los filtros y las películas sin exponer. Por más que muy ligeramente, el orden de mi estuche había quedado alterado. Vaya. El señor Lewinston era definitivamente muy curioso.
Apreté los labios y, metiendo la mano en el bolsillo de mi pantalón, saqué la pistola y la miré. Por lo menos, la escondería un poco, pensé. Así, tal vez, conseguiría dificultar su localización por la siniestra legión parroquial de mi buen amigo Danilo. Abrí mi bolsa de viaje y extraje de ella otra, más pequeña, de plástico. Del cuarto de baño, cogí un rollo de esparadrapo, metí la pistola en la bolsa y la precinté herméticamente con él. Levanté la tapa de la cisterna del lavabo y deposité la bolsa en el agua. Un truco conocido, pero generalmente eficaz.
Volví al dormitorio y levanté el auricular del teléfono. Pedí que subiera Rene el botones y que, luego, me pusieran con Nueva York, con la comisaría de distrito en que trabajaba mi hermano.
Al instante, sonaron unos discretos golpes en la puerta. La abrí y allí estaba Rene, sonriendo anchamente.
– Sí, señor.
– Hombre, Rene, me dicen que te tengo que entregar un sobre.
– Sí, señor.
– Espera un momento. Pasa, anda.
Entró en el vestíbulo de mi habitación y cerró la puerta. Llevaba justo mil dólares en el bolsillo, pero si Lewinston había pensado que los iba a sacar en la mugrienta casa en la que había ocurrido nuestra interesante conversación, iba listo. No estoy loco. C. Rodríguez seguía siendo un buen juez de caracteres; había apostado a que ésa sería la cantidad que me costaría la gestión de mi amigo Danilo. El resto del dinero estaba guardado en la caja de seguridad del hotel.
Dándome la vuelta, entorné la puerta del pequeño vestíbulo de mi habitación, dejando a Rene de pie en el reducido espacio. Fui hacia la mesa que había frente a la ventana, abrí un cajón y saqué un sobre. Me metí la mano en el bolsillo, extraje los mil dólares y los introduje en el sobre. Lo cerré y volví hacia donde estaba Rene.
– Toma -dije, abriendo la puerta semicerrada.
– Sí, señor… ¿Qué tal le fue?
– Bien, hombre. Creo que he conseguido lo que quería. Gracias, Rene.
– Para servirle. Con mucho gusto… ¿Señor?
– ¿Qué hay?
– Este… Ándese con cuidado, señor. Esta gente no es muy buena.
– Me andaré con cuidado.
Sonrió, abrió la puerta del pasillo, salió al vestíbulo y la cerró cuidadosamente.
El teléfono empezó a sonar. Me tumbé en la cama y descolgué el auricular.
– Sí.
– Su llamado a Nueva York, señor…
Hubo una serie de clics y, luego, ruido de estática y alguna conversación cruzada en la lejanía.
– Aló?
– Homicidios.
– Aló? ¿Me podría poner con el teniente Rodríguez, por favor?
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