Fernando Schwartz - Al sur de Cartago
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- Название:Al sur de Cartago
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– Vamos a ponernos de acuerdo, señor Lewinston. Usted tiene un precio y yo, probablemente, voy a poder pagárselo. -No le gustó que se lo dijera. Mal empezábamos-. Sin embargo, ese precio tiene que incluir la garantía de su discreción…
– Soy un hombre modesto, señor Rodríguez… extremadamente modesto. Vivo sin ambiciones con lo que tengo y no necesito más. Sólo aspiro a la satisfacción de hacer favores a los amigos o a las personas que me interesan. ¿Es usted persona que me interese? -Agitó la mano del pañuelo y el brillante de su solitario emitió un vivo fulgor.
– No lo sé.
– Pues, entonces -dijo con voz suavísima -, va a tener usted que demostrármelo. Me va a tener usted que contar quién es y qué es lo que quiere. Y, luego, decidiremos si es usted merecedor de mi ayuda.
Jaque mate. Christopher Rodríguez acorralado.
Lewinston rió nuevamente y, muy despacio, levantó la mano que había tenido escondida hasta entonces. En ella sujetaba un enorme revólver.
– Ya ve usted lo que son las cosas, amigo mío… Usted no lo cree, pero tengo un genuino deseo de convertirme en su amigo y valedor.
La mano que sujetaba la pistola estaba absolutamente inmóvil; la tenía apoyada contra la mesa y el cañón de aquel monstruo me apuntaba directamente al estómago. Nada de puntería olímpica; este hombre encañonaba al bulto. Una bala de aquéllas era capaz de abrirme en canal aunque me diera en la muñeca.
Suspiré.
– Es usted un desconfiado. Por supuesto que necesito su ayuda. Por eso le he buscado y por eso estoy aquí.
– Mi querido amigo. Yo ayudo a mucha gente. -Inclinó la cabeza y se secó el sudor de la calva-. ¿Con quién hablaba usted en la Soda Palace?
– ¿Cómo dice?
– Le pregunto que quién era su interlocutor en el bar en el que estaba usted esta mañana.
– ¡Ah! ¿Uno que estaba en la mesa de al lado? -Asintió-. Ah, no tengo ni idea… Un americano al que pedí que me pasara el azucarero. No le había visto antes en mi vida.
– Pero estuvieron ustedes hablando…
– Bueno… unas frases sobre el tiempo y cosas así. Asintió nuevamente e hizo un pequeño puchero con los labios. Era un mohín absolutamente obsceno.
– Humm… Christopher Rodríguez. ¿A qué se dedica usted?
– Soy periodista.
– Periodista, ¿eh? ¿Y qué puede querer un periodista americano en Costa Rica? -Rió y noté que, cuando lo hacía, su estómago se agitaba en pequeñas ondas de grasa -. Quiero decir, amigo mío, ¿qué puede querer un periodista americano que requiera la intervención amistosa de Danilo Lewinston?
Se secó una vez más la calva y, a continuación, se pasó el pañuelo por la cara. Producía verdadera repugnancia. Si hubiera estado escribiendo una novela, no habría podido escoger un estereotipo más representativo del malvado del trópico.
– Me propongo escribir una serie de artículos para el New York Times sobre Centroamérica. Cómo está la situación, cuál es el futuro de estos países, cuáles son los movimientos guerrilleros… Todas esas cosas. Y he pensado que, empezando por Costa Rica, me será útil entrar en contacto con las formaciones guerrilleras…
– ¿Sí? -preguntó Lewinston suavemente.
– … Sí. Todos sabemos en Estados Unidos que en Costa Rica empieza a haber algún grupo guerrillero autónomo, probablemente ayudado por los sandinistas. Quisiera encontrarlos y hablar con ellos. Ver lo que quieren, cómo pretenden conseguirlo…
– ¿Por qué piensa usted que puedo ayudarle? ¿Los guerrilleros ticos? Yo soy un hombre respetuoso con la ley…
Si él respetaba la ley, yo era arzobispo de Nankín. -… y no tengo tratos con la guerrilla.
– No digo que los tenga, pero estoy seguro de que sabe quiénes son, dónde están y cómo se puede entrar en contacto con ellos.
– Tal vez, tal vez. Pero, ¿por qué debería hacerlo?
– Bueno… posiblemente para obtener una asistencia a su maltrecha economía… ¿no?
Rió con renovado entusiasmo.
– Si yo supiera quiénes son y dónde están los guerrilleros costarricenses, probablemente se lo contaría a la Policía de mi país, ¿no?
– ¿Sí? Yo creo más bien que no se lo contaría, porque le iría en ello la vida.
Se puso repentinamente muy serio. La pistola se enderezó un poco más y vi que apuntaba directamente a mi corazón.
– ¿La vida, señor Rodríguez? Danilo Lewinston nunca se juega la vida. Soy una persona demasiado importante para eso. -Hizo un exagerado mohín con los labios y se secó la saliva con el pañuelo.
Levanté prudentemente una mano.
– No estoy intentando insultarle. Estoy intentando decirle que creo que es usted la persona mejor informada de este país.
Eso le gustó. La pistola se relajó fraccionalmente. Tampoco era para dar saltos de alegría: dejó de apuntarme el corazón y volvió a encañonar el estómago.
– Tal vez -repitió -, tal vez. En el caso de que decidiera ayudarle, señor Rodríguez. -Se quedó pensativo un momento.
Le encantaba el suspense -… En caso de que decidiera ayudarle, ¿qué podría hacer por mí? -insistió.
– Bueno… estoy en sus manos. Usted dirá.
– Humm. Puede que más adelante podamos hablar de una relación fructífera y continuada. Me parece usted un hombre de muchos recursos, amigo mío. Y tal vez valga la pena aprovecharlos. De momento… efectivamente, creo que no sería excesivamente impertinente pedirle, en efecto -rió alegremente; la alegría de este hombre cortaba el apetito al más hambriento-… una modesta contribución a…
– … ¿A la causa diocesana, a las obras de caridad de Danilo Lewinston?
Aplaudió blandamente. La mano del pañuelo con la mano de la pistola. Cerré los ojos.
– ¿Podría usted aplaudir en otra dirección, por favor?
Rió más aún y se le saltaron unas lágrimas, que se secó inmediatamente con el pañuelo. Su estómago era una verdadera sinfonía acuática. Y, en medio de las risas y de los hipos, con la voz atragantada por la jocosidad, preguntó:
– ¿Mil dólares?
– Bueno… Paga mi periódico… De acuerdo. Mil dólares. No los llevo encima. -Me encogí de hombros.
– Ah. ¡No importa! Amigo mío, las relaciones amistosas que establezco están basadas en la confianza mutua. Yo me fío de usted. Mire, ¿ve? -Levantó el revólver y se lo guardó en uno de los bolsillos de su mugrienta chaqueta.
Cuando el arma hubo desaparecido, moví lentamente mi mano izquierda, la que tenía debajo de la mesa, y también me guardé mi pistola en el bolsillo del pantalón. Lo hice lo más discretamente posible; no quería ofender a nadie.
– Deje el dinero en un sobre -continuó mi amigo Danilo-, y entregúeselo al botones del hotel. Él me lo hará llegar…
– Muy bien. ¿Cuándo tendré noticias suyas? Abrió los brazos.
– Amigo mío, lo que usted me pide no es sencillo e implica un gran riesgo para mí… Tomara algún tiempo. Pero no se preocupe. Tendrá noticias mías a la mayor brevedad posible.
Decidí hacerle ver que yo no era tan tonto como parecía.
– Amigo Danilo, usted me ofende…
Levantó las cejas y me miró con sorpresa.
– Me asegura que se fía de mí y tiene al joven limpiabotas detrás de la puerta, apuntándome con un arma. -Chasqueé la lengua varias veces -. Me hace usted pensar que, si hubiera llevado el dinero encima, mi vida habría estado en peligro. Y eso es muy malo para mi úlcera de estómago.
Debajo de los interminables pliegues de sus párpados, sus ojos me miraron especulativamente. Poniéndose las manos a la altura del voluminoso pecho, hizo pequeños gestos negativos, con el pañuelo agitándose como el pompón de una corista.
– No, no, no… Es, ¿cómo le diría yo?, una forma de reaseguro, ¿verdad? -Y rió de nuevo.
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