Fernando Schwartz - Al sur de Cartago

Здесь есть возможность читать онлайн «Fernando Schwartz - Al sur de Cartago» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Современная проза, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.

Al sur de Cartago: краткое содержание, описание и аннотация

Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «Al sur de Cartago»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.

Un Famoso Fotógrafo Bélico Intenta Descubrir Las Claves De Una Gigantesca Conspiración A Escala Internacional.

Al sur de Cartago — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком

Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «Al sur de Cartago», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.

Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

– Momento.

– Rodríguez. -La misma voz seca y competente de siempre.

– ¿Pat?

– ¡Chris! ¡Pero, hombre de Dios, hombre! ¡Me has tenido sobre ascuas! ¿Qué te ha pasado? ¿Dónde carajo estás?

– Lejos. No te preocupes, hombre… Estoy bien.

– ¿Bien? Tienes a Tina llorando desde hace días y a mí con…

– Ni lo pienses, Pat. Ya te dije que no…

– Ya sé, ya sé. Pero, caramba, escoges unos métodos para desaparecer que ni Houdini. Aquí hay un follón armado que bueno… ¿Estás bien?

– Sí -repetí, pacientemente-. No te preocupes por mí. Tengo más vidas que un gato. -Lo cierto era que se me estaban empezando a agotar-. Cuéntame de allá.

– Diana. ¿Me oyes? Diana. -Aunque le sabía encerrado en su despacho, oí que bajaba un poco la voz-: ¿Has oído hablar de Nick Lattimer?

– Claro, Lattimer and Lattimer. ¿Quién no? El primer banco de depósito del mundo… ¿Y qué?

La Abuela es un genio. Tenemos registrado a Lattimer en vídeo, de frente, de perfil, de cerca, de lejos, de pie y sentado. Tenemos su voz y tenemos la clave para abrir la cámara acorazada del dúplex. ¿Me entiendes? El dúplex…

– Te entiendo muy bien… ¿Y qué más? -pregunté excitadamente.

– Bueno, pues fue antes de ayer. MacDougall le abrió la puerta, y Lattimer entró, hizo todas las operaciones necesarias y, ¿sabes lo que se corrió como si fuera el sésamo? -Río.

– No. ¿Qué?

– ¡La chimenea! Con fuego y todo. ¡Qué bárbaros! -exclamó con entusiasmo-. Desde la pared del comedor, tenemos filmado el hueco por el que se entra a la cámara acorazada y, al fondo, se ve una consola de esas de computador, ¿sabes? Lattimer estuvo un rato sentado frente a ella, leyendo unas cosas y luego se marchó.

– Vaya con el Club, ¿eh? Vaya con el Club. Lattimer. Otro pilar de la comunidad.

– Sí, señor. ¿Qué hacemos ahora? Porque yo no le puedo detener y si le pido por favor que me abra la puerta…

– ¡Ni se te ocurra! No hagas absolutamente nada hasta que yo vuelva, ¿entendido? Ten cuidado, Pat, que estos tíos son peores que la mafia.

– No te preocupes, hombre. No haré nada más hasta que vuelvas. Oye… -Dudó un poco-… Esto… siento lo de Nina, ¿sabes?

– Ya… Hasta pronto. ¡Oye! Espera, no cuelgues. ¿Tienes a mano la lista de pasajeros que volaron a Costa Rica la noche en que mataron a Aspiner?

– Claro.

– Por favor, mándamela al Gran Hotel Costa Rica por télex. -Al diablo con las precauciones -. Es urgente. ¡Ah!, y llama a Johnny Mazzini y dile que te he llamado y que estoy bien… Dale un beso a Tina, ¿eh?

– Ciao… Cuídate, ¿eh? -Colgó.

Me dolía el pie y, sorprendentemente, la herida casi cicatrizada del cuero cabelludo me latía sin cesar. Debía ser el cansancio. Tenía hambre. Llamé al servicio de habitaciones y pedí que me trajeran un Club sandwich y un vodka con tónica.

Tres minutos después, llamaron a la puerta. "Caray -pensé -, qué rapidez."

Abrí la puerta. En el pasillo no había un camarero con una bandeja. Había dos policías de uniforme.

– ¿Señor Christopher Rodríguez?

– Sí, soy yo. ¿Qué desean?

– Nos gustaría que nos acompañara a la Dirección Nacional de Seguridad, por favor.

– ¿Por qué?

– Una mera formalidad, señor.

Pese a mi decisión de no hacerlo, había infravalorado a mi buen amigo Danilo Lewinston, modelo de cristianos. Mal hecho. Rodríguez.

– Del aeropuerto nos dicen que ingresó usted al país en condiciones… irregulares.

– ¿Irregulares? ¡Pero si mi pasaporte fue visado por la policía!

– Sí, señor -dijo pacientemente el oficial que había estado hablando, un caballero de enorme bigote, que lucía en la bocamanga las dos estrellas de teniente. Llevaba el pantalón bajo, descansando en las caderas, y en su estómago no había un átomo de grasa. Un tipo sólido-. Precisamente es lo que queremos aclarar. Si usted hace el favor de acompañarnos… -El tono levemente más seco.

Las autoridades de Policía, cuando no son hermanos míos, me producen erisipela.

– Muy bien. Un momento… Voy a recoger mi pasaporte. En el ascensor, Rene el botones miraba impasiblemente al frente. Sólo cuando llegamos a la planta baja, volvió la cabeza hacia mí e hizo un rápido gesto de complicidad para tranquilizarme.

La Dirección Nacional de Seguridad es el pomposo nombre dado a un pequeño chalé que hay a las afueras de San José, en uno de los extremos de lo que llaman la Sabana. La Sabana es un gran parque colocado, como la panza de una gota de agua, en el confín oeste de la capital. Lo rodean grandes avenidas bordeadas de casas elegantes y blancas. Todo muy apacible y alegre. Todo, menos el chalé de la Dirección Nacional de Seguridad, que es como la oficina de la policía secreta de cualquier país tercermundista: siniestra, sucia y destartalada. El vestíbulo de entrada es una habitación rectangular, con baldosa verdinegra en el suelo y pintura verde, desconchada y sucia, en las paredes. Unos bancos extremadamente incómodos, doy fe de ello, adosados a las paredes, sirven de lugar de paciente espera.

Entraban y salían montones de personas, unas de uniforme y otras de paisano, que se movían, atravesando el vestíbulo, con la indiferencia típica del policía hacia los desechos humanos sentados en los bancos. Un guardia de uniforme, desganadamente apoyado contra la puerta de entrada, vigilaba sin vigilar, fumando cigarrillos que pedía prestados a los compañeros que le pasaban por delante. Una enorme pistola le pendía del cinto.

Durante una hora, nadie me dirigió la palabra. Compartía el banco con dos hombres de media edad, ambos pobres y mal vestidos. Olían poderosamente a sudor. Uno, el más cercano a mí, tenía el aire asustado y nervioso del inocente; fumaba sin cesar y retorcía entre sus manos un viejo sombrero de paja. De vez en cuando, suspiraba profundamente. El otro, sentado en el extremo, ponía una cara de suficiencia paciente y casi ofendida en su inocencia; un semblante que delata indefectiblemente al culpable.

– ¿Señor Rodríguez?

– Levanté una mano.

Un oficial joven y bien vestido había aparecido en el umbral de una puerta de cristales y miraba curiosamente en dirección a mí.

– ¿Quiere venir?

Entré en el pequeño despacho. Los únicos muebles eran una mesa de madera, detrás de la que había un sillón forrado de plástico gris, y dos sillas algo destartaladas.

– ¿Quiere sentarse?

Le entregué mi pasaporte antes de que me lo pidiera.

– Aquí hay algo que no entendemos. Usted ha ingresado al país utilizando un método poco usual… En vez de llegar por línea regular, ha venido en una avioneta fletada desde Panamá…

– No veo lo que eso tiene de anormal… Cuando trabajo para mi periódico, viajo de la forma que me parece más rápida y cómoda.

– Sí, pero nos parece un dispendio innecesario: había dos vuelos regulares a la misma hora.

Verdaderamente kafkiano: la Policía local preocupándose por las finanzas del New York Times.

– Bueno… -me encogí de hombros -, tenía mi viaje organizado desde antes de salir de Nueva York.

El oficial abrió mi pasaporte y, como cualquier policía del mundo, se puso a pasarle las hojas distraídamente, buscando en ellas algo que nunca encuentran. Me gustaría saber lo que es. Levanto la vista.

– Sí, pero, luego de ingresar al país, se pasa usted dos días sin hacer nada, sentado en la Soda Palace… ¿Por qué?

– Vamos a ver. Yo no le enseño a usted cómo debe hacer su trabajo… Cuando viajo a un país por primera vez, para hacer un reportaje sobre él, me gusta empezar por entender el ambiente, por husmear los olores y las idas y venidas de la gente. Me siento y miro. ¿Qué le parece? -Fin de la discusión.

Читать дальше
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Похожие книги на «Al sur de Cartago»

Представляем Вашему вниманию похожие книги на «Al sur de Cartago» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.


Отзывы о книге «Al sur de Cartago»

Обсуждение, отзывы о книге «Al sur de Cartago» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.

x